Raices cristológicas de la castidad consagrada

Este texto tiene una riqueza que merece la pena ser aprovechada con detalle. Por eso hemos recurrido a su división interna para ofrecer unas pistas de trabajo, elaboradas por la revista, que desean estimular la reflexión y el diálogo sobre el celibato de Jesús y la castidad consagrada.

Los términos y temas del título (celibato y castidad, cristología y vida religiosa…) resultan difíciles de precisar, pero nos sitúan en uno de los lu­gares más gozosos y ricos del evangelio y de la historia de la Iglesia. Algu­nos piensan que estamos en el centro de un torbellino que puede ser viento destructor, como lo anunciaba Juan Bautista. Pero ese torbellino puede con­vertirse en Espíritu o aliento creador, como el que desciende sobre Jesús en el bautismo (cf. Mt 3, 7-17 par). Desde ese contexto de crisis, quiero evocar algunos rasgos de su celibato, entendido como signo de amor y de Reino, en un camino que tiene tres momentos (dividido cada uno en siete puntos)

JESÚS, HOMBRE CÉLIBE. EXPERIENCIA DE LA IGLESIA
    La riqueza y tensiones del celibato y/o castidad de Jesús quedan reflejadas en la misma lectura eclesial del evangelio. No podemos acercarnos al Nuevo Testamento como si nada hubiera pasado después: nuestra lectura de los textos está condicionada por una larga historia exegética de tipo litúrgico y espiritual, político y teológico, a lo largo de veinte siglos de cristianismo (Así lo ha destacado J. Pelikan, en un libro ya clásico, titulado Jesús a través de los siglos, Herder, Barcelona 1989. He ofrecido mi visión del tema en La Nueva Figura de Jesús, Verbo Divino, Estella 2003. Aquí supongo básicamente conocidos los datos que ofrecen esos libros). Desde ese fon­do quiero evocar siete visiones fundamentales del celibato de Jesús, tal como han sido elaboradas en la Iglesia, partiendo del Nuevo Testamento. Ofrezco una visión esquemática, que los lectores más interesados podrán completar sin dificultad. Estos son algunos de los contextos en los que se ha podido entender y se ha entendido el celibato de Jesús a lo largo de la tradición cristiana.

1. HIJO DE LO HUMANO, HOMBRE UNIVERSAL
    Jesús es «hijo», es decir, alguien que ha nacido de otro, que tiene la vida porque la ha recibido, integrándose en una experiencia y proceso de genera­ción. En este nivel no importa aún que haya nacido de un pueblo determinado (Israel), ni de una familia (de Abraham o David, José o María), sino que sea «hombre», entendido en su sentido más extenso, como anthropos, que en grie­go significa ser humano (varón y mujer). Este es el principio de todas las re­laciones de Jesús: él aparece como «hijo de lo humano», alguien que provie­ne de la humanidad, naciendo de Dios, conforme al testimonio unánime de los evangelios sinópticos. Esta solidaridad receptiva le define, desde el principio de la Iglesia; ella es, a mi juicio, la raíz de toda castidad o celibato de Jesús: su capacidad de acogimiento, su forma de ser-con y depender-de todos, por­que de esa manera es hombre en la historia. En esta línea se puede hablar de un celibato primero o universal, propio de todos los hombres (al menos de to­dos los cristianos): ser célibe significa saber que dependo de todos, que en ma­nos de todos estoy, pues he recibido por ellos la vida, siendo yo mismo.

2. CRISTO CRUCIFICADO
    Siendo «hijo» universal, Jesús viene a presentarse de hecho como rechaza­do por los poderosos de su entorno, negado por unas autoridades que simboli­zan el orden del mundo y que le crucifican. De esta forma, el «ser desde todos» se ha transformado en un «no poder contar con nadie», para morir en soledad total, en solidaridad invertida, sobre una cruz. En ese contexto, el celibato vie­ne a interpretarse como aislamiento pleno, signo de total pobreza: Jesús no puede tomar ni asumir nada como propio, ni siquiera su propia vida. Cierta­mente, a los pies o en el entorno de la cruz tiene algunos amigos: la madre, unas mujeres, quizá algunos discípulos miedosos… Pero ellos no pueden rom­per la barrera de poderes que se ha elevado en su entorno y por eso muere so­lo. En este sentido, vinculados al Cristo crucificado, todos los creyentes se des­cubren «célibes», es decir, solitarios: hay un momento de cruz y soledad en to­da existencia humana, un momento de pobreza radical y muerte, que descubri­mos de manera radical en el destino de Jesús. Por eso decimos que es célibe.

