En el año de la misericordia
El papa Francisco no se ha inventado la misericordia. No se trata, pues, de algo nuevo. Su propuesta no es revolucionaria. Mucho menos se podría decir que es una opción de izquierdas, una ocurrencia más -como algunos dicen- de un papa “populista”, que no sabe teología, que más parece un cura de Pueblo que un Pontífice. Todo pontificado tiene y ha tenido sus resistencias. Es ley de vida. Lo cierto es que, aunque no le falten, -también por parte de muchos obispos-, el pontificado de Francisco tiene menos resistencias que otros que hemos conocido. Francisco se hace querer por el pueblo Santo de Dios que, desde su especial “olfato”, no duda de que nos encontramos ante un hombre de Dios que se convertirá, probablemente, en una de las grandes figuras de la Iglesia postconciliar.
Francisco, ciertamente, no es un Papa al uso. Es singular pero, fundamentalmente, es “clásico”, es tradicional -en el buen sentido de la palabra-. Todo lo que está haciendo es recordarnos las verdades fundamentales y clásicas del Evangelio y poner como “en calderilla” las intuiciones más audaces del concilio Vaticano II.
Lo que pretende Francisco no es sino poner nuevamente en valor lo fundamental, lo irrenunciable del Evangelio, lo que él denomina “lo clásico”, lo que siempre permanece y que es, de alguna manera, “innegociable”. Es hora de ir a lo esencial, nos ha dicho en numerosas ocasiones. Es hora de quitar el polvo y la hojarasca a todo aquello que impida ver lo clásico y más genuino del Evangelio. En ello nos jugamos la misión de la Iglesia en este momento histórico. En esta línea, precisamente, nos ha propuesto el año de la misericordia.
Como miembros del pueblo de Dios, los pastores (obispos, sacerdotes…) junto con la Iglesia toda, estamos llamados a vivir también este Año Santo jubilar con intensidad. Nos situamos, pues, en esta perspectiva. No es algo novedoso, pero sí es algo nuclear, esencial. Tan esencial que puede ser considerada la clave de comprensión del Evangelio y, por tanto, de la vida de la Iglesia. El papa Francisco la ha denominado “viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia” (MV 10). Una imagen útil que nos hace ver que sin ella, todo el edificio se viene abajo.
Hemos conocido el amor
Por la Revelación hemos conocido que la más profunda verdad del Evangelio es que Dios es amor. En la encarnación, en Jesucristo, Dios ha revelado su rostro. Dios nos ha hablado en Jesús. Con él, la Palabra eterna ha entrado en el espacio y en el tiempo. En Jesucristo hemos conocido que Dios es Amor y que este amor y misericordia, lejos de ser un atributo más de Él, es su atributo principal, su más pura esencia. Dios es, esencialmente, Misericordia. La misericordia es la razón por la que Dios ha venido a nuestro encuentro. Dios ha querido salir de sí mismo por puro amor. De ahí que la misericordia no sea una mera virtud o un mero concepto moral, sino algo teológico. Pertenece al ser de Dios. Comprender a Dios así nos llevará, por consiguiente, a comprendernos también a nosotros mismos desde esa misma clave. A la luz de la misericordia, la vida de la Iglesia y de nuestro propio ministerio como pastores, toman un color especial.
No voy a entrar en describir o desentrañar el significado de lo que significa el concepto, sus raíces hebreas o su desarrollo bíblico. Tampoco vamos a hablar de su desarrollo filosófico y teológico a lo largo de los siglos. No quisiera que nuestra meditación se quedara en un nivel formativo, conceptual o teórico. Sobre la misericordia vamos a escuchar muchas cosas a lo largo de este año y “nos vamos a aburrir” de leer mucha teoría sobre ella en innumerables publicaciones o lecturas que, gracias a Dios, no nos faltarán. Prefiero que hoy traigamos o “bajemos” nuestra reflexión al nivel existencial, a nuestra vida.
Esta misericordia, que es atributo de Dios, es algo que todos los que aquí estamos conocemos. Hemos accedido a ella no solo desde el estudio de la teología, sino que la conocemos de cerca, por propia experiencia. Por eso podemos hablar de ella con fervor y predicarla con unción, más allá de las teorías. Es algo que sentimos como muy propio. La hemos conocido actuante, no solo de oídas. Pensemos en ello con unción, con profundidad.
