Querido don Rafael:
“¡Qué persona!”, comentaban con veneración los que te conocían a fondo. No era la simple admiración –o mejor, el asombro– por tu magisterio en universidades de España, México, Argentina, Puerto Rico, Estados Unidos (enseñaste en seis universidades norteamericanas). No era por tu trabajo en la Real Academia de la Lengua o en la Academia de la Historia; por tu prestigio como filólogo y máximo continuador de Menéndez Pidal, con 200 obras escritas; por el reconocimiento de tu saber con distinciones como la de Caballero de la Legión de Honor, Premio Príncipe de Asturias y un larguísimo etcétera.
Tenías un currículo apabullante. Pero hay que añadir que, en tu caso, la veneración por la persona eclipsaba la admiración por la obra. Un ilustre discípulo, Diego Catalán, traza de ti esta fotografía: “Una exquisita mesura, una prudencia ilimitada, una excesiva fidelidad a sus maestros y a sus compañeros de generación o de trabajo, un desagrado innato por todo acto de exhibicionismo personal”. Todo esto –añade– impidió a Lapesa arrogarse el papel de maestro. “Y, sin embargo, ninguno tan merecedor de ese título como él”.
Tu discípulo Domingo Ynduráin, de la Real Academia, lo repetía con otras palabras y con la misma sinceridad: “La muerte de este humilde gran hombre ha sido un final coherente con su vida, ha sido la última lección frente a quienes tanto se preocupan por las apariencias, por las vanidades de este mundo, como si el parecer pudiera suplantar al ser”.
Permíteme repetir lo que subrayan todas tus semblanzas: Que la raíz última de esta calidad humana se hundía en un estrato más profundo, tu vida de fe. Es conocida la carta de Américo Castro a Menéndez Pidal fechada en Estados Unidos en torno al año 1952, donde se leen estas palabras: “Lapesa es lo más parecido a un santo que conozco: bondad sin tasa, generosidad, sabiduría sin vanidad”. Tú mismo hiciste esta confidencia íntima: “Durante toda mi vida, la presencia de Dios ha estado sobre mí, como algo feliz, algo salvador”.
Siendo un investigador de raza, sabías poner los valores por su orden. Cuando se quebró la salud de Pilar Lago, tu mujer, no te cupo la más mínima duda: antes que todos los libros estaba ella. Y cuando Pilar se te adelantó en la partida, fuiste tú quien eligió para el recordatorio dos citas bíblicas que, en tu caso, eran una impresionante confesión de fe. Una, del libro de Job: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se erguirá como fiador sobre el polvo, y detrás de mi piel yo me mantendré erguido, y desde mi carne yo veré a Dios”. La otra, del evangelio de Juan: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre”.
Que Jorge Guillén te definiera en un poema como “hombre esencial”, o que Laín Entralgo destacara tu “convencional generosidad” son ya frutos de aquella raíz o consecuencia de aquella premisa.
Un rasgo típico del sabio, del auténtico sabio, es el sentido del humor. Siendo tan generoso a la hora de regalar tu tiempo al alumno o al compañero que reclamaba tu orientación o tu ayuda, distinguías muy bien el sentido de dos verbos que a veces se confunden: dar y tirar. Bastaba leer el conocido cartel de tu despacho: “Dios bendiga a quien no me haga perder el tiempo”. Abundan las anécdotas en la memoria de tus amigos. En 1997 respondías a una carta de la entonces ministra de Educación y Cultura en la que Esperanza Aguirre te consultaba sobre el proyecto de reforma de los planes de estudio, y después de las minuciosas observaciones al plan, añadías: “Perdóneme también mi letra de pulga. He olvidado también escribir a máquina y no dispongo de mecanógrafa. Saluda a V. muy cordialmente el vejestorio casi nonagenario que se llama Rafael Lapesa”.
Personas profundas y sencillas como tú son las que contribuyen eficazmente a construir una sociedad nueva, un mundo mejor.