Como culmen de la segunda semana, la Liturgia de la Palabra nos sitúa junto al monte de la Transfiguración, y cita a uno de los testigos que conversaron con Jesús cuando su rostro resplandecía y sus vestidos brillaban.
En este contexto se entiende la elección de la antífona del salmo interleccional: “Oh Dios, que brille tu rostro y nos salve”, y la imagen de quien se sienta sobre querubines, que sitúa la escena en el espacio de la gloria de Dios.
Jesús, al que esperamos ardientemente en la próxima Navidad, es la revelación del rostro del Padre, imagen de Dios invisible. El resplandor de la gloria divina alcanza al Verbo hecho carne, y a la naturaleza humana asumida por Dios en su Hijo.
Jesús tuvo con sus discípulos la pedagogía de iniciarlos, en lo alto del monte, en el conocimiento de su identidad divina, para que pudieran después resistir el abajamiento que sufrirá en la cruz.
De alguna forma, a lo largo de la semana, se nos ha introducido en los ámbitos de la belleza, para que cuando nos acerquemos a Belén, y veamos a un niño, como una criatura humana cualquiera, no olvidemos que en el Hijo de María se manifiesta la gloria de Dios.
El que viene es príncipe de la paz, y tiene poder para reconciliar todas las cosas y a los padres con sus hijos.
La belleza de la familia, de la convivencia, del rostro de Dios revelado en su Hijo son catalizadores de la mirada de los que buscan de muchas maneras el sentido de la vida.
¿Vives reconciliado?
¿Buscas en todo la manifestación de la presencia divina?
¿Trasciendes lo visible por la gloria invisible?