Reticencia y secreto como virtud

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.En toda gente sana hay una natural reticencia a revelar demasiado de sí misma y una consiguiente necesidad de guardar secretas ciertas cosas. Demasiado frecuentemente juzgamos esto como una insana timidez o -peor- como ocultación de algo malo. Pero la reticencia y el secreto pueden ser tanto virtud como defecto porque, como indica James Hillman, cuando estamos sanos, normalmente queremos “mostrar la piedad de la vergüenza antes que el misterio de la vida”.

¿Cuándo son sanos los secretos y cuándo no? ¿Cuándo es sano “arrojar nuestra perla” delante de otros y cuándo no? Con frecuencia, esto se responde demasiado simplistamente por ambos lados.

Sin duda, los secretos puedes ser peligrosos. Desde la escritura, desde la espiritualidad en toda tradición, desde lo que es lo mejor en psicología y -no lo menos- desde los varios “12-Step Programs” que hoy ayudan a tanta gente a recobrar la salud, aprendemos que guardar secretos puede ser peligroso, que lo oscuro, obsesivo y escondido en nosotros tiene que ser traído a la luz, confesado, compartido con alguien y poseído en apertura, o nunca podemos estar sanos. La escritura nos dice que la verdad nos hará libres, que seremos libres sólo si confesamos nuestros pecados y que nuestros oscuros secretos se enconarán en nosotros y al final nos corromperán si los mantenemos escondidos. Alcohólicos Anónimos refiere que somos tan enfermos como nuestro secreto más enfermo. La psicología nos dice que nuestra salud psíquica depende de nuestra capacidad de compartir abiertamente con otros nuestros pensamientos, sentimientos y  fallos, y que es peligroso guardar las cosas encerradas en nosotros mismos. Eso está bien. Eso es sabio.

Existen secretos que son guardados equivocadamente, como los oscuros secretos que guardamos cuando traicionamos o los secretos que un chico empuña como un ejercicio de poder. Tales secretos se enconan en el alma y nos mantiene equivocadamente aparte. Lo que está escondido debe ser traído a la luz. Deberíamos ser cautelosos con los secretos.

Pero, como es el caso con casi todo lo demás, hay otro aspecto diferente a éste, un delicado equilibrio que se necesita lograr. Como puede ser peligroso mantener secretos, también podemos ser demasiado fáciles en manifestarnos. Podemos carecer de reticencia propia. Podemos trivializar lo que es preciado en nosotros. Podemos abrirnos de un modo que quita nuestro misterio y nos hace sujetos ineptos para el romance. Podemos perder nuestra profundidad de un modo que nos hace difícil ser creativos u orar. Podemos carecer de “la piedad de la vergüenza ante el misterio de la vida”. Todos necesitamos guardar algunos secretos.

Etimológicamente, guardar un secreto significa guardar algo aparte de otros. Y necesitamos hacer eso de manera sana porque un cierto grado de honesta privacidad nos es necesaria para alimentar nuestra individualidad, para que lleguemos a conocer nuestras propias almas. Todos nosotros necesitamos guardar algunos secretos, sanos secretos. Lo que esto hace, aparte de ayudarnos a conocer más profundamente nuestra individualidad, es que los secretos protegen nuestro misterio y profundidad escudándolos bajo una cierta mística, desde la cual podemos ofrecer con más riqueza nuestra individualidad a otros.

Derivamos las dos palabras misterio y místico de la palabra griega myein, que es una palabra usada para describir lo que nos quedamos mirando cuando una flor cierra sus pétalos o una persona cierra sus párpados. Algo se esconde entonces, algo de belleza, de inteligencia, de ingenio, de amor. Sus profundidades están parcialmente cerradas y así esa flor individual o persona emprende una cierta mística que dispara un deseo en nosotros para querer encubrir esas profundidades. El romance tiene su origen aquí, como lo tiene la creatividad, la oración y la contemplación. No es casualidad que cuando los artistas pintan a personas en oración, normalmente son representadas con sus párpados cerrados. Nuestras almas necesitan estar protegidas de la sobreexposición. Exactamente como nuestros ojos necesitan estar cerrados a veces para dormir, así también nuestras almas.

Necesitan tiempo lejos de la multitud enloquecedora, tiempo solas consigo mismas, tiempo para profundizar sanamente su individualidad como para hacerlas más ricas para el romance.

Hace algunos años, en una comedia de enredo de una televisión americana, una madre le dio este aviso a su hija adolescente justo cuando esta joven se marchaba a una fiesta con amigos: ”Y piensa que tu cuerpo es un templo del Espíritu Santo, no un parque de diversión pública”. Dentro del ingenio, hay sabiduría. El consejo de la madre trata sobre la propia guarda del cuerpo de uno, pero el cuerpo está conectado al alma; y, al igual que el cuerpo, tampoco el alma debería ser trivializada y llegar a ser forraje para la diversión.

Jesús nos previene de dar a los perros lo que es sagrado o de echar las perlas a los cerdos. Esa es una frase fuerte, pero aquello de lo que nos advierte merece lenguaje fuerte. El alma es un género de gran precio que necesita ser convenientemente apreciado y guardado. El alma es también  un género sagrado que necesita ser acomodado a su propia reverencia. Protegemos ese valor preciado y sagrado cuando confesamos  abiertamente  que son  secretos enfermos y entonces guardamos convenientemente nuestros secretos sanos.