Sacerdote al servicio de los hombres

En el recordatorio de mi ordenación escribí: sacerdote al sevicio de los hombres. No imaginaba lo que me ofrecería la vida. Durante treinta y cinco años continuos he compartido la vida con jóvenes con problemas de droga, de prostitución, de dificultades relacionales, he vivido y trabajado con ellos, asistiéndoles en el momento de su despedida, reconciliándonos con el pasado, abriendo sueños y deseos para el futuro.
 
Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Sus vidas han entrado con prepotencia en la mía; mi humanidad se ha dilatado hasta convertirse en familiar para cada uno de ellos. Me han hecho pasar de un sacerdocio creído, amado y construído según los cánones de las espiritualidades institucionales a un proceso que me ha quitado todo y me ha obligado a realfabetizarme día a día.
El trabajo y la economía, la mesa y el servicio, la muerte y la vida, la fecundidad y la tristeza han vuelto a tejer toda mi vida.
 
Me he vuelto a encontrar “fuera de lugar” según los esquemas ofrecidos, siempre en el límite. Me he empeñado en no hacer del límite un lugar homologado sino un espacio de frontera, de paso, de encuentro, de reconocimiento. He aprendido a leer los pequeños pasos y los fragmentos de eucaristía (recoged las sobras, como ha pedido Jesús) en el servicio de mujeres afanosas en torno a mesas frecuentadas por figuras no prácticas de culto; mesas de la alegría y de la esperanza, de la fiesta por un hijo que regresa, frecuentemente silenciosas por la espera de quien se ha ido.
He pensado, como Hetty Hillesum, que lo único que podía hacer era ofrecerme como “campo de batalla” donde los problemas de los amigos pudiesen encontrar hospitalidad y no prejuicios, un lugar fecundo donde sus batallas pudieran aplacarse; he ofrecido mi espacio interior, sin huir, experimentando un recorrido de gracia.
 
Si pienso en mi sacerdocio lo siento abierto a la amistad con los hombres; esta amistad ha abierto la puerta a la justa relación con Dios, a su sueño de hacer casa con todos, de habitar en cada uno y de sentirse habitado. El testamento de don Lorenzo Milani es todo mío: “Querido Michele, querido Francuccio, queridos muchachos… Os he querido mejor que a Dios, pero tengo esperanza de que Él no se fije en estas sutilezas.
 
Con ellos y através de ellos he vivido la reconciliación, el perdón y el encuentro con el misterio de la muerte, también con los que se han quitado la vida; una afirmación tremenda de la vida misma. A ellos lo debo todo.
 
Hoy continúo a compartir esta aventura con adolescentes de veintisiete países del mundo, con musulmanes, con no practicantes, con aquellos a los que les cuesta creer.
 
La vida de cura se convierte en más esencial todavía, ha bajado a los subterráneos de la humanidad donde todos tenemos las raíces pero aún no las palabras que nos las revelan.
 
Los signos son tan pobres y cotidianos que se traducen sólo en la resistencia al mal, en la búsqueda conjunta de palabras silenciosas que alimentan. Miro a los ojos de estas nuevas generaciones obligadas a la transmigración por otros mundos, que se miden con dificultades tremendas, con fatigas, soledades y abandonos y pienso en el paso de gracia entre Dios y ellos, entre todos nosotros juntos, entre nosostros y Dios para reconocerlo en los difíciles momentos en que el don recíproco se expresa en la terca presencia hecha de confianza, de sensibilidad hacia el compartir, de inteligencia de la mirada, de humildad de la búsqueda, de deseo de un bien.
 
Experimentamos la vulnerabilidad de un Dios que se ha hecho carne humana. Estoy en vilo al recoger mi ser de sacerdote que confiesa: Y si Dios ya no me ayudase, entonces seré yo quien ayude a Dios (Hetty Hillesum). Por toda la superficie de la tierra se está extendiendo poco a poco un único campo carcelario y no habrá apenas ninguno que pueda permanecer fuera. Es una fase que deberemos atravesar.
 
Estoy sorprendido y conmovido por este movimiento de humanidad. Siento todo lo que he vivido y lo que aún me dé la vida como imperativo vocacional: tú, debes.