Cuando ya se han cumplido muchos años, no se buscan honores, ni quedar bien. Los años otorgan libertad para hablar y callar, para nombrar a las cosas por su nombre, para decir la verdad claramente. El rostro deja sentir la sabiduría que ya ha saboreado la vida. Su mirada refleja el cansancio de los años, la luz de su interior, el sufrimiento de un cuerpo ya gastado. Su corazón sigue latiendo en amor y en esperanza. Sus brazos siempre abiertos anhelando la compañía, el necesario afecto, el contacto de hijos y nietos. Sus arrugas acrisolan madurez, limpieza, salvación, vida vivida y alguna amargura. Son
nuestros mayores, nos invitan a sentarnos en el banco de la paciencia y de la honradez, de la perseverancia y del deber cumplido. Todos nos enseñan la necesaria calma para vivir, para escuchar, para callar. El respeto a ellos nos exige la cuota necesaria de amor para no cansarnos de darles lo que se merecen: gratitud y reconocimiento.
IV Domingo de Adviento
Lc 1,46-56. El Poderoso ha hecho obras grandes en mí