I. Meditación
La clave de lectura
– Está justamente delante de ti, le dijo el maestro.
– Entonces, ¿por qué no consigo verlo?
– ¿Y por qué el borracho no consigue ver su casa?
Más tarde dijo el Maestro: Trata de averiguar qué es lo que te emborracha. Para poder ver, has de estar sobrio.
Ver
Ea, hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales. Entra un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes. Aparta de ti tus inquietudes trabajosas. Dedícate algún rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia. Entra en el aposento de tu alma. Excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de él. Di, pues, alma mía, di a Dios: "Busco tu rostro. Señor, anhelo ver tu rostro "
(Anselmo de Canterbury, Proslogion, cap 1)
¿A qué viene a estas alturas una reflexión sobre Dios? ¿A quién le puede interesar seriamente perder tiempo en cuestiones tan peligrosamente antropomórficas como la Visión de Dios? ¿Qué significa en realidad Vera Dios? ¿Se trata de una especie de sesión particular en Cinema Paradisol Cuando la Biblia una y mil veces nos habla de ver, de imagen… ¿qué pretende decir exactamente?
Quizá parezca que hablamos poco de Dios y que por eso mucha gente no sabe muy bien en qué cambia su existencia el hecho de creer en Dios. Puede que alguien piense que lo es que los religiosos hablamos poco a Dios, no rezamos, y así nos van las cosas. Habrá quien vaya más al fondo y nos recuerde que, en realidad, nos pasamos el día hablando de Dios, pero a él no le dejamos ni abrir la boca… Todo esto es cierto. Pero lo verdaderamente urgente no es organizar semanas teológicas, ni encuentros de oración para hablar de. hablar a o dejar hablar a Dios. Lo urgente es devolver su rostro al hombre, engancharlo a la vida y hacerle recuperar la memoria de sus raíces y de su hogar.
Y para ello probablemente no hay nada como ponerle delante de Dios.
El hombre desea Ver a Dios y suspira por su rostro ¿Cuando entraré a ver el rostro de Dios? (Sal 41). Las contrariedades de la vida aguijonean el deseo de encuentro. El dolor y las lágrimas son pan del camino. Da la impresión de que Dios no habla, de que está lejos. La ciudad, con su ruido, su prisa y sus miles de estímulos pintados de neón, parece haber borrado todo rastro de Dios. Desde muchos altavoces se nos pregunta ¿dónde está tu Dios?
Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré, estando ausente? Si estás por doquier, ¿cómo no descubro tu presencia? Cierto es que habitas en una claridad inaccesible. Pero ¿dónde se Italia esa inaccesible claridad? ¿cómo me acercaré a ella? ¿Quién me conducirá hasta allí para verte en ella? Y luego, ¿.con qué señales, bajo qué rasgo te buscaré? Nunca jamás te vi, Señor, Dios mío; no conozco tu rostro. (Ibidem)
Desde la Palabra se nos recuerda, sin embargo, que nadie puede ver a Dios y seguir vivo (Ex 33.20). Cuando alguien cree que ha visto a Dios se echa a temblar, porque se acerca su final: Ay de mí, estoy perdido… porque he visto con mis ojos al rey y Señor de los ejércitos (Is 6,5). Podríamos pensar que se trata de uno que se sabe pecador, como Isaías. Sin embargo, incluso a su mejor amigo, a Moisés, que se atreve a pedir: Enséñame tu gloria (Ex 33,18), Dios le advierte: Mi rostro no lo puedes ver (Ex 33,20). Nadie puede conocerle de verdad, nadie puede alcanzarle. Dios está siempre más allá. Ni conceptos, ni imágenes lo captan. Y, a pesar de todo, el amor, derramado en el corazón del creyente, disipa los temores y enciende el deseo de contemplar a Dios. Aunque comprenda que su estrecha mirada no puede abarcarlo, aunque las redes del entender ni siquiera lo rocen, el amor no puede quedarse sin ver, sin sentir lo que ama (Cfr. Pedro Crisólogo, Sermo 147 en PL 52, 595).
