¿Qué podemos decir ante la seria pérdida, el dolor inconsolable o las obsesiones afectivas no correspondidas?
Cuando era yo estudiante licenciado en Lovaina, planteé una vez esa cuestión al famoso sicólogo Antonio Vergote: “Cuando pierdes un ser querido, sea por muerte o porque esa persona muere para ti de alguna otra manera, ¿qué puedes hacer? ¿Qué puedes decir para ayudar a alguien en esa situación?”
Su respuesta fue cauta y prudente; algo por este estilo: “Cuando alguien está llorando por una seria pérdida, pasa un buen período de tiempo en el que la sicología se siente más bien incapaz e impotente. El dolor por la muerte de un ser querido o el dolor por perder una relación afectiva profunda pueden provocar una parálisis en la que no es fácil penetrar y que es difícil disolver. La sicología reconoce aquí sus límites. A veces pienso que los poetas y novelistas son en esto más útiles que la sicología. Pero, aun ahí, pueden ofrecer alguna idea; aunque no estoy seguro de que nadie pueda hacer mucho para quitar el sufrimiento. Hay ciertas cosas en la vida ante las que nos sentimos simplemente impotentes”.
Creo que esa fue una respuesta sabia y realista. La muerte de un ser querido, o incluso el dolor de una obsesión amorosa no correspondida, pueden humillarnos realmente y, como dice el autor bíblico del libro de las Lamentaciones, dejarnos sin otra opción que “¡morder el polvo y esperar!” A veces, durante un tiempo, el sufrimiento por la pérdida es tan profundo y obsesivo que no hay clínica sicológica, ni terapia, ni palabra religiosa de consuelo, que puedan hacer mucho por nosotros.
Recuerdo que, hace como unos 25 años, estaba yo sentado con un amigo a quien aquel mismo día su novia le había dado calabazas, le había rechazado. Él le había propuesto matrimonio, pero recibió de ella un rechazo claro y definitivo. Estaba hecho añicos, el pobre, completamente destrozado. Después, durante varios días tuvo problemas haciendo simplemente los quehaceres de la vida ordinaria, pero sin ilusión, con dificultad para comer, dormir, trabajar. Algunos de nosotros nos turnamos sentándonos con él, escuchando su desconsuelo, intentando distraerlo llevándolo al cine, sin tener realmente mucho éxito en cuanto a liberarlo de su depresión y obsesión. Finalmente, con el tiempo, naturalmente comenzó poco apoco a emerger del cepo de aquella concentración excesiva y, más tarde todavía, andando el camino, pudo recuperar su fuerza y libertad. Pero hubo un tiempo en el que nosotros, sus amigos, no pudimos hacer otra cosa por él que “estar a su lado”.
¿Qué puede decir un ser humano a alguien que se encuentra sumido en una profunda pérdida o en las garras de una obsesión emocional no correspondida? Tenemos nuestras expresiones populares que no dejan de tener valor: “¡Venga, hay que seguir adelante! Cada mañana nos va a traer un nuevo día y finalmente el tiempo curará las heridas. Recuerda también que no estás solo; tienes familia y amigos en quienes apoyarte. Y, por encima de eso, tienes fe. Dios te ayudará a lo largo de esa prueba”.
Todo eso es cierto, e importante, pero no especialmente consolador o útil, durante un abrumante período de dolor. Recuerdo que escribí una serie de cartas a una señora que había perdido a su marido suicida y estaba totalmente destrozada por ello, pensando que nunca experimentaría de nuevo la felicidad. Una y muchas veces le repetía yo de nuevo las mismas líneas: “¡Eso va a mejorar, pero no ahora mismo! El tiempo lo va a curar, pero no podemos acelerar su ritmo. ¡Usted va a mejorar, pero tardará un rato!”
Fuera de esto, ¿hay algo práctico que podamos ofrecer a alguien que se encuentra sumido en profundo dolor o atrapado por una obsesión emocional amarga?
En 1936, cuando su hermana Margarita María murió, el famoso teólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin escribió en una carta estas palabras: “Siento que un gran vacío se ha abierto en mi vida –o mejor, en el mundo que me rodea-; un gran vacío del que me iré percatando cada vez más… La única forma de hacer la vida llevadera de nuevo es amar y adorar a Aquel que, por debajo de todas las demás cosas, la anima y la dirige”.
Antoine Vergote, el profesor sicólogo, indica que algunas veces el tiempo, sólo el tiempo, puede curar y que, mientras tanto, la única opción auténtica consiste en soportar lo insoportable, intentar avanzar paso a paso, estoicamente, con paciencia, aceptando nuestro dolor con la mayor dignidad posible, mientras esperamos que el tiempo obre al fin su alquimia, sabiendo que nada puede suprimir este lento proceso.
Pero Teilhard propone que hay algo que puede ayudar a hacer lo insoportable soportable, a saber, un esfuerzo más consciente y deliberado para amar y adorar.
¿Cómo logramos eso? No es fácil. Pero lo lograremos cuando, a pesar de nuestras obsesiones agobiantes, de nuestra inquietud, frustración, amargura y ansiedad, capacitemos a la parte más noble y generosa de nosotros mismos para ser la voz más profunda, por dentro tanto de nuestras simpatías como de nuestras acciones. Cuando nos vemos forzados a doblar nuestras rodillas por la pérdida del ser querido y por la frustración amorosa, lo mejor, y lo único útil que podemos hacer es arrodillarnos impotentes ante Dios, que puede ayudarnos a expresar nuestro afecto hacia todos los que pueden apoyarnos.
(Traducido por : Carmelo Astiz, cmf)