Nuestra vocación al ministerio y al seguimiento nació de un encuentro con ese Amor misericordioso de Dios. Nunca nos olvidemos de ello. Es lo más grande que tenemos, lo más importante. Nuestro ser sacerdotes, nuestro ser seguidores de Jesús, encuentra ahí su razón de ser más profunda. Con unas motivaciones más o menos claras -más o menos puras- un día nos vimos, de alguna manera, seducidos por su infinito amor y dijimos Sí a su llamada. Con el paso de los años, si no hemos sido unos “inconscientes”, vemos que el amor fiel, a pesar de los pecados y las caídas, ha ido aquilatando y purificando toda motivación para quedarse con la experiencia más genuina y más verdadera, que es la que perdura y nos sigue sosteniendo en el ministerio y en nuestra vida cristiana como pastores.
Hemos conocido el amor y la ternura de Dios. No tengamos miedo de reconocerlo. No es algo “feminoide” o “ñoño”. Un día conocimos por experiencia a ese Dios infinitamente grande “enamorado de nuestra pequeñez”. Un día nos llamó amigos, nos invitó a seguirle y nos hizo comprender que contaba con nosotros, que éramos importantes para él. Es la experiencia fundante, mejor o peormente verbalizada, en la que todos nosotros nos reconocemos. Es la experiencia profunda y “basal” de haber sentido, de alguna manera, la ternura de Dios, un amor “entrañable” e inmerecido aun en nuestro pecado. O quizá se nos manifestó como cercana amistad y compañía en medio de una dificultad, o en un momento de desfondamiento… Lo cierto es que el haber experimentado la misericordia de Dios en nosotros, ese amor tan grande, hizo que nuestra vida, desde entonces, tomara otra dirección y se orientara hacia nuevos horizontes.
Transformados por el amor
Podemos decir: hemos conocido el amor y éste nos ha transformado. Desde entonces -no tengamos miedo a reconocerlo- deseamos en lo profundo de nuestro ser que esta ternura que se ha hecho cargo de nuestra pequeñez no nos abandone nunca; desearíamos que el Señor no nos apartara nunca de su lado, que nunca nos diera por perdidos (como hizo con aquella oveja que nos relata la parábola), ni nos deje de hacer sentir su cercanía. Necesitamos volver una y otra vez a sentir ese amor entrañable, que es como el de un padre o una madre, que nos acompaña siempre y especialmente en los momentos difíciles, en nuestras noches oscuras, en nuestras tentaciones, en la prueba de la enfermedad o en la hora de la muerte… Siempre esperamos esa ternura y que no nos falle la misericordia de Dios. Nos sucede como al hijo pródigo de la parábola: aunque sabe que no ha actuado bien, confía en el perdón inmerecido y siempre más grande del corazón del buen Padre. Quiere volver a casa porque confía en que el Padre le espera. Este amor infinito que descubrimos en Dios, nos sitúa en una nueva perspectiva.
Podríamos preguntarnos hoy, ahora, sobre la temperatura que tiene ese fuego en nosotros, si está vivo o apagado, o está ahí, como una brasa bajo las cenizas y conviene que sea avivado. Preguntarse sobre esto es algo crucial y es un ejercicio que deberíamos hacer habitualmente, para mantener viva la tensión ministerial. Nuestra misión en el pueblo de Dios y, por tanto, la razón de nuestro ministerio, va en consonancia con todo ello. El pueblo de Dios, desde ese anteriormente mencionado buen “olfato”, distingue perfectamente cuándo un sacerdote tiene el fuego vivo, medio vivo o apagado.
Si es necesario, hagámonoslo mirar. Afirmar y aceptar desde la fe que Dios es Amor conlleva una evidente consecuencia. Es la lógica de la fe: “Creí y por eso hablé”, nos dice San Pablo. La experiencia de la fe nos convierte irremediablemente en misioneros, nos lleva a comunicar y a no guardarnos aquello en lo que creemos. Madeleine Delbrel, una mística francesa, activista en el mundo obrero del siglo XX decía en uno de sus escritos: “Porque Dios para nosotros lo es todo, hemos de llevarlo a todas partes”, y añadía: “Los que hemos conocido ese amor, sabemos desde entonces que pertenecemos a los que lo esperan”. Es una convicción: cuando el fuego está vivo, quiere comunicarse. Cuando estamos “enamorados” de Jesucristo, se nos nota.
El ministerio, Officium amoris.