Qué hara, altísimo Señor, éste tu desterrado tan lejos de ti ¿ Que hará tu servidor ansioso de tu amor y tan lejos de tu rostro? Anhela verte, y tu rostro está muy lejos de el. Desea acercarse a ti y tu morada es inaccesible. Arde en el deseo de encontrarte, e ignora dónde vives. No suspira más que por ti. y jamas ha visto tu rostro. (Proslogion…)
El itinerario de fe se confunde con la búsqueda de Dios: caminar de baluarte en ba-luarte hasta ver a Dios. El precio del viaje es alto. Dejarlo lodo. Vivir con lo puesto. No pararse nunca. No afincarse. Y, sobre todo, darse. Una hermosa etimología medieval identifica creer (credere) con dar el corazón (cordare). Buscar a Dios es ofrecerse por entero a él en libertad. Abandonarse en el silencio y la oscuridad, porque sabemos de quién nos hemos fiado aunque es de noche.
El verdadero deseo de Ver a Dios nos dice mucho del hombre. Ante todo, que Dios y el hombre no son rivales, que Dios no vive de rentas humanas, que no es un vampiro que se nutre de nuestros deseos insatisfechos, penalidades no asumidas o del miedo a la libertad. Dios no es refugio para huir de este mundo o escapar de responsabilidades incómodas. Mucho antes de la voz de alerta los maestros de la sospecha (Marx. Nietzche, Freud) la voz de la Palabra ya nos había advertido del peligro de contrabando con Dios. De ahí la prohibición tajante: No te hagas imagen alguna. No te postrarás ante ella ni le darás culto (Ex 20, 3).
Buscar al Señor, desear Ver su rostro, es una decisión de libertad. Significa darse cuenta de que nada nos colma, de que los dioses y señores de la tierra no nos satisfacen. Supone ser conscientes de lo que nos emborracha y nos impide ver. Ver el rostro de Dios es, como sugiere el lenguaje semítico, gozar de su intimidad, formar parte de sus servidores de cámara. Ver a Dios tiene muy poco que ver con ir al cine o arrellanarse en el butacón con un refresco en la mano. La visión conduce a la obediencia más radical: ¿Qué quieres de mi? y al servicio más completo: aquí estoy para hacer tu voluntad. Si la Visión de Dios es la vida del hombre (Ireneo), sólo en la apertura radical a Dios (obediencia y servicio), el hombre alcanza su verdadera plenitud.
Cristo imagen del Dios invisible
El éxodo del hombre que busca a Dios es posible porque Dios mismo ha sido el primero en iniciar la marcha. La búsqueda de Dios por parte del hombre no es una empresa descabellada e inútil. No hay que escalar el cielo para robarle a Dios los secretos de la vida. Dios mismo ha dado el primer paso. Se nos ha puesto, por así decir, a ojo. Se ha rebajado a nuestra altura.
La búsqueda de Dios hunde sus raíces en el deseo del hombre por superar la finitud. O, dicho en clave creyente, el hombre busca a Dios porque es, desde su origen, imagen de Dios (Gn 1, 27). Esa es su grandeza. Pero también su debilidad. El hombre ha querido gozar rápidamente de sus prerrogativas y ha sucumbido a la propuesta del tentador: se os abrirán los ojos, seréis como dioses (Gn 3,5). Ha escalado el Olimpo y se ha visto precipitado al abismo. La pretensión de apropiarse de Dios ha desembocado en el máximo despojo: la desnudez, el dolor y la muerte.
El hombre no lograba dar la talla. La imagen de Dios se empañaba cada vez más. Parecía empresa inútil la búsqueda del rastro de Dios. Los que habían sido predestinados a ser imagen de Dios (Rom 8,29) no daban con el camino justo de acceso. La única vía posible era que Dios mismo se acercase aún más. Para que el hombre alcanzase a ser imagen de Dios debía participar de algún modo en la forma de Dios.