3.SEÑOR PASCUAL, HERMANO DE TODOS
    Según la tradición, Jesús no se ha perpetuado en unos hijos que transmi­ten su memoria. Ciertamente, el Nuevo Testamento habla de sus «hermanos» y afirma que algunos de ellos (Santiago, Judas, etc.) dirigieron la iglesia de Jerusalén. Pero esos hermanos forman sólo un grupo en el conjunto de la Iglesia. La experiencia de Jesús se ha expandido a través de grupos más ex­tensos de discípulos, amigos y mujeres que «le han visto» tras la muerte, co­mo el que está en medio de ellos, vivo, expandiendo vida humana (cf. Hech 1, 13-14). En este contexto le llama la Iglesia el Señor (=Kyrios): Jesús no transmite su herencia por una familia, no funda un califato, donde el poder va pasando por generaciones, de padres a hijos, como en las dinastías de reyes y sacerdotes normales del mundo; no dice a los suyos «creced y multipli­caos», como dijo Dios a los hombres al principio de los tiempos (cf. Gen 1, 28), sino «haced discípulos (=extended el discipulado) a todos los pueblos» (cf. Mt 28, 16-20) (Durante cierto tiempo, el celibato ministerial ha sido un medio muy apto para superar el «califato», es decir, la transmisión hereditaria de los honores clericales. Frente a la «nobleza» medieval de sangre, el poder de los «príncipes de la Iglesia» viene unido al carisma y a la elec­ción comunitaria. El celibato del clero, sobre todo del alto clero, fue necesario y beneficioso para el mantenimiento de la estructura jerárquica de la iglesia. Sólo a lo largo del siglo XX se ha logrado superar ese motivo, al menos en occidente. Desde ese plano, el celibato se ha vuel­to hoy innecesario). De esa forma instituye el nuevo señorío o familia de aquellos que extienden de un modo gratuito la vida, en apertura humana (que no niega la generación biológica, sino que la asume y trasciende por dentro), abriendo un lugar para los más pobres, por encima de todo sistema de poder o privilegio. En este sentido, el célibe cristiano viene a presentarse como un hombre o mujer que se abre a todos los humanos, en comunicación pascual, abierta sobre las barreras de pueblos y clases sociales.

4. MONJE QUE GOBIERNA EL MUNDO
    Una fuerte tradición antigua, que está en el fondo del monacato oriental y occidental, ha presentado a Jesús como un monje (asceta y/o contemplativo) que se separa del mundo, para así dirigirlo y gobernarlo mejor, desde su po­derosa soledad, distinguiéndose así de los poderes oficiales o mundanos de imperios e iglesias (gobernadores y obispos) que únicamente organizan y go­biernan con leyes el orden externo de la vida. Sólo un monje, que modera las pasiones, que supera el ansia de tener, que vence el arrebato del sexo y es dueño de sí mismo, en contemplación intensa, puede animar y alimentar en verdad el despliegue y destino de la historia humana. En esa perspectiva, ce­libato y castidad son signo de dominio y potencia de espíritu, que ofrecen al monje la verdadera autoridad, en sintonía con los poderes más hondos del cosmos. Esta es la visión más clásica, extendida por oriente y occidente, des­de una perspectiva platónica de unidad profunda de todos los momentos de la realidad, como presencia espiritual, que sólo los monjes célibes logran cap­tar. En el fondo de esta visión, que sigue presente en la espiritualidad del mo­nacato clásico de la iglesia ortodoxa (en Rusia y Serbia, lo mismo que en Ru­manía o en Monte Athos), la vida religiosa tiene un elemento de consagra­ción cósmica; ella nos permite entender un tipo de castidad contemplativa donde unos elementos espiritualistas, de tipo helénico, se vinculan con otros rasgos del mensaje y vida de Jesús.

5. ESPOSO DEL ALMA
    Esta visión ha sido más desarrollada por mujeres, pero también por varo­nes, al menos desde la Edad Media. Tiene raíces bíblicas, pues el mismo Nuevo Testamento presenta a Jesús como esposo (en una tradición múltiple, presente en Mt y Lc, en Pablo y Juan), siguiendo una experiencia muy hon­da de los profetas del amor de Dios. En esta línea, la verdadera castidad cris­tiana (monacal) es experiencia de enamoramiento místico y mesiánico con Jesús, quien viene a presentarse como encarnación personal del amor de Dios, tal como lo han puesto de relieve varias santas medievales y, de un mo­do especial, los contemplativos del Carmelo (Teresa de Jesús, Juan de la Cruz). Esta no es una línea exclusivamente cristiana, sino que puede encon­trarse en ciertas formas de monacato hindú y budista y, sobre todo, en la ex­periencia mística de los grandes sufíes musulmanes, que ha desarrollado for­mas de contemplación cercanas a la vida religiosa cristiana. El celibato apa­rece así como expresión del enamoramiento supremo, en formas de «erótica» espiritual que constituyen una de las cumbres de la literatura y la mística cris­tiana. Sólo el cristianismo ha podido desarrollar de forma consecuente esta experiencia y dentro del cristianismo un tipo de vida religiosa, especialmen­te femenina, que ha encontrado en Jesús al esposo cercano, al amigo del al­ma, el amor crucificado y abierto a la resurrección.

