mi soledad, mis sufrimientos,
mi desolación, tómalo todo, Señor; nada te pido”
Querido hermano Rafael:
Te diste mucha prisa en traspasar la frontera, y con tus veintisiete años recién cumplidos ya estabas allá arriba “cantando con los ángeles, con los santos, con la Virgen”, como siempre habías deseado. Entretanto, el Papa ha tenido el gesto de declararte Beato de la Iglesia de Dios y, por consiguiente, de encaramarte a los altares, donde me figuro que te encontrarás un poco extraño. Si algunos de tus muchos amigos se empeñan en celebrar el aniversario de tu nacimiento encendiéndote las velas rituales, no me extrañaría que, después de mirar de reojo, con tu sentido del humor y tu media sonrisa bajo la capucha, aprovecharas cualquier descuido para apagarlas todas de un soplo. Por mi parte, déjame que me limite a escribirte unas líneas, ya que tú eras tan aficionado al género epistolar.
Te escribo esta vez por tu condición de misionero. Es uno de los muchos detalles en los que te pareces a tu admirada amiga Teresa de Lisieux. Los dos, jóvenes, contemplativos, enfermos, apóstoles, crucificados. Basta recorrer tus escritos a salto de mata para entresacar algunas perlas: “Me he ofrecido por las misiones”. “Yo, a la salida de la Iglesia, después del examen de conciencia, hasta llegar al refectorio, lo tenía dedicado a las misiones. Le pedía que no olvidase a los misioneros que a veces no tienen que comer…”. Y recordabas “multitud de sagrarios, pero solamente un Dios; consoladora verdad que hace estar unidos el monje en su coro (y) el misionero en tierra de infieles”. Todo ello lo condensabas en una brevísima nota de conciencia: “inmolarme junto a Jesús por los misioneros”.
¿Inmolarte? Tú eras alegre, elegante, soñador, artista. Tu vida tenía un especial encanto para todos, más si cabe para los jóvenes. Muchas veces te declaraste feliz. No obstante, qué pocos llegaron a alcanzar tu último secreto. Cierto día lo expresaste en cuatro palabras justas: “La única felicidad: Dios”. También escribiste: “Qué feliz soy sólo con Dios y mi cruz”.
Después de tu ingreso en la Trapa de San Isidro de Dueñas, y en menos de tres años, una durísima enfermedad te forzó a volver a la familia cuatro veces. Era como arrancarte la piel a tiras. Y, sin embargo, cuando regresas por última vez, acompañado de tu hermano Leopoldo, a medio kilómetro de la abadía, tienes con él una confidencia desconcertante: “Mira eso: es una sucursal del infierno”. Era tu sitio y lo amabas, pero al mismo tiempo allí estaba la astilla de la cruz de Cristo que él mismo te había regalado. “Dejé mi hogar. Me abracé a tu cruz. ¿Qué esperas, Señor? Si lo que deseas es mi soledad, mis sufrimientos, mi desolación, tómalo todo, Señor; nada te pido”. Nadie que te conozca un poco te podrá acusar de masoquista. ¿Entonces? No es la cruz sino el crucificado quien te hace feliz. Y es que cuando hablas de la cruz -la que te ha tocado cargar al hombro y en la que serás crucificado- estás pensando sólo en la cruz de Cristo y cuando hablas de la cruz de Cristo, no cabe duda, estás viendo sólo el Cristo de la cruz.