Cristo, que existía en la forma de Dios (Flp 2, 6) eligió perderlo lodo y presentarse ante el hombre con las credenciales y la forma del siervo. La factura de la restauración de la imagen de Dios en el hombre la ha pagado Dios mismo. En Jesús de Nazareth, imagen del Dios invisible (Col 1,13) hemos contemplado con nuestros ojos la gloria misma de Dios que está en la faz de Cristo (2Cor 4, 6). Nuestra carne débil y pecadora, no otra más perfecta: nuestro mundo injusto e inhabitable y no otros mundos soñados: nuestra historia y no los cuentos de hadas… son el lugar de la manifestación de Dios. En un hombre cuyo timbre de gloria es pasar por uno de tantos (Flp 2.7) hemos visto quién es Dios. En Cristo se nos hadado todo loque podíamos imaginar. En él ya se nos ha concedido todo lo que buscábamos afanosamente. Dios se ha vaciado en Cristo. Su palabra es la carne del Hijo y su imagen es el rostro humano del Verbo. Dios se ha quedado como mudo y no tiene más que hablar (S. Juan de la Cruz. Subida…, II. 22, núm 4) Toda la gloria de Dios, su brillo y su belleza están ahora en el rostro de Cristo. Quien le ve a él está viendo al Padre (Jn 14,9), al trasparentar a la fuente de todo bien, origen y patria de nuestro ser. Cristo ha saciado la súplica del hombre: muéstranos al Padre y nos basta (Jn 14, 8).
Sacar punta al misterio
El Misterio de la Encarnación ilumina con luz propia la vida del hombre de todos los tiempos. Siempre será posible seguir ahondando en él y recoger su frescura admirable.
Ante todo nos dice que para alcanzar a Dios, para lograr ser imagen acabada suya, el hombre no necesita amputar su personalidad humana. No hay que huir de sí mismo, expropiarse. Mi propia historia, mi propio cuerpo, mi carácter peculiar, mi realidad, son lugar de otra presencia que tengo que acoger como don y tarea. Hace falta en-si-mismarse más, bucear en el misterio de Dios que se revela en mí. Y, en idéntica medida, en-tu-siasmarse, descubrir al otro como imagen de Dios, lugar de otra presencia. No podemos entrar a degüello en la vida de otros. No podemos reducirlos y empequeñecerlos (como si fuésemos jíbaros) a nuestra imagen. Ante los otros, como ante Dios, hay que descalzarse: estamos en terreno sagrado (Ex 3. 5). Todos, pues, con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria de Dios (2Cor 3, 18) En cada uno de nosotros el Padre reconoce la imagen de su Hijo. No podemos taparnos la cara, ocultarnos, cubrirnos el rostro. El Señor nos invita a mostrarnos como somos, sin temores, sin complejos ridículos.
En la Encarnación de la gloria de Dios en la humildad de la carne aprendemos el valor del cuerpo humano, como imagen de lo divino. En épocas anteriores ha existido un fuerte recelo hacia lo corporal. Hoy vivimos un momento de sacralización. El cuerpo recibe culto y se hacen sacrificios y mortificaciones cuasi-religiosas para mantenerlo joven, bello y en forma. El culto al cuerpo tiene sus escuelas de pensamiento y sus templos-gimnasio-sauna-masaje. Como en tantas cosas, también aquí, hemos pasado del tabú al tam-tam (Carlos Díaz). La Encarnación afirma el valor de todo el cuerpo y de todos los cuerpos. Detrás del culto actual al cuerpo existe una falacia. El cuerpo que se adora y cultiva es el cuerpo hermoso, el cuerpo-danone, sin michelines, joven y sexualmente atractivo. Desde Cristo afirmamos el valor de todos los cuerpos, también, y, sobre todo, de los cuerpos gastados, enfermos, destrozados por el sida o el cáncer. El cristiano ha descubierto al más bello de los hombres (Salm. 44) en Jesús de Nazareth clavado en la cruz, varón de dolores, sin apariencia ni presencia, ante quien se vuelve el rostro (Is 53,2-3). De aquí brota su compromiso con todo lo vivo, aunque sea débil y poco atráyente. En cada rostro humano estamos viendo como en un espejo la gloria de Dios.
