Se puso el pendiente en la oreja porque quiso, por romper su imagen de chico bueno. Estaba harto de que todo el mundo le dijera que daba gusto un tipo como él en los tiempos que corren. Y no dejó la parroquia porque le pareció demasiado, pero se quedó con ganas. Una cosa es sentirse a gusto como catequista de confirmación y otra que te den la vara todo el día y te pongan como ejemplo.
Samuel procedía de una buena familia. Su madre se llamaba Ana, como la esposa del presidente. Él fue fruto de un embarazo difícil en años en los que todavía no se había experimentado la fecundación «in vitro» ni otras técnicas modernas de reproducción asistida. Así que no es extraño que su madre, buena creyente, como acción de gracias por el parto feliz, deseara que su hijo fuese religioso o sacerdote. Pero se cuidó muy mucho de manifestar sus deseos. Una de las oraciones que solían rezar en casa a menudo era el Magnificat porque Ana, su madre, decía que esas palabras le venían como anillo al dedo para expresar el agradecimiento que sentía.
Samuel anduvo desde pequeño merodeando por la parroquia. Primero participó en la catequesis de comunión. Después, en los grupos de poscomunión y de preadolescentes. Y cuando tuvo 16 años comenzó el catecumenado de confirmación. Siempre ha sido uno de los asiduos. Elías, el párroco, lo aprecia mucho porque se puede -o se podía- contar con él para todo: «Oye, mira a ver si mueves lo de la subvención para el campamento», «Un mural sobre el Adviento a base de trazos morados quedaría que ni pintado». Y en este plan.
Eran los años 90. Por aquel tiempo parece que la religión en Europa andaba un poco de capa caída y no eran frecuentes las vocaciones al sacerdocio o a la vida religiosa. Visiones sí había. Cada poco tiempo se oían noticias de apariciones de la Virgen. Y, por supuesto, pululaban en las cadenas de televisión y en la prensa adivinos y visionarios que andaban todo el santo día haciendo pronósticos sobre cualquier cosa: sobre el resultado de las elecciones, de un partido de fútbol o sobre los amoríos de una actriz famosa. Profetas, lo que se dice profetas, no había muchos. O, por lo menos, no eran llamados con este nombre. Estaban un poco lejos los tiempos de Gandhi, Luther King y Hélder Cámara. Los rostros más populares eran los de Madre Teresa de Calcuta y lady Di. Pero los periodistas se limitaban a llamarlas líderes mundiales, fenómenos mediáticos u otras lindezas por el estilo.
Al poco de matricularse en «teleco» a Samuel le empezó a entrar un cosquilleo. Por una parte, le apasionaba la carrera. Sabía de sobra que era una carrera de futuro. Por otra, sentía que Dios le estaba llamando a algo diferente. Estaba hecho un lío. Lo de la vocación siempre le había parecido un asunto un poco misterioso. Y, desde luego, en el caso de que fuera posible conocerlo con precisión, reservado a otros. Consideraba que la voz de Dios son los acontecimientos de la vida. Sus mensajes son -como había leído en un poema de Walt Whitman- las hojas que caen de los árboles o la experiencia de sentirse enamorado. Ir más lejos se prestaba a complicaciones innecesarias. ¿Por qué Dios iba a torcer unos planes que eran perfectamente compatibles con la fe en Él? ¿O es que uno no tiene autonomía para hacer lo que considere oportuno?
Pasados unos meses de zozobra habló con Elías, el párroco. Y éste, que sabía más latín del que había aprendido en el seminario, le dio largas: «A mí que me registren, Samuel, yo no he sido». Pero como las cosas de Dios resisten el desgaste del tiempo, al cabo de unas cuantas semanas sintiendo lo mismo, Samuel se desahogó de nuevo con Elías. Esta vez la conversación fue a fondo. No quedó casi nada sin analizar: los sueños, las motivaciones, los temores. Elías comprendió que la cosa iba en serio. Y mientras miraba de reojo el pendiente de Samuel, le confió lo que le salió del corazón: «Creo que esto viene de Dios, muchacho. Que sea lo que Él quiera».
Samuel no dijo «Hinnení» porque no sabía hebreo. Se limitó a susurrar: «Aquí estoy, Jefe, lo que mandes». La cosa tuvo más rincones, pero se resolvió más o menos así. Por lo visto, Samuel dio los pasos necesarios y dicen que «el Señor estaba con él y no dejó caer en tierra ninguna de sus palabras». Del pendiente no hay mención.
Gonzalo Fernandez Sanz cmF