6. GRAN CAPITÁN, BUEN CABALLERO
    Siguiendo modelos medievales de entrega, al servicio de la gran tarea de la conquista cristiana del mundo, partiendo de San Bernardo, se ha puesto de relieve la visión de un Cristo que dirige a los «buenos soldados» en la em­presa de organizar y sacralizar el mundo bajo su reinado. Ciertamente, este Jesús no suele llevar espada (la espada la llevan San Miguel y San Jorge, San­tiago y los reyes canonizados), pero capitanea, como portador de la Bandera de Dios, la gran lucha en la que se alistan sus soldados, desde los Monjes Mi­litares del siglo XII-XIII, hasta los voluntarios de la Compañía de Jesús y de sus imitaciones y adaptaciones, desde el siglo XVI hasta la actualidad. Este Cristo, Capitán o Gran Rey, exige soldados que dejan familia y posesiones de este mundo para mejor seguirle; en este contexto, el celibato se entiende co­mo desprendimiento y liberación, al servicio una tarea mesiánica. El buen soldado ha de estar disponible, negando incluso su vida afectiva privada, pa­ra entregarse a la obra de su Señor divino. Esta ha sido, quizá, la mayor apor­tación cristológica de la modernidad al tema y experiencia del celibato y, con­forme a ella, los monjes han tendido a volverse «soldados» del evangelio’.

Lo que en otro sentido se podía entender como pura gratuidad (contemplación cósmica y enamoramiento, sin más fin que el gozo del mundo y de la vida, en formas de encuentro in­mediato de creyentes) se ha vuelto exigencia y signo de eficacia: sólo los verdaderos célibes pueden hallarse dispuestos para la tarea del Cristo, en un mundo que tiende a racionalizarse, en un plano social y económico. Así se ha llegado a decir que el celibato es un «capital» de la Iglesia católica: un tesoro que le ha permitido realizar funciones que otras iglesias o comuni­dades cristianas no logrado, pues han carecido de «soldados liberados» para el servicio mesiá­nico. En esta línea, el celibato ha tendido a convertirse en exigencia ministerial, al servicio del buen funcionamiento de la institución apostólica y jerárquica de la Iglesia. En un momento da­do, sobre todo en relación con los ministerios superiores (de presbítero y obispo), pero tam­bién en relación con otros bien organizados por las diversas congregaciones religiosas, el ce­libato ha podido presentarse como medio
y presupuesto para adquirir y ejercer un tipo de poder sagrado: sólo los que renuncian a un poder de «carne» (paternidad y maternidad en la pe­queña familia) pueden alcanzar una paternidad-maternidad más alta en el plano de «espíritu» en la gran Iglesia.­

7. MESÍAS COMPASIVO, HOMBRE PARA LOS DEMÁS
    Esta línea está vinculada a la anterior y puede tener su origen en los mon­jes hospitalarios y guerreros de la Edad Media. Pero después se ha desarro­llado en una perspectiva diferente, de servicio caritativo, descubriendo y ex­plorando otra faceta de la vida de Jesús: era compasivo, al servicio de los ex­cluidos y oprimidos de su entorno; superó su familia cerrada, de tipo exclu­sivista, que intentaba encerrarle en una casa (cf. Mc 3, 31-35), pues su ver­dadera familia eran todos los que cumplen la voluntad de Dios, con el ham­briento y sediento, el exilado, enfermo o encarcelado (cf. Mt 25, 31-45). En esta línea del Cristo compasivo se inscriben muchas congregaciones religio­sas de la modernidad (entre ellas las Hijas de la Caridad, de santa Luisa de Marillac); para ellas, el celibato significa ante todo ternura compasiva, em­patía con los pobres, cercanía y solidaridad respecto de los rechazados de la sociedad. También Buda y otros grandes hombres religiosos han podido cul­tivar un tipo de compasión semejante, pero se ha desarrollado de un modo es­pecial siguiendo al Cristo. En esta línea, el celibato es libertad y entrega al servicio de los demás. A veces resulta difícil separar esta perspectiva de la anterior, pues los ministerios de la caridad religiosa se han vinculado con fre­cuencia con la unidad ministerial de la Iglesia. Pero, en principio, son cosas distintas: este Mesías compasivo, liberado para el amor a los hambrientos y encarcelados, desborda los límites y leyes de una Iglesia organizada en torno a sí misma, y no tiene más norte ni signo que el servicio del Reino, es decir, el amor a la humanidad sedienta de amor y de servicio humano.
Estos son, a mi entender, los siete principios fundamentales del celibato cristiano, tal como han sido desarrollados a lo largo de la historia de la Igle­sia. Constituyen un tesoro al que los cristianos no pueden renunciar, si no quieren negarse a si mismos, destruyendo su pasado y negando su presente; pero pueden y deben ser recreados desde el evangelio y la historia de la Igle­sia, como seguiremos indicando.

CONTRAPUNTO. EL CELIBATO, PROTESTA Y PROMESA

Hemos señalado siete elementos importantes del celibato de Jesús según la tradición cristiana. Pero ellos no agotan todo lo que ha sido la experiencia más antigua de la Iglesia, conforme al Nuevo Testamento: puede haber y hay otros momentos y signos importantes de la vida y obra de Jesús que se rela­cionan con el celibato-castidad de la vida religiosa y que pueden ayudarnos a entender lo que será su línea de futuro. Aquí los presentamos, de manera también esquemática, en siete puntos, a modo de contrapunto, destacando los aspectos positivos y negativos, para que el lector mismo pueda situarse ante los temas, sacando sus propias conclusiones. Sólo después, en la parte final de este trabajo, ofreceremos una visión más evangélica del signo de Jesús en relación con el celibato y castidad religiosa.