En la Encarnación descubrimos el valor absoluto del hombre. El hombre es absoluto porque Dios no se ha tomado al hombre a la ligera. Sus problemas, sus inquietudes, sus deseos de plenitud los ha acogido absolutamente en serio. Dios se ha hecho hombre porque ha tenido tiempo para el hombre (Karl Barth). Cada hombre ha merecido la pena de Jesús y el valor supremo de su sangre. El valor supremo de cada hombre se hace más patente cuanto más descendamos en la escala social. El encuentro con los últimos, el servicio a los necesitados, no es una mera opción que podemos o no podemos hacer. Nuestra relación con Dios se realiza de hecho y necesariamente a través de las mediaciones históricas. A Dios nadie le ha visto, nos insiste Juan (Un 4, 12). Nadie tiene teléfono directo con él. La única garantía de que nuestra comunicación con Dios es fluida, reside en el grado de amor y capacidad de entrega que logramos imprimirá nuestras relaciones humanas.
II. Resonancias
Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos (Job 42,5)
Estamos acostumbrados a meditar, a dar vueltas reflexivamente a las cosas y a leer. Nos movemos en la galaxia de las ideas claras y distintas, en el universo de las luces, pero utilizamos poco la visión, la contemplación de lo religioso.
Hay días en que no estamos para nadie, en que nos cuesta reflexionar, avanzar en un discurso racional coherente. En muchas ocasiones, ni siquiera la Palabra logra romper la espesa capa de hielo de nuestro cansancio o de nuestra modorra espiritual. Quizás entonces, cuando no podemos o no queremos reflexionar, todavía podamos ver.
Somos lo que vemos, del mismo modo que somos lo que comemos. Las imágenes no son neutras. Van siempre cargadas de contenidos, de mensajes, de estímulos. La imagen que elijamos ver tendrá, tarde o temprano, su influjo en nosotros. No es lo mismo elegir ver un enfermo terminal consumido que un cuerpo-danone-super-guay. Lo que vemos nos sitúa de modo distinto ante la vida. Hay imágenes que se pegan al alma y hacen que una persona emprenda un éxodo sin fin. Teresa de Jesús. Francisco de Asís, Juan de Dios y muchos Fundadores lo testifican.
La propuesta es que este mes el retiro sea menos reflexivo v más contemplativo. Que dediquemos más tiempo a ver. A verLe, a verNos en Él y a verLe en Ellos.
Revisión de ojos
- No es fácil aprender a ver. Vivimos atiborrados de imágenes. Cada día cae sobre nosotros una ducha de estímulos visuales. No todos resbalan. Muchos se nos cuelan dentro y, cuando menos pensamos, emergen reclamando nuestra atención. Para ver bien hay que comenzar con una terapia de choque, un cierto desengache de estímulos supérfluos.
- Ante todo, conviene reducir en lo posible los estímulos. Si no se hace ya, seria bueno, al menos un día aparcar el televisor. No porque sea un diablo-en-casa, sino por despejar un poco nuestra capacidad receptiva.
- Incluso sería muy recomendable un ayuno de los otros, de los de comer poco. Para aprender a Ver el rostro de Cristo en los enfermos, los hambrientos, los marginados, los que sufren, hace falta acercarse un poco. Si no sabemos ni por asomo qué se siente teniendo hambre, lo de compadecerse de los hambrientos no deja de ser bastante hipócrita.
