Quizás la sencilla frase del papa Francisco, tan frecuentemente citada, sea su respuesta a una pregunta que se le hizo vis-a-vis sobre la moralidad de un matrimonio gay en el que la relación presenta un amor fiel. Su molesta-famosa respuesta: ¿Quién soy yo para juzgar?
Aunque se asume frecuentemente que esta frase es frívola y menos que seria, de hecho está en terreno bastante seguro. Jesús -según parece- dice básicamente lo mismo. Por ejemplo, en su conversación con Nicodemo en el evangelio de Juan, dice, en esencia: Yo no juzgo a nadie.
Si el evangelio de Juan está para ser creído, se deduce que Jesús no juzga a nadie. Dios no juzga a nadie. Pero eso necesita ser puesto en contexto. No significa que no haya juicios morales y que nuestras acciones sean indiferentes al escrutinio moral. Hay juicio; y a donde no llega el modo, llega la fantasía de la mente popular. De acuerdo con lo que Jesús nos dice en el evangelio de Juan, el juicio funciona de esta manera:
La luz de Dios, la verdad de Dios y el espíritu de Dios vienen al mundo. Entonces nosotros nos juzgamos de acuerdo con el modo como vivimos ante ellos: la luz de Dios ha venido al mundo, pero nosotros podemos optar por vivir en las tinieblas. Eso es decisión nuestra, nuestro juicio. La verdad de Dios ha sido revelada, pero nosotros podemos optar por vivir en la falsedad, en la mentira. Eso es decisión nuestra, nuestro juicio. Y el espíritu de Dios ha venido al mundo, pero nosotros podemos optar por vivir fuera de ese espíritu, en otro espíritu. Eso también es decisión nuestra, nuestro juicio. Dios no juzga a nadie. Nosotros somos los que nos juzgamos. De aquí que también podamos decir que Dios no condena a nadie, aunque nosotros podemos optar por condenarnos a nosotros mismos. Y Dios no castiga a nadie, pero nosotros podemos optar por castigarnos a nosotros mismos. El juicio moral negativo es auto-infligido. Quizás esto parezca abstracto, pero no lo es. Conocemos esto existencialmente: nosotros sentimos el estigma de nuestras propias acciones dentro de nosotros. Para usar sólo un ejemplo: cómo nos juzgamos a nosotros mismos al lado del Espíritu Santo.
El espíritu de Dios, el Espíritu Santo, no es algo tan abstracto y escurridizo que no pueda ser fijado. San Pablo, en la carta a los gálatas, describe al Espíritu Santo en términos tan claros que sólo pueden ser interpretados abstractos y ambiguos por alguna racionalización auto-sirviente. ¿Cómo describe y define al Espíritu santo?
Para hacer las cosas claras, establece un contraste diciéndonos primeramente lo que no es el Espíritu Santo. El espíritu de Dios -nos dice- no es el espíritu de auto-indulgencia, vicio sexual, envidia, rivalidad, antagonismo, mal genio, peleas, embriaguez y faccionalismo. Cuando cultivamos estas inclinaciones en nuestras vidas, no deberíamos engañarnos a nosotros mismos pensando que vivimos en el espíritu de Dios, al margen de lo frecuente, sincera y piadosa sea nuestra práctica religiosa. El Espíritu Santo -nos dice- es el espíritu de caridad, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, confianza, mansedumbre y castidad. Sólo cuando vivimos dentro de estas virtudes vivimos dentro del espíritu de Dios
Por tanto, así es como el juicio funciona: El espíritu de Dios (caridad, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, confianza, mansedumbre y castidad) ha sido revelado. Nosotros podemos optar por vivir dentro de las virtudes de ese espíritu o, por lo contrario, podemos optar por vivir dentro de los opuestos (auto-indulgencia, vicio sexual, rivalidad, antagonismo, mal genio, peleas, embriaguez y faccionalismo). Una elección conduce a la vida con Dios, la otra conduce lejos de Dios. Y esa elección la hacemos nosotros; no viene de fuera. Nosotros nos juzgamos a nosotros mismos. Dios no juzga a nadie. Dios no necesita hacerlo.
Cuando vemos las cosas en esta perspectiva, también se clarifican bastantes malentendidos que causan confusión en las mentes de los creyentes, como también en las mentes de sus críticos. Muy frecuentemente, por ejemplo, oímos esta crítica: Si Dios es todo bueno, todo amoroso, todo misericordioso, ¿cómo puede condenar a alguien al infierno por toda la eternidad? Una pregunta válida, aunque no particularmente reflexiva. ¿Por qué? Porque Dios no juzga a nadie; Dios no castiga a nadie; Dios no condena a nadie al infierno. Nosotros nos hacemos estas cosas a nosotros mismos: nos juzgamos, nos castigamos y nos ponemos en varias formas de infierno cada vez que optamos por no vivir en la luz, la verdad y el espíritu de Dios. Y ese juicio es auto-infligido, ese castigo es auto-infligido y esos fuegos del infierno son auto-infligidos.
Hay algunas lecciones en esto. Primero -como acabamos de ver- el hecho de que Dios no juzgue a nadie, ayuda a clarificar nuestra teodicea, esto es, ayuda a desinflar todos esos malentendidos acerca de la misericordia de Dios y la acusación de que un Dios todo misericordioso pueda condenar a alguien al fuego eterno del infierno. Más allá de esto, hay un fuerte desafío para que nosotros seamos menos jueces en nuestras vidas, para dejar al trigo y la cizaña ser separados a su tiempo, para dejar a la luz misma juzgar la tiniebla, dejar a la verdad misma juzgar la falsedad; y -como el papa Francisco- ser menos rápidos en ofrecer juicios en nombre de Dios y más propensos a decir: “¿Quién soy yo para juzgar?”