1. EVANGELIO FUNDANTE: AMOR Y MARGINACIÓN SEXUAL
    El celibato de Jesús se encuentra vinculado a su opción a favor de los «po­bres sexuales», es decir, de aquellos que no pueden mantener una relación fa­miliar estable, socialmente reconocida: los leprosos y las prostitutas, de los que la tradición evangélica ofrece un abundante testimonio, lo mismo que los ho­mosexuales (a los que alude de forma velada pero muy fuerte el texto del cria­do-amante del centurión al que Jesús «cura»: Mt 8, 5-13). En este fondo se ins­cribe la expresión y experiencia de los «eunucos por el Reino de los cielos» (Mt 19, 12), que sitúa a los seguidores de Jesús en el espacio humano de los mar­ginados sexuales, por razón biológica o social. Por eso, el celibato en la Igle­sia de Jesús no es una forma de elevarse sobre los demás, en pureza y digni­dad, sino de solidarizarse con el último estrato afectivo de la humanidad, con los sexualmente destruidos; así aparece como un gesto extrañamente peligroso y fuerte, como una opción a favor de los hombres y mujeres más problemáti­cos del «buen sistema», para acompañarles de un modo afectivo y servicial.

2. TESTIMONIO DE PABLO: AMOR Y LIBERTAD ESCATOLÓGICA
    Pablo ha recogido de forma poderosa esa experiencia de Jesús al interpre­tar el celibato como un modo de situarse ante la irrupción de los últimos tiem­pos (cf. 1 Cor 7, 1-40). Entendido así, el celibato es libertad para el amor más hondo: hay amores parciales, que nos atan al hacer y rehacer, al comprar y al vender, en el plano del «talión», es decir, de la ley de intercambios sociales donde todo se paga y merece, dentro de un sistema bien organizado. Pues bien, superando ese nivel, la experiencia pascual de Jesús ha descubierto y desplegado la posibilidad de un amor total, liberado en forma mesiánica, que se manifiesta, sobre todo, en relación con las mujeres, antes sometidas al «yu­go» del marido en el matrimonio. Es muy posible que, en ciertos momentos, la Iglesia posterior haya tenido miedo de esta libertad mesiánica (personal y social) que el amor de Cristo ofrece las mujeres, invirtiendo su mensaje y convirtiendo la castidad religiosa de algunas instituciones oficiales (con clau­sura obligatoria, bajo dominio de la jerarquía masculina) en una nueva forma de sometimiento para ellas. Sólo en el momento en que ellas, lo mismo quelos varones, redescubran la libertad radical del celibato o virginidad de Cris­to podrán abrir de nuevo unos caminos creadores de vida religiosa cristiana, no en negación, sino en creación mesiánica y en solidaridad con los más po­bres, en medio de estos tiempos nuevos, que pueden ser de bendición según el evangelio.

3. DENUNCIA DEL APOCALIPSIS: RIESGO DE PROSTITUCIÓN E IDOLATRÍA
    Un testimonio muy fuerte y discutido del celibato de Jesús es el que trans­mite el Apocalipsis, donde se recogen algunas de sus tradiciones más radica­les, cuando habla de los dos riesgos de pecado mortal de la Iglesia: uno es la porneia o prostitución, que significa la compra-venta del amor y de la vida, para conseguir ventajas materiales, dentro del sistema político del imperio ro­mano; el otro es la idolatría en la comida, que se identifica con el «comer idolocitos» o carne consagrada a los ídolos de Roma (cf. Ap 2, 14.20). En contra de ese doble y único pecado (afectivo y social), la virginidad cristiana se identifica con la libertad personal y económica de los creyentes, que se re­lacionan entre sí de una manera gratuita, sin utilizarse ni venderse unos a otros. Una castidad entendida como medio para adquirir honra o prestigio, di­nero o poder, dentro de la Iglesia, sería para el Apocalipsis la mayor de las perversiones. Ser virgen significa en este contexto vivir en libertad para el amor, en medio de las posibles persecuciones de la Bestia (que es Poder des­posado con la Prostituta), en un camino que conduce hacia las Bodas del Cor­dero (Ap 21-22). Sólo en la medida en que esa libertad nos capacita para des­cubrir y potenciar el Amor de las Bodas mesiánicas, podemos hablar de cas­tidad cristiana.

