Nuestros cuerpos y nuestras almas tienen por separado su proceso de madurez, y no siempre están en armonía. Así, T. E. Laurence, en “Los siete pilares de la sabiduría”, hace este comentario sobre alguien: “Tenía miedo de su madurez conforme profundizaba más, con su maduro pensamiento y acabado arte, pero a la que le faltaba la poesía de la infancia para hacer vivo un final completo de la vida… su condicionada y mortal alma madurando más rápidamente que su cuerpo, iba a morir antes que él, como la mayoría de las nuestras”.
Sospecho que todos nosotros, a algún nivel, tenemos miedo de crecer en madurez. No es tanto que no queramos dejar los hábitos de nuestra juventud o que temamos que los gozos de la madurez sean de segunda categoría en comparación con los placeres de la juventud. Hay -creo yo- una razón más profunda: “Tememos -como Laurence indica- que nuestra madurez nos despojará de la poesía de nuestra juventud y nos hará viejos antes de tiempo”. ¿Qué significa esto?
A veces hablamos de un alma vieja en una persona joven, y esto significa a la vez elogio y crítica, quizás más esto último. A veces miramos a un joven cuyo cuerpo está lleno de vida y cargado de energía, y vemos una precocidad de alma que engaña esa juventud y energía, y no podemos menos que preguntarnos si esa prematura madurez no está inhibiendo el principio de vida. Y así tenemos una reacción mezclada: ¡Qué persona más madura! Pero ¿es su vida demasiado gris y estéril antes de tiempo?
Reflexionando sobre esto, me vino a la memoria un comentario que Raymond Brown hizo una vez en una clase. El contexto de su observación es importante: Esto no era el comentario de un joven que aún está mirando dejar memoria de sí en la vida, sino más bien el comentario de un hombre muy maduro, lleno de éxitos y respetado, que era la envidia de sus semejantes. De casi setenta años, maravillosamente maduro, universalmente respetado por todo, desde su erudición hasta su integridad personal, era un alma madura. Y sin embargo su comentario traicionó el sutil temor de que tal vez su madurez lo había despojado de algo de la poesía de su infancia. Su comentario fue algo en este sentido:
Tú sabes que cuando llegas a cierta edad -como yo ahora- y miras atrás lo que has hecho, te sientes desconcertado por algunas de las cosas que hiciste en tu juventud: no cosas inmorales, sino cosas que ahora, desde tu perspectiva presente, parecen inmaduras y malsanas, a pesar de todo, como para que alguien bastante inteligente como tú se arriesgue a hacer en alguna ocasión. Recordándolas, inicialmente estás un poco desconcertado. Pero después, en esos momentos en que sientes tu edad y tu reticencia presente, a veces miras atrás y dices: “¡Esto es lo más audaz que hice en mi vida! ¡Ah, entonces tuve coraje! ¡Ahora me dan mucho más miedo las cosas!
Jane Urquhart, novelista canadiense, se hace eco de este sentimiento. Releyendo uno de sus libros que había escrito veinte años antes, comenta: “Es tremendamente satisfactorio poder volver a ponerme al corriente con la joven que escribió estos cuentos y saber que lo que seguía en su mente todavía me intriga”. Lo que no está dicho en su comentario es su presente admiración (y me atrevo a decir, envidia) por la poesía que una vez se comunicó a ella misma siendo más joven.
Yo tuve un sentimiento similar hace algunos años por un nuevo permiso de publicación de mi libro “El corazón sin descanso”, que me pidieron ponerlo al día. Había escrito el libro cuando aún estaba en la década de mis veinte años, entonces retraído e incansable joven, que buscaba en cierto modo un puesto en la vida. Ahora, veinticinco años después y algo más maduro, a veces me siento desconcertado por algunas de las cosas que escribí en todos aquellos años anteriores; pero, como Raymond Brown, entonces me maravillé de que mi coraje volviera y, como Jane Urquhart, fue refrescante volver a ponerme al corriente con el joven que había escrito ese libro, sintiendo que él tenía una poesía más vivaz y más vigor en él que la persona de más edad que estaba releyendo ese texto.
Algunos de nosotros nunca crecemos. El cuerpo envejece, pero el alma permanece inmadura, agarrándose a la adolescencia, temerosa de la responsabilidad, temerosa del compromiso, temerosa de la oportunidad que se escabulle, temerosa del envejecimiento, temerosa de la propia madurez y, no lo menos, temerosa de la muerte. Esta no es una fórmula para la felicidad, sino para un temor siempre creciente, el desencanto y amargura de la vida. No crecer empareja eventualmente con todos, y lo que se tuvo por atractivo a los veinte años, lleno de color a los treinta y estrafalario a los cuarenta, viene a ser intolerable a los cincuenta. A cierta edad, aun la poesía y el vigor no equivalen a madurez. También el alma debe crecer.
Pero, para algunos de nosotros, el peligro es lo opuesto; nos hacemos viejos antes de tiempo, con almas viejas en cuerpos aún jóvenes, maduros, responsables, comprometidos, capaces de mirar la edad, el cuadro de la decrepitud y de la mortalidad en la mirada, pero exento de la poesía, el vigor, el color y el humor, que significan hacer a una persona madura y viva, como un viejo vino añejo.