Querido cura

Hace ya mucho tiempo paseaba yo con un cura bueno por el jardín de una casa de ejercicios. Mira Eladio -le decía- siento por los sacerdotes y religiosos un amor especial, una preocupación preferente. Se me impone desde dentro una reciprocidad a vuestra entrega. Mis manos de laico y padre de familia se me escapan como mariposas para bendeciros. Me sorprendió la rauda respuesta: “Eso es un don, Jairo Javier, eso es un don. No dejes de ponerlo en práctica. Los sacerdotes lo necesitamos”.

Sí, le estoy haciendo caso. A lo largo de mi vida les he volcado mi afecto y mi sinceridad. No he discriminado entre hombres y mujeres, diocesanos o profesos, jerarquías o simples legos. Siempre les he tenido un cariño especial, no lo he disimulado nunca. Pero también les he pedido coherencia, como mínimo.

(JPG) Algunas veces me encuentro con consagrados que me miran por encima del hombro, como haciéndome notar mi ignorancia e impiedad, mostrándome que “la clase de tropa” nada puede aportar a un elegido. Es la conocida reacción aquélla: “Todo tú eres pecado desde que naciste, y ¿nos enseñas a nosotros? Y lo expulsaron de la sinagoga” (Jn 9,34). En esos casos no se puede insistir en dar amor a quien sólo busca prestigio, autocomplacencia, poder o distancia de casta.

Hay otros cuya inseguridad les impide soportar el más mínimo cuestionamiento y se amurallan en sus principios, en sus rigideces, en su incomunicación. Hay quien, en nombre de nobles ideales, desprecia, divide y bendice sólo a los que le aplauden. Hay también quien, en nombre de la justicia, siembra acepción de personas, sectarismo, fanatismo y un pesimismo descristianizado. Hay, por fin, quienes blandiendo un progresismo exacerbado atacan toda doctrina establecida y sólo predican sus particulares opiniones.

Todos éstos rechazan sistemáticamente a cualquier laico sincero que no baile su incensario. Llegan a ridiculizarnos, a criticarnos sin piedad, a ofendernos desde el púlpito o la plática. Llegan, incluso, a empujarnos fuera de la parroquia, la cofradía o el grupo. Son incapaces de aceptar cualquier contraste, información, carisma, cuestionamiento o ayuda. Conozco un Párroco que no quiso abrir la carta de un feligrés comprometido y se la devolvió cerrada con este comentario escrito en el reverso: “Emplea tu tiempo y energía en otras cosas. No te he pedido ni tu opinión ni tu consejo”. Me pregunto: ¿Puede un católico quedarse al margen de lo que ocurre en su Parroquia, en su Iglesia?

No se puede ayudar a quien no quiere ser ayudado. No se puede ayudar a los prepotentes -inconscientes o confesos- que sólo admiten el “fiel” servilismo y la boca cerrada, que no toleran más que la masa silente y la virtuosa rutina. Cuando me tocan estos prójimos, mi don de amor y ayuda vuelve a mí. Es una situación paralela a aquella otra: “Cuando entréis en la casa, saludadla; y si la casa se lo merece, la paz de vuestro saludo descenderá sobre ella; y si no se lo merece, la paz se volverá a vosotros” (Mt 10,12).

Muchas veces he podido relacionarme con consagrados deseosos de compartir su experiencia de Dios, de ayudar y ser ayudados. Como decía un santo misionero jesuita: “Todos somos enfermos y enfermeros al mismo tiempo o sucesivamente”.

Hace un tiempito paseaba yo con un Arzobispo y Nuncio del Papa en una nación lejana. Le conté mi intención de escribir, alguna vez, para religiosos y sacerdotes. Le concretaba, incluso, que un artículo podría titularse “querido cura”, título totalmente sincero y profundamente sentido. El Prelado terció presto: “¿Y por qué no añades querido obispo? También los obispos necesitamos tu amor, tu ayuda y tus críticas fraternas”. No supe qué contestar. No me esperaba ese ejemplo de espontánea humildad, de acogida sincera, de reconocimiento a mi carisma. Sólo días después pude decirme: Si todo el Clero supiese abrazar a los laicos y creer en ellos como este Obispo, otros frutos florecerían en la “común unidad” de la Iglesia. Con qué alegría podríamos cantar juntos desde el fondo más sagrado: “No adoréis a nadie, a nadie más que a Él”.

Pues bien, dejando de lado mis aprensiones y apoyándome en mis motivaciones, intentaré escribir alguna vez para nuestros hermanos curas y religiosos (ellos y ellas). Sin duda mis reflexiones servirán también a los laicos, tan necesitados de una “relación adulta, cálida y cercana” con los hermanos consagrados. Contaré lo que se ve desde este lado del altar o la tapia, lo que nos va bien y menos bien, las esperanzas, los temores y los deseos respecto a los que, de una u otra forma, lo habéis dejado todo para ser nuestros “pescadores”. ¿Sabéis ya que muchos laicos estamos intentando subirnos a la red y, a veces, vuestro despiste nos ahuyenta?

Deberían abrirse más vías de comunicación con vosotros, espacios de cercanía, de transparencia, de comprensión mutua, de sinceridad y amor. Serían sumamente útiles para ambas partes y, desde luego, para vuestra misión en la que, como objeto o sujeto, estamos irremediablemente implicados.

En lo que a mí respecta, no dejaré de intentarlo. Procuraré ser valiente a la hora de decir lo que pienso aunque sea crítico, aunque llame al cuestionamiento y la reflexión. Sé de antemano que no soy sabio, tal vez ni prudente, pero me animan aquellas palabras: “Dios eligió lo necio del mundo para humillar a los sabios; lo débil, para humillar a los fuertes; lo vil, lo despreciable, lo que es nada…“ (1Cor 1,27). Así que me atreveré a escribir desde mi nada.

Me muevo en el barro del mundo, el moderno Nazaret, aldea idealizada por los cristianos pero de la que los auténticos de la época pudieron decir: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1,46).

Concédeme al menos, querido hermano, querida hermana, el beneficio de la duda, porque estoy a tu lado y quiero compartir tu misión. Aunque te parezca insólito, a mí también me alcanzó aquel dardo penetrante y gozoso que me hace gritar: “¡Ay de mí si no evangelizare!” (1Cor 9,16).

-  Por Jairo del Agua