4. CELIBATO Y BODAS. VIRGINIDAD COMO EXPERIENCIA DE COMUNIÓN
    Todos los aspectos anteriores desembocan en la descubrimiento central del amor, que Jesús y el Nuevo Testamento han recogido del mensaje de los pro­fetas (Oseas, Jeremías, Isaías…) y del Cantar de los Cantares, cuando presen­tan el Reino de Dios como experiencia nupcial, de encuentro enamorado. Es­te es el tema que hallamos al fondo de Mc 2, 18-22 (amigos del novio) y de Mt 25, 1-13 (novias con aceite), lo mismo que en Jn 4 (samaritana) y en el simbolismo esponsal del conjunto de Jn (cf. bodas de Caná: Jn 2) y de la tra­dición de Pablo (cf. Ef 5). Esta es una tradición parabólica e incluso mista­gógica, que puede interpretarse (y se ha interpretado a veces) en formas pa­triarcales (de supremacía del Cristo-varón) o gnósticas (de rechazo del mun­do), pero que debe ser asumida y recreada por la Iglesia. El celibato o virgi­nidad eclesial sólo tiene sentido dentro de una gran experiencia y apuesta (eclosión) de amor en libertad, que no niega los aspectos sexuales, sino que los implica y recrea, en formas de libertad humana y exploración afectiva, su­perando los cauces opresores o limitados del legalismo patriarcal y de un ti­po de sacralismo antiguo y moderno.

6. SACERDOTE SACRIFICIAL. CELIBATO Y ESTRUCTURA ECLESIAL
    Conforme a una lectura sesgada de la carta a los Hebreos, que en princi­pio está hablando sólo de Jesús (5, 6.10; 6, 20; 7, 1-17), el «sacerdote» cristiano tendría que ser un hombre separado, sin padre ni madre, alguien que ha roto con las genealogías de este mundo (que definen el sacerdocio de Aarón o Sadoc), para poder vincularse mejor a todos los hombres, según el orden celeste, supra-familiar, de Melquisedek. En esa línea, una Iglesia instituida ha destacado la importancia del celibato para sus ministros, interpretándolo ade­más en línea sacrificial, como si Dios necesitara la ofrenda y renuncia afec­tiva de sus servidores. Desde ese presupuesto, los ministros célibes de la Igle­sia, al menos desde la Edad Media, han asumido elementos de una espiritua­lidad de abnegación (ser célibe es sacrificarse por Dios), con otros que pro­vienen de las fuentes mesiánicas del evangelio. Lógicamente (por exigencia complementaria), la castidad de la vida religiosa ha recibido también conno­taciones ministeriales. De esa forma, el celibato ha podido correr el riesgo de perder su principio original de libertad, convirtiéndose en un elemento de la estructura de sistema de la Iglesia, perdiendo su novedad evangélica. Los re­ligiosos han venido a integrarse dentro de una visión sacrificial de la obra de Cristo; su vida aparece así como una ofrenda, un holocausto que se quema en el altar, en honor de un Dios pagano que necesita expiaciones.

6.CORDERO ESPIRITUAL, SEPARADO DE LA CARNE
    Para el Nuevo Testamento, la palabra «carne» no significa sexo, ni encuen­tro afectivo, sino un tipo fuerte de egoísmo y violencia de muerte, propia de una humanidad envidiosa, que desarrolla su vida como enfrentamiento «ani­mal», en el peor sentido de la palabra. Pero, en ciertos momentos, por influjo del dualismo helenista (y maniqueo), algunos cristianos han identificado la carne con los «gozos sexuales» (en sí malos o, al menos, muy peligrosos), frente al espíritu entendido en clave de «pureza» (ausencia de relaciones se­xuales). En esa línea, se ha podido ofrecer la imagen de un Jesús asexuado, contrario al amor humano, apelando para ello a una interpretación sesgada de Ap 14, 1-6, en la que Jesús aparece como Cordero Batallador Inmaculado, que triunfa sobre el Monte Sión, seguido por un ejército de soldados escogidos, que pueden seguirle porque «no se han manchado con mujeres». Una visión acrílica de ese pasaje, utilizado con cierta frecuencia en algunos ambientes eclesiales, es contraria al evangelio y ofensiva contra las mujeres, a las que se toma, en contra de Jesús, como personas que manchan a los hombres. Un ce­libato fundado en la pureza a-sexual de Jesús y en la «mancha de las mujeres» (cuyo contacto impide que los sacerdotes judíos se acerquen al altar antes de haberse purificado) se opone al evangelio, aunque ha influido en demasiadas formulaciones de teólogos y Padres de la Iglesia a lo largo de siglos.

En comentario al Apocalipsis, Verbo Divino, Estella 2001, he presentado una interpretación cristiana coherente de este texto, en su entorno apocalíptico. La visión del «derrame sexual» co­mo impureza, que impide que los sacerdotes se acerquen al altar, ha sido codificada, desde la tradición del Antiguo Testamento (cf. Dt 23, 10-12; 1 Sam 21, 6), por la Misná en el tratado del Día del Perdón =Yom ha-kippurim). Este es un tema y motivo totalmente no cristiano.

