Las apariencias externas fácilmente nos pueden engañar, y a menudo lo hacen. Eso es verdad en todos los ámbitos de nuestra vida humana, y la religión no es una excepción.
Hace algún tiempo, viví en un seminario durante cerca de dos años con un joven seminarista que, por todas las apariencias externas, parecía ser el candidato ideal para el sacerdocio y el ministerio. Inteligente, responsable, piadoso, fuertemente entregado a sus estudios y con una profunda preocupación por los pobres, parecía estar de vuelta de los más mundanos y seculares intereses de sus compañeros. No tenía interés por la cerveza, discutir de fútbol, chismorrear, entablar pequeñas conversaciones o emplear el tiempo con los otros seminaristas. Mientras todo esto se daba, él solía encontrarse en la capilla, en la biblioteca o en su pupitre, ocupado en cosas más serias. Además, siempre era cortés y educado hasta el exceso, sin palabras ásperas, lenguaje vulgar o chistes groseros que salieran de su boca. Todo lo que hacía era bueno.
Pero ninguno de los que vivíamos con él lo confundíamos con un santo. Era un joven sincero, pero no particularmente feliz. ¿Por qué no? Porque, mientras externamente hacía bien todas las cosas, lo que irradiaba de su persona era no vida sino depresión. Su entrada en un recinto tenía el efecto de agotar algo de la energía de aquel lugar. Hacía todas las cosas bien, pero su energía no era buena. Los otros seminaristas, a pesar de todos sus mundanos intereses, eran acogedores y de suficiente buen corazón como para reconocer que necesitaba ayuda, y hacían de buen samaritano sentándose por turno a su lado en la mesa, con la confianza de animarle un poco. También el rector del seminario observó el problema y lo envió a un psicólogo, quien dijo al joven que estaba al borde de una depresión clínica y que sería bueno para él abandonar el seminario, al menos por cierto tiempo. El joven, en efecto, dejó el seminario, casualmente recobró su salud y hoy es un hombre que lleva una robusta energía a cualquier lugar.
Este no es un caso fuera de lo común. Una de las batallas que afrontamos constantemente con el discernimiento religioso es que resulta fácil equivocar depresión con santidad, sentimentalidad con piedad, rigidez con ortodoxia, cerrado sectarismo con lealtad, reprimida sexualidad con integridad y negación de la complejidad de uno con estabilidad. La depresión puede parecer santidad porque la persona dentro de su seguridad quiere aparecer libre de los normales impulsos que vienen de nuestras más terrenas pasiones. La sentimentalidad gravita invariablemente hacia la piedad y se reviste de devoción. La rigidez se cubre como super-celoso interés por la verdad y ortodoxia, de igual modo que un cerrado sectarismo se presenta siempre como feroz lealtad, y la reprimida sexualidad y la negación de la complejidad de uno -especialmente su complejidad sexual- se presenta como apariencia de integridad y estabilidad. Depresión, sentimentalidad, timidez, rigidez, sectarismo, represión y negación gustan de esconderse tras cosas nobles.
Digo esto en sintonía con los demás. Ninguno de nosotros está libre de estas luchas. Pero, con esas manifestaciones, no deberíamos estar engañados por falsa santidad. Depresión, sentimentalidad, timidez, cerrazón, rigidez y represión agotan la energía de un recinto. Verdadera santidad, piedad, ortodoxia, lealtad, integridad y estabilidad traen energía y no hacen asimilarlas duramente ni sentirte culpable, porque tu propia sangre está llena de una energía más fuerte. La presencia de una verdadera santidad te pone libre y te permite sentirte bien sobre tu humanidad sin importar cómo está de roja tu sangre. La verdadera santidad atrae e irradia vida; no te pide inconscientemente representar al buen samaritano para dar ánimo.
Vemos esto, por ejemplo, en la Madre Teresa. Según sabemos ahora por sus diarios, pasó los últimos sesenta años de su vida en una profunda, penosa y dura noche del alma. Durante los últimos sesenta años de su vida, estuvo luchando interiormente por lograr consolación; y, en cambio, todo sobre ella irradiaba lo contrario. Llenó un recinto con energía. Iluminó un recinto como una bombilla llena de corriente. No estaba precisamente haciendo todo lo bueno; estaba irradiando una energía que daba vida.
Y así es como, al fin, necesitamos discernir la genuina santidad, la genuina piedad, la genuina ortodoxia, la genuina lealtad y la genuina integridad, de sus falsas apariencias. La genuina santidad proporciona energía dentro de un recinto, la depresión la retira; la genuina piedad -como un bello icono- te atrae, la sentimentalidad te pone incómodo, queriendo proteger tus ojos; la genuina ortodoxia te hace querer abrazar el mundo entero, la rigidez te hace temeroso y mezquino; la genuina lealtad te tiene abogando por aquellos a quienes amas, el estrecho sectarismo te hace fanático; la genuina integridad ya ha afrontado el oscuro caos de tu humana y sexual complejidad, la represión y la negación te hace confundirte ante esos oscuros rincones.
Hay un doble desafío en esto. Primero, como esto atañe a nuestras propias vidas, debemos ser más honrados y animosos para afrontar nuestro propio caos y reconocer nuestra perpetua propensión a disfrazar nuestras debilidades como virtudes. Segundo, necesitamos, como el poeta William Stafford señala, asegurar que no estamos siguiendo el hogar de una estrella equivocada.