Rajab

Aunque eran un poco fuertes, a ella le gustaba leerlos cuando se tiraba de la cama a mediodía. Los tenía escritos en un papel de cuaderno clavado con chinchetas verdes encima de la cama. Se los había escrito el Limpia, un cliente que iba para poeta y se había quedado en trovador de barrio: "Tienes brazos de yonqui numeraria / y cara de sidosa terminal. / Se te cruzan los cables interiores, / se te altera el carné de identidad. / Tus secretos fermentan en la calle, / tu piel es un archivo de dolor /. Tras el rímel que enmarca tus pupilas / hay sitio todavía para el sol". Lo de "hay sitio todavía" le daba ganas de llorar. ¿Sitio? ¿Dónde, cómo cuándo?

Rajab tenía veintitrés años, pero aparentaba treinta. Desde que se vino del pueblo, vivía con sus padres en un piso alquilado cerca de la M-40. A los diecisiete se había tirado a la calle porque no encontró otra forma mejor de sacar adelante a sus viejos enfermos. Lo de la droga vino luego por exigencias del guión. De diez mil pelas diarias no bajaba. Aunque en muchas ocasiones se vio con la soga al cuello, nunca quiso robar. "Pero si todos lo hacen, Rajab" -le dijo un día un colega experto en tirones a mujeres de buen ver. "Mira, ¿qué quieres que te diga? En el pueblo no me enseñaron a eso".

Un día el Limpia llamó a la puerta como si quisiera derribarla. Entró con otros dos tipos de mala calaña y dio un portazo. Por la pinta, parecían dos caribeños de los que a veces se ven por el metro. Rajab se quedó asustada. Pensó que el Limpia estaba liado en algún asunto feo. En la calle le había pasado de todo, pero de puertas adentro su casa era un santuario. El Limpia fue al grano: "Ya sé que te puedo meter en líos, pero a estos dos los busca la pasma porque han entrado sin papeles. A mí me tienen más fichado que a Mario Conde, así que ya puedes esconderlos aquí hasta que encuentre un garito más seguro". Lo que son las cosas. A Rajab, diplomada en hombres en la universidad de las aceras madrileñas, le llamaron la atención dos detalles: la cruz que los dos caribeños llevaban al cuello y sus miradas indefensas. Son tonterías, pero eso le dio confianza. Los metió en el saloncito, puso la cafetera a calentar y escuchó su historia sin prisas. Resulta que habían venido para reunirse con sus mujeres que llevaban varios meses trabajando como empleadas de hogar. Como no tenían ningún contrato de trabajo no les permitían quedarse, así que decidieron esconderse. Dieron con el Limpia como podían haber dado con un traficante de primera.

Rajab sintió lástima porque ella sabía lo que es salir de casa y buscarse la vida. Muchos habían alquilado su cuerpo, pero era la primera vez que unos hombres le pedían ayuda sin ningún servicio raro a cambio. Era como si de pronto le estallase el corazón. Se sintió amiga, hermana, madre. A lo mejor llevaba razón el Limpia con eso de que "tras el rímel que enmarca tus pupilas, / hay sitio todavía para el sol" . Los bajó al trastero, colocó delante una estantería llena de trastos y les dijo que ya les avisaría cuando hubiese pasado el peligro.

Al poco tiempo llegó la policía. Estas cosas se corren en seguida. Rajab mantuvo el tipo:

"Es cierto, esos hombres han venido aquí, pero no sabía de dónde eran. Se marcharon al anochecer y no sé adónde han ido. Si ustedes se dan prisa, lo mismo pueden pillarlos en El Corte Inglés". En cuanto se largaron bajó al trastero como una bala: "Os va a parecer una tontería, pero sé que Dios os está ayudando y quiere que os quedéis en este país y os reunáis con vuestras mujeres. Ya sé que no soy la más indicada para decirlo, pero yo creo en Dios y en la Virgen y sé que él os ha protegido. Así que, lo único que os pido es que si salís de ésta, no vengáis a robar a una casa conocida". Los caribeños no salían de su asombro. Empezaron a besar como locos las cruces que llevaban al cuello: "Le juramos que no diremos ni palabra, doña. Usted nos ha salvado, Rajab. No lo olvidaremos nunca".

Les metió en una tartera de plástico algunas cosillas del frigo y les deseó suerte: "Y llamadme si necesitáis algo". Ellos se largaron lanzando besos con la mano: "Adiós, mi amor, que Dios la bendiga". Era ya casi hora de ir al "trabajo", pero Rajab no tenía ninguna prisa por vestirse/desnudarse para la ocasión. Nunca le había pasado esto, nunca. Se tumbó en la cama con un Camel entre los dedos. Afuera empezaba a oscurecer. Puso la casete que le había regalado el Limpia: "Tus silencios me saben a madroños / plantados en la puerta de Alcalá. /Tus palabras son ráfagas de estrellas / que iluminan mi sola soledad". Pensó en las dos mujeres que pronto encontrarían a sus esposos. Y en lo fácil que es, a veces, hacer felices a las personas cuando uno da lo mejor de sí. Y en Dios que siempre está ahí currando, aunque no lo vemos y le echamos todas las culpas. Esa noche decidió no ir a trabajar: "Tiene razón el Limpia: hay sitio todavía para el sol".


Gonzalo Fernandez Sanz cmf