7. DIOS SUPRAMUNDANO
    Suele decirse que la teología de occidente ha tendido a ser «monofisita», pues sólo ha destacado la naturaleza divina de Jesús, olvidándose la humana. Jesús habría tomado, según eso, un tipo de apariencia corporal, como un ser divino que camina y se relaciona con los hombres, pero sin hacerse verdade­ramente humano, sin asumir de verdad los problemas y contradicciones de la historia. Por eso, como muchas veces se ha supuesto, la finalidad de Cristo sería «sacarnos» de la tierra, de los dolores y humillaciones de la humanidad. Por eso, al ser divino, Jesús no tiene sexo, ni afectos humanos de tipo pasio­nal, ni amores concretos… Su vida ha sido un signo de elevación supramun­dana y en esa línea han de seguirle religiosos y religiosas, vinculadas al «Uno» que es divino, como puros huéspedes del mundo. En esa línea, la cas­tidad religiosa sería una negación del mundo. La «carne» sexual sería (junto al mundo y demonio) el enemigo básico que el debe superarse. De esa forma, como casto-puro, el verdadero religioso viviría ya en un plano de identifica­ción con lo eterno. Esta postura puede tener algunos valores, pero corre el riesgo de perder el aspecto de encarnación del celibato de Cristo que hemos venido señalando.

Las tres últimas perspectivas son, en el fondo, contrarias al espíritu de Je­sús y como tales han sido condenadas por los profetas y teólogos de la vida religiosa. Pero ellas han influido poderosamente en diversas comunidades y movimientos, incluso en la actualidad. Todo nos permite suponer que nos ha­llamos en comienzo (quizá ya en el centro) de un momento de crisis de la vi­da religiosa, que se expresa de formas distintas, tanto en los países de cris­tiandad tradicional de occidente como en los de nueva cristiandad o de mi­sión. Una de las notas, no la más importante, pero sí la más significativa y preocupante para muchos, es la disminución vertiginosa del número de vo­caciones tradicionales a los ministerios y a la vida religiosa. En ese fondo se sitúan las reflexiones que siguen.

UN CAMINO ABIERTO. INVENTAR EL CELIBATO DE JESÚS

Ciudad Redonda

Están cambiando muchas cosas en la vida religiosa. Algunas parecen más externas y en el fondo menos importantes: esquemas jurídicos, relación con las instituciones jerárquicas… Otras son más profundas: inserción en la cul­tura de la modernidad, encarnación en los lugares de mayor pobreza, diálogo con experiencias de vida religiosa no cristiana…
Pero la forma de transformación más radical está vinculada con el evan­gelio. Ciertamente, la vida religiosa no depende solamente de Jesús, pues ella se ha dado y se sigue dando en diversas religiones, como un fenómeno social y espiritual muy significativo. Pero, de hecho, en el cristianismo, ella se en­cuentra profundamente vinculada al modelo de vida de Jesús. Por eso han si­do, y siguen siendo, importantes los modelos cristológicos que hemos pre­sentado, los siete primeros (más vinculados a la historia) y los siete últimos (más relacionados con la conflictividad humana). Siguiendo en esa línea que­remos presentar algunos rasgos de la vida y obra de Jesús, que nos parecen importantes para entender la vida religiosa.

No podemos ofrecer un esquema completo del tema, pues nos parece que no ha llegado aún el momento de ofrecer unas visiones generales de futuro. Por otra parte, la renovación de la vida religiosa desde Jesús no puede ha­cerse en forma abstracta, como resultado de un estudio, sino desde el mis­mo carisma y vida de los religiosos concretos, que sean capaces de actuali­zar, para el mundo nuevo que ahora empieza, el potencial del evangelio. Suele decirse que hacen falta nuevos Benitos de Nursia o Franciscos de Asís. Ellos serán quienes abran caminos. Pero tengo la impresión de que en este campo de la castidad pueden y deben ponerse de relieve algunos de es­tos rasgos.

1. AL SERVICIO DEL REINO

La castidad-celibato de Jesús no vale por sí mismo, ni siquiera como sig­no de la Iglesia, sino al servicio del Reino. Tenemos que recuperar el ca­rácter central del mensaje y camino del Reino de Jesús. Sólo en ese con­texto se puede hablar de unos «eunucos», que no renuncian al matrimonio oficial, en buena familia, porque ello sea malo o negativo, sino «por el Rei­no de Dios» (Mt 19, 12). El Reino es lo que importa: el signo y presencia de Dios, en transparencia de amor, en cada caso, en cada circunstancia; to­do lo demás es presupuesto o consecuencia. A la luz de esa opción por el reino, la castidad cristiana sólo puede entenderse como un camino y pro­yecto de gratuidad, nunca en forma de imposición legal, ni como organiza­ción al servicio de las posibles tareas ministeriales u organizativas de la Iglesia. Recuperar esta gratuidad originaria de la opción celibataria de Je­sús, a favor del Reino de Dios, es decir, del proyecto de la nueva humani­dad, como expresión y encarnación de gracia, es un reto esencial para la vi­da religiosa.