Ver y Dejarse Ver
- Preside la capilla un icono de Cristo. Preferiblemente, el icono del Salvador de Svenigorod, de Andej Rubljov. Impresiona la historia de este icono. Sólo queda el rostro y algo del busto de Cristo. El resto de la imagen ha desaparecido. Así se encontró en 1918 en un granero cerca de la catedral de la Dormición de Svenigorod. probablemente algún campesino lo salvó de la destrucción total a mano de los revolucionarios bolcheviques. Lo primero que vemos es que el rostro de Cristo se perfila en medio de la destrucción. Emerge, por así decir, de las ruinas. Su rostro mana paz y dulzura. No en vano, el pueblo ruso bautizó esta imagen con el nombre de Constructor de paz.
- Miremos, sin más. Dejemos que el rostro de Cristo vaya emergiendo también desde el fondo de nuestra propia confusión. Probablemente necesitemos hallar paz. Dejemos que nos la regale aquél que conoce el camino que lleva a la paz (Le 19, 42). Que la contemplación del Salvador limpie en lo más hondo de nuestro corazón su imagen empañada por la culpa.
- Cuanto más miremos, descubriremos un leve movimiento en el busto de Cristo. Sus hombros y la parte superior están pintados en ángulo, mientras el rostro nos mira de frente. Parece que Cristo va de camino y, de repente, algo le ha llamado la atención y se vuelve para mirarnos. Quizá es la expresión plástica de los encuentros de Jesús que narra el Evangelio: el Joven rico, a quien miró con cariño (Me 10, 21) o el encuentro en el patio de la casa de Caifas, cuando Jesús se volvió y miró a Pedro (Le 22, 61). La mirada de Cristo, como su palabra, nos desnuda, penetra hasta el fondo del ser y escruta lo más recóndito del corazón (Hb 4, 12-13). Su mirada pone en evidencia nuestra falsa seguridad, la cobardía y la debilidad con las que convivimos, nuestro pecado. Dejemos que sus ojos nos revelen nuestra miseria y que su cauterio suave cierre las heridas que arrastramos.
- Mirando el icono del Salvador descubrimos a un Dios profundamente cercano y entrañable. La serenidad del rostro y la mirada, la belleza extraña que expande nos hablan de
- algo que no es de este mundo. Sus rasgos humanos, su cuerpo, el movimiento para volverse… nos dicen que lo sublime se encierra en uno de nosotros. Estamos contemplando a Dios en el rostro de un hombre. Las antiguas prohibiciones ya no tienen vigencia. Podemos ver a Dios y seguir vivos. Pongamos los ojos en Cristo, en quien el Padre nos lo tiene dicho todo (S. Juan de la Cruz).
¿Dónde está tu hermano?
- Sugiero que en torno al icono pongamos noticias e imágenes de la prensa de los últimos días. Incluso sería bueno hacer una especie de Iconostasio con recortes de prensa. Sobre ellos se colocaría el icono del Salvador.
- Jesús por su Encarnación no se ha hecho simplemente hombre. Se ha querido identificar especialmente con los pobres, con los últimos, con los enfermos, solos y abatidos. Lo que hacemos a los pequeños, lo hacemos a Cristo (Mt 25,40.45). Ellos son los vicarios de Cristo en nuestra tierra, su rostro más cercano, su presencia más provocadora.
- Pongamos delante de los ojos la historia de nuestro tiempo. Dejémonos interpelar por ella. Puede que descubramos lejanía, despreocupación. No se trata sólo de hacer cosas. Abramos el horizonte de la plegaria, de la cercanía afectiva, de la com-pasión más solidaria. Jesús desde su rostro dulce y severo nos lanza constantemente la pregunta: ¿Qué has hecho con tu prójimo? ¿Dónde está tu hermano? ¿Qué tiempo te ocupa?
- Se podrían poner también en algún momento del Retiro (quizá antes de la reunión de comunidad) las situaciones que nos bloquean y que no siempre se pueden solucionar con el diálogo, por muy franco que sea. Probablemente si las contemplamos desde la mirada de Jesús y en el contexto de otros problemas mucho más graves, adquieran su verdadero relieve y su óptica más adecuada.