Rut

Noemí, su marido y sus dos hijos habían emigrado a Inglaterra a principios de los 60. Con lo que ganaban en las faenas del campo no tenían más que para subsistir. No les gustaba nada la idea de abandonar su pueblo, pero era la única manera de abrirse camino y de asegurar un futuro a los chicos. La noche antes de coger el tren Noemí se la pasó llorando en silencio.

En Inglaterra nadie regalaba libras. Hicieron un poco de todo. A base de muchas horas de trabajo consiguieron ir tirando. Unos cuantos años después murió el marido. El cáncer no perdona. Sólo Dios conoce las noches insomnes de Noemí y sus jornadas interminables como limpiadora en el rancio hotel de las afueras de Londres. Sus hijos se casaron con dos muchachas paquistaníes que trabajaban en el mismo lugar como empleadas de la limpieza. A Noemí no le hizo mucha gracia, pero respetó su decisión. Por lo menos empezaban a ser autónomos. Y, por otra parte, las dos nueras, a las que ella conocía bien, eran un encanto. La cosa empezaba a marchar mejor, pero un desafortunado accidente de tráfico acabó con la vida de sus dos hijos. Este golpe y las noticias de que en España se vivía mejor acabaron por empujarla a regresar. Siempre era más fácil rehacer la vida junto a los suyos. Antes de ejecutar su decisión Noemí habló con sus nueras sin pelos en la lengua. Les dijo que no la acompañaran, que se quedaran en Inglaterra. Allí tenían trabajo y podrían rehacer su vida con muchachos de su raza. Una de ellas aceptó. Pero Rut se empeñó en acompañarla donde ella fuese. Se lo dijo con el corazón de par en par: «No insistas más en que me separe de ti. Donde tú vayas, yo iré; donde tú vivas, viviré». Dijo más: «Tu pueblo es mi pueblo, y tu Dios es mi Dios». Por si fuera poco, todavía añadió: «Donde tú mueras, moriré y allí me enterrarán. Juro hoy solemnemente ante Dios que sólo la muerte nos ha de separar». Noemí se fundió en un abrazo con ella sin lograr entender tanta abnegación. Hasta el cielo neblinoso de Londres le pareció más azul que nunca.

Recogieron lo poco que tenían y se volvieron al pueblo en el que Noemí se había criado. Al principio, las cosas no resultaron fáciles. ¿Qué pinta una paquistaní -una «mora», decía la gente- en un pueblo como éste? Rut percibía miradas de curiosidad e incluso de rechazo, pero no se amilanó. Como no tenía nada que aparentar enseguida se enganchó a fregar las escaleras de algunos inmuebles. Era un trabajo mal remunerado, pero completaba la escasa pensión que le había quedado a su suegra. Se levantaba temprano, ayudaba a Noemí a arreglar la casa y pasaba el resto de la mañana con la fregona en mano. En general, la gente no se metía con ella, aunque no faltaron algunas frases hirientes: «Seguro que ésta, en cuanto se haga con la casa y las cuatro perras de su suegra, se larga». Pero claro, al cabo de un tiempo, la fregona y una sonrisa permanente hicieron que la «mora» fuera vista como una mujer muy trabajadora y muy de fiar: «Hay que ver cómo se preocupa de Noemí. La quiere como si fuera su madre».

Aunque se consideraba una musulmana de los pies a la cabeza pronto empezó a sentir curiosidad por la religión católica. Solía acompañar a Noemí los sábados por la tarde cuando iba a la iglesia. Al principio permanecía callada sin entender nada de lo que allí se hacía. Simplemente rezaba a «su» Dios aprovechando la quietud del lugar. No podía explicar a nadie lo que pasaba por su mente. Tenía la impresión de que Dios es más grande que todo lo que hacemos los hombres. Cuando saludaba a los niños por la calle o visitaba a una anciana en su casa, sentía que Dios estaba allí. No entendía nada de dogmas. Por eso le encantaban algunas palabras de Jesús que se leían en la iglesia sobre la importancia del amor. Pronto empezó a tararear los cantos que escuchaba. Las más devotas, al verla tan interesada, se sintieron en la obligación de convertirla: «A ver si te bautizas pronto, Rut». Ella sonreía y no decía ni sí ni no.

Lo que cautivó a la gente es el hecho de que Rut siempre estuviera dispuesta a echar una mano. Así que acabó metiéndose a la mayoría en el bolsillo. Noemí, en cuanto comprendió que su nuera estaba ya bastante aclimatada, la animó a buscar novio. En el fondo, deseaba tener nietos que prolongaran su familia. Rut era una mujer joven y atractiva, con ese encanto que sólo las mujeres orientales tienen. Y no tardó en encontrar un hombre -un pariente de Noemí precisamente- con el que contrajo matrimonio. Hoy, cuando la gente los ve felices paseando con su hijito por el parque, más de uno piensa que la llegada de Rut al pueblo ha sido una bendición para todos. Y se hacen algunas preguntas sobre el racismo, la tolerancia y otras historias que con frecuencia aparecen en las encuestas y en la televisión. Lo dicho: que Rut, sin pretenderlo, ha ensanchado el horizonte. Y la anciana Noemí disfruta un montón jugando con su nieto.


Gonzalo Fernandez Sanz cmf