2.JESÚS NO HIZO VOTO DE CASTIDAD

Jesús no ha hecho un voto de castidad, ni se ha propuesto ser célibe, como si eso fuera una condición esencial a su proyecto o camino. No sabemos lo que hubiera pasado si no le hubieran matado, no podemos proyectar sobre su vida los esquemas de ningún modelo antropológico judío o helenista de en­tonces (o de ahora), por más que pueda parecerse a esenios o cínicos, a fari­seos o bautistas… Pero sabemos que de hecho se ha entregado al servicio del Reino, en gesto de amor dirigido en concreto, de manera cercana y poderosa, hacia los expulsados y enfermos de su entorno. El único proyecto de Jesús ha sido el Reino de Dios y, al servicio de ese Reino, ha vivido y ha muerto, de tal manera que al final de su vida (en su pascua) todos los discípulos han po­dido descubrirse identificados con él, recreados por su resurrección. Poner un voto de castidad al principio del camino cristiano, como algo valioso en sí, me parece contrario al evangelio. Lo primero es la búsqueda del reino, todo lo demás, y otra forma de entender en concreto la castidad, «vendrá por aña­didura» (Mt 6, 33).

3. CELIBATO Y OPCIÓN POR LOS MARGINADOS

La castidad celibataria de Jesús está vinculada a su opción a favor de los marginados e impuros de la sociedad. No está la castidad primero y después la opción por los impuros, sino todo lo contrario. Lo primero ha sido esa op­ción, es decir, la presencia del Reino de Dios que se expresa y actúa en los más alejados del «orden oficial» y de la «santidad organizada» de los hom­bres y mujeres del entorno. Se suele llamar castidad a la pureza, no man­charse por nada (en el plano sexual y en otros planos). Pues bien, paradóji­camente, la «castidad» de Jesús se define por su capacidad de acercarse y compartir la vida con aquellos que parecen más manchados, con los publica­nos y prostitutas, los leprosos y enfermos de la sociedad, es decir, con los más pobres en un plano social y sacral. Por eso, una «pureza» separada y desliga­da del «basurero» de la historia humana, egoístamente segura de sí, no sería cristiana. La castidad implica, por tanto, capacidad de dialogar en cercanía, sin juicio ni condena, en comprensión y amor, con los más impuros de la so­ciedad, en medio de un mundo discriminado por la problemática sexual, la in­justicia y opresión afectiva.

4.CASTIDAD Y ENCARNACIÓN

La castidad celibataria de Jesús se inscribe en su encarnación: no le aísla en una casa, no le encierra en un grupo, no le separa de nadie…, sino que le sitúa en un lugar abierto, desde el que puede dialogar con todos, no sólo con publicanos y prostitutas, sino con fariseos y saduceos, con hombres y muje­res de toda condición. Es una actitud gozosa y creadora, no de puro replie­gue, porque el mundo acaba y termina (como parece evocar Juan Bautista, el otro gran célibe de su entorno), sino porque acaba para comenzar precisa­mente ahora y porque se puede vivir al servicio de ese reino. Esta capacidad
de encarnarse en el centro del mundo, sin»casarse» con ningún poder esta­blecido, define la castidad de Jesús, frente a la renuncia de los esenios céli­bes de Qumrán o de los judíos terapeutas del lago Mareotis de Egipto, que abandonan un tipo de familia por ley sacral o por exigencia de una contem­plación separada del mundo. Hay una forma de religión que disgrega y dis­tingue, aislando a los devotos y poniéndolos fuera de este mundo. Por el con­trario, la castidad de Jesús puede y debe entenderse como capacidad de rela­ción, como libertad para la comunicación, por encima de todas las leyes o normas sacrales de su entorno.

5. CASTIDAD Y RENUNCIA

La castidad celibataria de Jesús implica una fuerte renuncia, que se expre­sa en el rechazo de un tipo de legalismo fariseo y, sobre todo, en la oposición a un tipo de familia que pretende apoderarse de Jesús para hacer que se man­tenga dentro de sus muros, al servicio de la buena casa y de los buenos pa­rientes (cf. Mc 3, 31-35 par). Los diversos pasajes en los que Jesús habla de «dejar padre-madre, hermanos-hermanas, casa-hijos» (cf. Mc 10, 28-29) de­finen de manera radical su proyecto, como experiencia de comunidad abier­ta, que rompe los pequeños esquemas de una familia patriarcal, de una casa privilegiada, de un hogar de limpios y puros… Esa renuncia al tipo de fami­lia-poder se expresa en una amor más grande, abierto al conjunto de los her­manos y hermanas de comunidad. Esta es la apuesta del evangelio, vincula­da de manera radical a una experiencia más fuerte de amor que se expresa en las palabras de Jesús al hombre que quiere alcanzar la vida eterna: «mirán­dole le amó» (Mc 10, 21). En esta experiencia de amor, que desborda un es­pacio de pequeña familia de puros, se funda la Iglesia de Jesús. En esta línea, la vida religiosa tiene que estar dispuesta en el momento actual a romper for­mas de familia ya fosilizadas, para explorar con Jesús, buscando en libertad caminos de comunicación con otros movimientos religiosos y sociales de nuestro tiempo. Es muy posible que cierta Iglesia no pueda hacerlo, pues «es­tá casada» con la familia sacral de sus propias leyes. En este campo, el celi­bato de Jesús puede y debe entenderse como experiencia radical de libertad al servicio del Reino.

