Vivimos hoy en un mundo altamente polarizado y en iglesias también fuertemente polarizadas. En esto no somos únicos. Existe un cierto grado de polarización al interior de cada comunidad. Y eso es normal y saludable. Sin embargo la amargura, la mezquindad de espíritu y la falta de respeto que caracterizan hoy a gran parte de nuestro debate político, eclesial y moral, no son normales y distan mucho de ser saludables. Y no debiéramos engañarnos a nosotros mismos pensando que esto es saludable o, peor aún, tratando de racionalizar nuestra falta de respeto hacia los que piensan diferente de nosotros. No somos santos guerreros, sino justamente seres humanos enojados, con una compasión altamente selectiva y excluyente.
Quizás las etiquetas de liberal y conservador no encajan adecuadamente con las varias “tribus” en que invariablemente hoy nos dividimos, pero, hablando en general, estos nombres o etiquetas todavía funcionan. Estamos escindidos con amargura, los liberales de los conservadores, y los conservadores de los liberales, y, en vez de percibirnos como una comunidad comprometida en una lucha común, hablamos más bien en términos de “nosotros” y “ellos”, como tribus guerreras opuestas listas para la batalla. Ya no utilizamos un plural común.
Y, lo que es más serio todavía, ya no somos capaces ni siquiera de mantener, los unos con los otros, una conversación respetuosa. Hoy en día resulta poco común discutir sobre cualquier tema sensible, sea político, moral o eclesial, sin que la discusión degenere en insultos y en falta de respeto. Empatía, comprensión y compasión se han vuelto altamente selectivas, ideológicas y parciales. Solamente escuchamos y respetamos a los de nuestra propia cuerda. Por otra parte, ninguna de las dos facciones tiene un monopolio en esto, liberal o conservador. Lo tristemente evidente también, por ambas partes, es una cierta hipersensibilidad, un exceso de seriedad, una paranoia acerca del otro, una cólera, una falta de alegría y falta total del sentido del humor.
Los conservadores intentan justificar esto apuntando a la gravedad de las cuestiones que defienden: aborto, vida de la familia, matrimonio tradicional. Estas cuestiones, advierten ellos con toda correcta gravedad, son serias, y los liberales son tan tolerantes y transigentes que realmente no hay lugar para un diálogo significativo. La verdad defendida es eterna y no permite componenda o transigencia; por tanto, ¿para qué dialogar?
Los liberales devuelven la pelota: ¿Por qué discutir algo que es racionalmente evidente por sí mismo, sencillamente una cuestión de derechos humanos, y que desde hace tanto tiempo se ha establecido como principio democrático? Estas cuestiones ni siquiera necesitan discusión. Por otra parte, existe en círculos liberales, con demasiada frecuencia, un desdén intelectual hacia lo que se juzga como intolerancia estrecha de los conservadores, que proviene del fundamentalismo religioso. Los liberales, a pesar de su considerable retórica en contrario, muestran poco deseo auténtico de tener una genuina conversación sobre cuestiones como el aborto, el matrimonio entre homosexuales y los valores familiares. Para ellos, exactamente igual que para los conservadores, estas cuestiones tienen ya una conclusión moral clara. ¿Para qué hablar?
Tener fuertes convicciones no es un defecto, pero lo penoso es que la falta de disposición para abrirse a un diálogo respetuoso sobre ciertos temas delicados sea, en general, tan frecuente, tanto en los círculos eclesiales como en los políticos.
Se supone que en los círculos de la iglesia nos tendríamos que mantener en un estándar más elevado: tendríamos que hacer posible el encuentro entre crueldad y bondad, ira y compasión, oposición y comprensión, difamación y no-represalia, intolerancia y paciencia, y el encuentro de todo y de todos con caridad. Por lo general, no sucede así. Es triste reconocer que, dentro de los círculos de la iglesia, nuestra conversación sobre temas vidriosos y sensibles básicamente refleja, como en un espejo, la retórica dura y parcial que oímos en ciertos programas televisivos (reality shows) más estridentes. Los resultados son los mismos: los “conversos” predican a los supuestamente “no-conversos”, los corazones se endurecen en vez de suavizarse, las posiciones se vuelven todavía más amargas y atrincheradas, y, tanto en nuestras iglesias como en nuestra política nos distanciamos más todavía los unos de los otros. En el momento en que la incomprensión, la ira, la intolerancia, la impaciencia, la falta de respeto y la falta de caridad está paralizando nuestras comunidades y dividiendo los sinceros de los sinceros, es hora de que nosotros, seguidores de Jesús, llamados a imitar su gran compasión, nos afiancemos con firmeza en algunas actitudes básicas: respeto, caridad, comprensión, paciencia y amabilidad con nuestros “adversarios”. Es hora ya también de aceptar que todos estamos y caminamos juntos en esto: que somos una misma familia en la que todos nos necesitamos mutuamente.
No hay un “nosotros” y un “ellos” excluyentes; sólo hay un “nosotros” incluyente.
El exegeta bíblico Ernst Kaseman indicó una vez que, tanto en la iglesia como en el mundo, lo malo es que los liberales no son piadosos y los piadosos no son liberales. ¡Qué razón tenía! Es poco común ver a la misma persona, a la vez, movilizando una marcha por la paz y dirigiendo el rosario. Los liberales son mejores en un área, los conservadores en la otra. Cada uno tiene sus modelos de identificación, sus Mel Gibsons y sus Michael Moores, santos patronos de piedad o de justicia. Lo que se necesita es un mismo santo patrón para ambos.
Quizás podamos encontrar eso en Dorothy Day, que es alguien a quien ambas facciones, liberales y conservadores, respetan y reconocen como santa, y que habrá de ser canonizada pronto por la iglesia. Ella fue a la vez piadosa y liberal, una mujer que se sentía igualmente a gusto movilizando una marcha por la paz o dirigiendo el rosario. Podía también defender con firmeza y ardor la verdad, la vida y la justicia, sin poner entre paréntesis lo que debe ser fundamental para siempre en todas las relaciones y en todo debate o discusión – caridad, respeto, gran compasión y sentido del humor.