El pueblo de Dios enseguida distingue si está ante un enamorado de Dios, ante un clérigo-funcionario o ante un frio guardián de la ley. Cuando el cura se olvida de ese amor recibido y entrañable, enseguida aparecen esos oscuros personajes. Y esto no puede ser, de ninguna manera. El sacerdote no puede ser nunca un funcionario, o una “Señorita Rottenmeier”, aquella que conocimos los más jóvenes en los dibujos animados, que estaba corrigiendo constantemente a Heidi.
El sacerdote ha sido llamado a un ministerio de amor, a un amoris officium (un ‘deber’ de amor) dentro del pueblo de Dios del que se siente “parte”.
Somos parte de una Iglesia toda que está llamada a ser en el mundo “como un sacramento” de Cristo, quien verdaderamente es la Luz de las gentes (Lumen gentium). Nosotros, su Iglesia, queremos ser un signo y un instrumento de Aquel que es verdaderamente el importante. Sabemos bien la teoría: la Iglesia es la “sacramentalización” histórica de Jesucristo, Aquel en quien hemos descubierto el verdadero rostro del Padre. Nuestra razón de ser y existir es “reflejar esa luz de Cristo”, significarla, hacerla presente. Si Dios es esencial y fundamentalmente misericordia, la Iglesia no puede sino ser un reflejo de ese amor entrañable de Dios para con todos, y así ha de visibilizarlo y hacerlo presente en toda su acción pastoral.
En esa “unidad de misión y pluralidad de carismas y ministerios” de la que nos habla el Concilio Vaticano II (Apostolicam actuositatem 2), los ministros ordenados, los curas, estamos llamados a identificarnos y a configurarnos con Cristo Cabeza y Pastor. A él representamos sacramentalmente en medio del pueblo. En los actos litúrgicos, esta sacramentalidad toma una especial densidad, pero nuestro ministerio es más que eso. Ante el pueblo realizamos un ministerio de liderazgo, una función sacramental que se traduce en un estilo de vida caracterizado por algo que nos suele gustar destacar como muy propio de lo que somos: la “caridad pastoral”. Esta caridad pastoral que es, antes que un quehacer multiplicado en miles de acciones, el “principio interior, la virtud que anima y guía nuestra vida espiritual” (PDV 23).
La caridad pastoral no es otra cosa que la misericordia recibida y entregada, que actualiza el amor de Cristo Pastor cuando el sacerdote ama a su comunidad y a todo el pueblo de Dios que, como bien sabemos, no es únicamente el grupo de ovejas habituales que vienen a misa o se acercan a la parroquia. Todavía hay muchas ovejas que no son de este redil y queremos salir a buscar. “Jesús se compadeció –nos dice el Evangelio- porque andaban como oveja sin pastor…”. El sacerdote está llamado a desplegar los sentimientos y actitudes de Cristo Pastor, a desplegar la misericordia, el amor entrañable de Dios por su pueblo y por su rebaño.
En esto no lo jugamos todo. Son importantes las homilías, la liturgia bella y bien celebrada, pero, sobre todo, que el cura ame con el amor de Cristo a las ovejas que le han sido confiadas. Recordemos lo que dice Jesús a Pedro por tres veces: “¿Me amas? Apacienta ‘mis’ ovejas”. Las ovejas no son nuestras, son de Jesús. No lo olvidemos.
Testigos de un amor concreto
No es una cuestión de teoría. En esto de la misericordia -lo sabemos- el examen que hay que aprobar es el práctico. Nuestro Dios, suele decir el papa Francisco, no es una idea en nebulosa. No es un Dios “Spray”, etéreo. Nuestro Dios es un Dios que se ha hecho “carne”, que ha tomado la realidad tal cual es, para transformarla desde dentro.
El pasado 29 de enero, hace tan solo unos días, dirigiéndose a la Asamblea de la Congregación para la Doctrina de la Fe les decía:
“Recordemos, hermanos, que la fe cristiana no sólo es conocimiento para conservar en la memoria, sino verdad que hay que vivir en el amor”. Y continuaba: “Sin dejar de ser Dios misterio en sí mismo, la misericordia efectiva de Dios se transformó en Jesús en misericordia afectiva, ya que se hizo hombre para la salvación de la humanidad”.
Vivir en el amor aquello que conservamos en la memoria significa, para nosotros, traducir en la práctica y en lo concreto todo esto sobre lo que estamos hablando.
