“Sólo existe la mediocridad
o la inmolación total de sí mismo”
Querida Raïsa:
Acabo de leer estas líneas de tu Diario: «Dios nos deja libres para elegir entre un amor medido y un amor sin medida, pero sería un gran mal escoger la mediocridad espiritual; sin embargo…», habrá que hacer una pausa antes de concluir la frase: «… sin embargo, sólo existe ésta [la mediocridad] o la inmolación total de sí mismo». Estás hablando desde la vida, desde una entrega a Dios hasta la aniquilación del propio ego, hasta el «ya no soy yo quien vive» de San Pablo. Lo que importa, ya sé, no es la aniquilación sino la vida en Cristo, pero «nadie puede servir a dos señores».
Basta asomarse a tu mundo interior para sentir el vértigo del abismo. Que fueras rusa de nacimiento y judía de raza son datos sin mayor relieve. Que publicaras libros o escribieras poemas es algo que cincuenta años después de tu muerte quedaría para alimentar la curiosidad de algún ratón de biblioteca. Lo que importa es tu condición de buscadora de Dios a lo largo de toda tu existencia. Tienes dieciocho años cuando, el 9 de octubre de 1905, oyes como una voz que te despierta desde dentro: «Siempre buscas lo que hay que hacer. No hay más que amar a Dios y servirle con todo tu corazón». Tu respuesta en fidelidad crece cada día, y ocho meses después (11 de junio de 1906) recibes el bautismo.
¿Qué quieres decir cuando afirmas que tu destino es no pertenecerte a ti misma? Algunos te conocen simplemente como esposa de Jacques Maritain, el filósofo, el escritor, el converso, el miembro de aquel grupo de intelectuales católicos que se tomó tan en serio su compromiso de fe. También Jacques era un buscador apasionado. El mismo 1905, él, a sus 24 años, gritaba desde lo hondo: «Dios mío, si existes y eres la verdad, házmela conocer». Días después se puso de rodillas para recitar por primera vez el padrenuestro. ¿Recuerdas el escalofrío que sentiste al escuchar de sus labios esta confidencia? Los dos, bautizados el mismo día y unidos en matrimonio tres años después, podíais compartir la más honda raíz de vuestra vida, la experiencia de Dios, hasta un grado que muchos tacharán de locura. Mentarles vuestro voto pronunciado el 2 de octubre de 1912 sería demasiado. Cuando hablas de la «locura del amor a Dios» estás empleando un lenguaje que solamente los místicos podrían alcanzar.
La alternativa es clara: «O la locura o la muerte». Pero en ti no cabe duda: «Mi elección ha sido hecha hace tiempo y para siempre: todo, antes que ofender el inmenso amor de mi Dios que es mi Amor amadísimo». Una elección así termina pagándose muy cara, según aquella expresión de Catalina de Siena que se te había grabado a fuego en el fondo del alma: «Donde crece amor crece dolor». No necesitabas ir muy lejos para comprobarlo: «He sufrido mucho, Dios ausente. El alma totalmente destrozada. […] Me parece que no me quede una partícula de fe, un átomo de esperanza». Pero… «esta prisión está abierta hacia el cielo, lo sé».
No, no vivías en una nube. Jacques recuerda que poseías una alegría fresca y un incansable interés por las obras de los hombres y el ritmo de la vida. Añade que ocultabas tus tesoros y tus penas en el resplandor de la inteligencia y de la gracia de las palabras aladas. Y deja caer, como bajando la voz para respetar tu secreto: «Su soledad era la de un poeta, amigo de las bellezas del mundo y adentrado en la espesura de la cruz». Por eso, tu vida se ha convertido en mensaje para el hombre de hoy: «Lo que antes que nada, y siempre, hay que decir a los hombres, es que amen a Dios, […] y que se confíen hasta el fin en su Amor». ¿Para qué seguir? Tu vida, Raïsa, es una sencilla traducción del evangelio.