ROBERT SCHUMAN (1886 – 1963)
“Sólo hay un camino para identificarse
con el pensamiento de Dios:
la meditación diaria de la Biblia”
Querido Robert:
Así, con esta familiaridad casi irrespetuosa, quiero dirigirme al futuro santo de la Iglesia de Dios. Nunca lo hubieras soñado, pero tu causa de beatificación está recorriendo ya el último tramo del camino. Es algo que tú no necesitas -¿para qué?-, pero seguramente lo necesitamos nosotros. No sería bueno que testimonios como el tuyo quedaran ocultos bajo el celemín en lugar de aparecer sobre el candelero para que los que entren vean la luz y den gloria al Padre de los cielos.
Hay que reconocer que tenías un currículo brillante: Ministro de Economía, Jefe del Gobierno Francés, Ministro de Asuntos Exteriores de ocho gabinetes sucesivos, Primer Presidente del Parlamento Europeo… Nunca hiciste exhibición de tus cargos. Es más, nadie hubiera sospechado que, para ti, el brillo de la política representaba sencillamente una cruz: “Cuánto hubiera preferido consagrar mi profesión a obras religiosas y sociales, a mi familia”. Hay quienes sostienen que no existe un solo político que no ambicione el poder. Lo siento, no es verdad: tú sólo ambicionabas el servicio. Para eso llevabas bien grabado en el corazón el consejo de tu santa madre: “es preciso pasar la vida haciendo el bien a los demás”. Para ti, los títulos eran una estela de espuma que se disuelve y que sólo tiene sentido como oportunidad para construir un mundo mejor, una sociedad más fraterna.
Por eso, eras tan sencillo; para algunos, incluso, de una timidez insultante. Lo comentaban a veces: «Este hombre no levanta la voz, no hiere nunca, parece que va por la vida pidiendo perdón a todos». Confundirte con un acomplejado hubiera sido no comprenderte en absoluto. Tenías una lógica implacable y cuando había que tomar una decisión ibas hasta donde fuera preciso. Mister Eden te describe en sus memorias como «un delicioso colega de mente rapidísima e infinitamente más tenaz de cuanto pudiera parecer» Y Dean Acheson, Secretario de Estado de Estados Unidos, llega a decir que tenías «algo como de acero».
Luego, cualquier día, se enteraban los más íntimos de que, muerto prematuramente tu padre, habías tenido una exquisita educación religiosa, gracias sobre todo a tu madre; que ella te enseñaba a poner tus fuerzas y tus proyectos en el corazón de Dios. Su muerte trágica te deja fulminado, y es la fe, la semilla que ella había depositado, con tanto cariño como acierto, en tu mundo interior, la que te libera de la depresión y te empuja a rehacer tu vida. Seguirás rezando el rosario a la Virgen con alma de niño, estrenarás tu jornada con el alimento diario de la Eucaristía y, cómo no, seguirás brillantemente como hasta entonces, tus estudios de derecho, que culminarán a tus 24 años con la defensa de una tesis de doctorado que merece la más alta calificación. Pero tú seguirás siendo el Robert de siempre. Algunos, sólo algunos, y por una rara coincidencia, llegaban a saber que a veces te arremangabas la camisa y hacías humildes servicios caseros para evitar trabajo a María, el ama de casa, o que preferías ir a pie en lugar de ocupar el coche oficial con su rutilante caravana de escolta.
Cómo habrá sido tu vida que el 9 de junio de 1989, el obispo de Metz abre tu proceso de beatificación. Hay dos anotaciones tuyas que merecen un subrayado: “Debo mucho a Grignion de Montfort en mi comprensión del papel de María”. Y, sobre todo: “Sólo hay un camino para identificarse con el pensamiento de Dios: la meditación diaria de la Biblia”. Merece la pena recorrer la biografía publicada en 2000 por tu amigo René Lejeune con el título Robert Sahuman, padre de Europa. La política, camino de santidad.
Tampoco faltan anécdotas que reflejan una forma de ser. Seguro que recuerdas aquella noche de 1946, en la que se alargó más de lo previsto la sesión nocturna de la Cámara francesa. Al llegar a casa no querías despertar a la portera, que tenía las llaves de tu apartamento. Unos golpecitos en la puerta, un suave carraspeo por si ella no se había acostado aún, y una decisión clara: pasar la noche en el umbral. Dejas a un lado los zapatos y te pones a dormir beatíficamente. Al despertar por la mañana sólo notas… que te han robado los zapatos.
Alienta recordar que tú mismo con otros católicos convencidos –Adenauer, De Gasperi y Jean Monnet– diste los primeros pasos hacia una Europa Unida. Sintonizabas plenamente con su planteamiento: “Si los intereses son comunes, si no nos consideramos esclavos, entonces, el acercamiento cultural, personal y político se desarrollará de forma normal y podremos, a largo plazo, asegurar la paz en toda la Europa occidental", decía Adenauer. “Constituir esta solidariedad de la razón y del sentimiento, de la fraternidad y de la justicia, e insuflar a la unidad europea el espíritu heroico de la libertad y del sacrificio”, insistía De Gasperi. “No conozco otras reglas que la de estar convencido y convencer", subrayaba Monnet.
¿Cómo no añadir a este proyecto tan reflexionado, tan vivamente compartido tu propio testimonio?: “La paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan”. Posteriormente dirías: “Les aseguro que no ha sido el gusto de la aventura lo que me empuja sino la convicción de que Europa no puede esperar y de que está jugando su última baza. La peor responsabilidad ante la historia es la de las ocasiones que se han dejado perder y la de las catástrofes que no se han sabido evitar”. Ojalá los egoísmos no frenen ni desvíen la marcha de este ilusionante proyecto concebido por la mente de unos hombres tan humildes como intuitivos y magnánimos. No te procupaba lo más mínimo que el periódico comunista L’Humanité, se permitiera anunciar en tono desafiante: "El plan Schuman es un dispositivo de guerra y miseria". ¡Ah, los profetas!