La insistencia del papa Francisco en las Obras de misericordia, va en esta línea. No se aman las ideas, sino las personas. El amor de Dios es un amor concreto “como el de un padre o una madre que se conmueve en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo” (MV 6). La misericordia recibida tiende a proyectarse en obras, gestos y signos concretos. Querer vivirlas y tenerlas presentes nos acercan a los pobres y nos dan una visión diferente de la realidad.
El papa Francisco, en la Evangelii Gaudium, nos habla de unos principios para construir un pueblo. Entre ellos, hay uno que a mí me llama particularmente la atención de un tiempo a esta parte, porque es aplicable a esto que estamos diciendo sobre el amor concreto. Dice Francisco que “es más importante la realidad que la idea”. Cuando conocemos de verdad la realidad y nos empeñamos en el amor concreto, muchos prejuicios, preconceptos e ideologías, caen en nosotros. El rostro del que sufre, cuando lo miramos con los ojos del buen pastor, transforma nuestros criterios y nos sitúa en la realidad de otra forma.
Es curioso el detalle del Logotipo del jubileo elaborado por el P. Rupnik. Cristo aparece como el buen pastor con una oveja herida sobre sus hombros, haciéndonos recordar la parábola de la oveja perdida y, a su vez, la del buen samaritano. El detalle es el ojo de Jesús, que se funde en el ojo del hombre herido. Cuando se ama en concreto, los ojos del Pastor se funden con los del que está herido, la realidad se ve desde otra perspectiva.
Las obras de misericordia, que no son, como sabemos otra cosa que la clásica traducción o aplicación a la vida concreta de los versículos de Mateo 25, no son para nosotros, sacerdotes, algo que tengamos que predicar para que hagan los demás. Hemos de vivirlas en primera persona, en lo concreto. En su Bula de convocatoria del Jubileo, Francisco nos ha dicho incluso que “la predicación de Jesús nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos” (MV 15).¡Casi nada!
Recorrer, aunque sea mentalmente cada noche, las obras de misericordia, nos puede servir como un buen examen particular. El Cardenal Van Thuan, en uno de sus escritos decía: Al caer la noche, antes de ir a dormir, deberíamos poder decir: “Hoy he amado todo el día”.
Podríamos decirnos o preguntarnos nosotros: “¿Hemos amado todo el día, como el Buen Pastor?”. Puedes preguntarte también: ¿Cuándo fue la última vez que ayudamos a alguien que lo necesitaba de verdad? ¿Cuándo invitamos por última vez a un pobre a comer a nuestra mesa, le dedicamos más de una hora a escuchar su situación, las circunstancias de su vida y le ayudamos?
Repasar esas obras de misericordia nos es útil también a la hora de afrontar el sacramento de la Misericordia o del perdón que tanto nos ayuda a nosotros mismos cuando lo celebramos. No me refiero solo a cuando nos sentamos a confesar a otros. Confesarnos nosotros, como sacerdotes, nos hace un bien inmenso. La práctica frecuente del sacramento es, sin duda, uno de los mejores medios para mantener la tensión por el amor primero y para estimularnos más y más en ese amor concreto. El testimonio de los que frecuentan el sacramento es unánime. Confesarse, como sacerdotes, es un medio sencillo y pedagógico para revisarnos y acoger esa misericordia que Dios nos brinda también de forma sensible y sacramental.
No hace falta que respondamos, pero ahí os dejo caer también esta pregunta: ¿cuántos de los que estamos aquí nos hemos confesado en el último trimestre?
La Iglesia es Madre
El mensaje de la misericordia tiene repercusiones inmediatas y prácticas, no solo para la vida del creyente a título individual, sino también para la Iglesia como institución. Ella está llamada a ser misericordiosa como una madre. En esto, los ministros, por suerte o por desgracia, somos el foco visible y el rostro inmediato ante la gente de la iglesia institución.
Cuando la Iglesia no es madre se convierte en madrastra. No seamos nosotros, sacerdotes, quienes demos motivos para que la gente perciba ese rostro oscuro de la Iglesia, que no sea nuestro proceder lo que cortocircuite el anuncio del Evangelio. El Concilio Vaticano II, hablando de María, ya nos invitaba a ello: “Ese amor de madre ha de animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva” (LG 65). Cuando la Iglesia es madre, atrae, se hace fecunda. Cuando es madrastra, aleja.