6.CASTIDAD ABIERTA AL DON DE LA VIDA

La castidad de Jesús está abierta al don de la vida, tal como se expresa de un modo especial en los niños. Por eso, ellos aparecen como esenciales en su proyecto y camino (cf. Mc 9, 33-37 y 10, 13-16): los niños son expresión de la fragilidad y del don de la vida. La castidad como simple renuncia no es im­portante; importantes son ellos, los niños que pueden ser manipulados por los demás, importantes son los hambrientos y sedientos, los enfermos e impuros de la sociedad… Al servicio de ellos, de la vida que se expresa y que se en­cuentra amenazada en ellos, está la castidad celibataria de Jesús y de los re­ligiosos cristianos. De esa forma, su experiencia escatológica (el tiempo se ha cumplido, ha llegado el Reino…: cf. Mc 1, 14-15) se expresa en forma de nuevo comienzo: «convertirse y creer en el evangelio» significa poner la vi­da al servicio de esos niños, en cercanía de intimidad, de comprensión, de ternura, de ayuda. La castidad de Jesús pierde así su posible señal de aleja­miento o huída (juicio de este mundo…), para convertirse en signo de gozo por la vida, de gozo por los niños, de esperanza de futuro, de apuesta por la transparencia y plenitud de los hombres que nos han de seguir.

7. LA CASTIDAD, MEDIO Y CAMINO PARA EL REINO

Por todo eso, la castidad no es nunca lo primero…, sino un medio impor­tante, en un camino de reino. Un medio, pero muy significativo. Lógicamen­te, no hay en el evangelio (ni en el conjunto del Nuevo Testamento) ningún sermón ascético a favor de la castidad (ni siquiera en 1 Cor 7, ya aludido), no hay nada comparable a los escritos espirituales de algunos Padres de la Igle­sia (como San Jerónimo o San Ambrosio, que en esto son poco cristianos). Por eso, todo esfuerzo espiritualista a favor de un tipo de castidad, que es más platónica que cristiana, resulta poco evangélico. Los evangelios no son un sermón a favor de la castidad, ni siquiera a favor de la Iglesia; ellos ofrecen, más bien, el testimonio de la vida y mensaje de Jesús, transmiten su llamada de Reino. Sólo en ese contexto, allí donde las cosas del Reino se vuelven im­portantes (centrales), recibe su sentido la castidad, no como algo que se de­muestra por razones o se impone por leyes, sino como un camino que se abre a todos los cristianos y que se cumple de un modo especial en algunos (que no se casan). Sólo dentro de una llamada universal a la castidad (al amor abierto gozosamente al servicio del Reino) puede hablarse de un celibato ca­rismático de algunos religiosos y religiosas’.

La situación actual en el conjunto de la Iglesia católica me parece en este campo ya muy tensa, quizá demasiado tensa, no sólo por los escándalos de pederastia de algunos, sino por la situación de desconfianza institucional de muchos. Por eso será bueno volver con gran con­fianza al evangelio, descubriendo los valores universales de la castidad evangélica, como amor liberado, antes de toda institución, pero en apertura a comunidades religiosas concretas.

Estas son, a mi juicio, las aportaciones más significativas del Nuevo Tes­tamento sobre la castidad de Jesús, en el principio de la vida religiosa. Es muy posible que haya otras y que deban ponerse de relieve, desde una pers­pectiva distinta, como pondrán de relieve otros exegetas y teólogos y como mostrarán con su vida los nuevos profetas de la vida religiosa que, como es­toy convencido, están surgiendo ya, aunque a veces nos cueste verlos. La cas­tidad celibataria de la vida religiosa puede brotar y brota del evangelio, pero no por medio de una exégesis literal y científica de los textos del Nuevo Tes­tamento, sino a través de la experiencia privilegiada de algunos creyentes, an­tiguos y actuales, dentro de una Iglesia que valora y cultiva el amor univer­sal y liberado de Jesús, en gozo y servicio a los más pobres (a los sexual­mente excluidos y oprimidos de nuestra sociedad).
En este contexto, la castidad celibataria ya concreta de la vida religiosa es importante en la Iglesia, pero no al servicio de su institución, sino en ges­to de libertad creadora, al servicio del Reino, en libertad fuerte, buscando caminos de iluminación desde el evangelio. Tengo la impresión de que es­tamos en los comienzos de una etapa creadora de vida religiosa, que será importante, porque son actualmente distintas las formas de entender el sexo y la libertad, el sentido del hombre y la mujer, la afectividad y la comuni­cación… Precisamente en este nuevo contexto social, en un espacio de li­bertad, asumida por igual por varones y mujeres, buscando formas de co­municación más intensas y de apertura más fuerte hacia los marginados, si­guiendo la inspiración de Jesús, será posible la renovación de la vida reli­giosa.
Muchas veces nos portamos como menores de edad: quisiéramos que nos dijeran lo que está ya escrito, para siempre, como una ley que vale por encima de todos los cambios de los tiempos. Pues bien, el evangelio no ofrece ese tipo de ley, ni la vida religiosa puede entender­se como una norma que brota del evangelio, bien regulada por un tipo de institución eclesial, sino que ella pertenece al espacio y camino de libertad de aquellos creyentes que se atrevan a conectar con Jesús y sus primeros seguidores, en un camino fascinante de creatividad.