Ser madre, es un arte, ciertamente. No es fácil. Bien sabemos que en nuestro desempeño pastoral no es fácil escapar de la crítica. Tampoco es fácil escapar de las críticas injustas. Decía un amigo mío que cada vez que decimos “no” a alguien, nos creamos un enemigo. Hoy muchos contemporáneos nuestros no son capaces de tolerar ninguna negativa a sus planteamientos. La tarea pastoral, a veces, tiene que expresar su maternidad al llamar a conversión, diciendo “no” a algunas cosas o planteamientos e, incluso a veces hemos de sacar el “genio profético” (la madre nos sacaba la zapatilla…) que no puede aceptar cualquier cosa que choque claramente con el Evangelio (sobre todo, cuando se trata de defender la justicia o a los pobres). Al maestro también le criticaron por eso. Nosotros no íbamos a ser menos.
¡Ojala se nos criticara por defender a los pobres!
Amar a todos con ese amor entrañable de una madre es un verdadero desafío. Tan exigente como obligatorio.
Podríamos preguntarnos cada uno de nosotros: ¿Expresamos la ternura maternal de la Iglesia y el rostro del Buen Pastor en nuestro ministerio? ¿Estamos ahí para la gente? ¿Escuchamos lo que nos demanda? ¿Corregimos y orientamos con cariño o con una severidad impropia de la madre? ¿Acogemos con ternura y con tiempo suficiente a los hijos que nos vienen heridos de la vida? ¿Les buscamos soluciones y nos preocupamos de su realidad o nos los espantamos de encima?
Cuando se me propuso animar esta jornada se me ocurrió que, para situarme mejor, con más realismo, podía ser interesante preguntar a un grupo de gente de la diócesis, laicos colaboradores en algunas parroquias, algún profesor de la escuela católica, a algunas personas de la calle…: ¿Qué les diríais a vuestros curas si tuvierais que dirigirles un retiro sobre la misericordia? Así lo hice. El estudio de campo, simplón y nada científico, evidentemente, me dio alguna pista, sin embargo, pues las respuestas, básicamente, eran coincidentes e iban en la misma línea. Os las revelo Diles “que sean accesibles a la gente”, “parece que están siempre muy ocupados en los despachos y que les cuesta salir a la calle, dedicar tiempo a la gente y ver qué es lo que pasa allí” “que sean coherentes con lo que predican”, “que se quieran entre ellos”.
Muchos hombres y mujeres de hoy nos confrontan y nos echan en cara que no vivimos lo que predicamos. A veces injustamente. Otras veces, nos sacan los colores, pues nos critica gente que nos conoce bien y nos quiere. Pudiera ser que anunciemos el amor universal y no nos mostremos capaces de amar a nadie en lo concreto; predicamos la misericordia y quizá se nos descubre un talante o un tono rígido e inmisericorde.
Esta crítica dolorosa, por injusta o por real, puede servirnos como oportunidad que nos espolee y nos haga, si no espabilar y convertirnos, al menos pensar.
Termino con unas palabras del papa Francisco dirigidas a nosotros: “Ante tantas exigencias pastorales, ante tantas demandas de hombres y mujeres, corremos el riesgo de asustarnos y de encerrarnos en nosotros mismos, en una actitud de miedo y defensa. Y de ahí nace la tentación de la autosuficiencia y del clericalismo, aquel modo de codificar la fe en reglas y normas, como hacían los escribas, los fariseos y los doctores de la ley del tiempo de Jesús. Podremos tenerlo todo claro, todo ordenado, pero el pueblo creyente y en búsqueda continuará teniendo hambre y sed de Dios. Lo he dicho otras veces: la Iglesia ha de parecerse a un hospital de campaña: hay tanta gente herida, tanta gente… que nos pide cercanía. La gente nos está pidiendo aquello que pedían a Jesús: cercanía, proximidad. Y con esa actitud de los escribas, de los doctores de la ley y fariseos, ¡jamás!, ¡jamás! daremos un testimonio de cercanía”.
Concluyo mi reflexión compartida esta mañana con un video que no se conoce mucho, de unas palabras de Bergoglio unos pocos meses antes de ser Papa. Después de verlo y escucharlo, si os parece, dejamos dos o tres minutos, a modo de “silencio reverencial” y, después, podemos compartir.
Muchas gracias,
Fernando Prado, CMF