SE ALEGRA MI ESPÍRITU (Lc 1, 47)

La alegría sigue manteniendo su seducción de siempre y todo se reduce a acertar con ella, a elegir el camino y seguirlo. ¿No estará el hombre de hoy equivocando la ruta? No se la puede confundir con la diversión. Esta es algo exterior, estrepitoso y fugaz. En cambio, la alegría mana dentro, callada, con raíces profundas. Podíamos hacerle camino. Por de pronto, no procede del dinero, de una vida cómoda, de la gloria, aún cuando todo esto pueda producir satisfacción. Las raíces de la alegría están en cosas más nobles: un trabajo bien hecho, una palabra amable, el combate airoso contra ciertos defectos, el logro de una visión clara en una cuestión difícil. Para gran parte de la gente, la alegría amanece al encontrarse con una bella compañía que va a tu vera en los caminos, te alumbra una senda, te ayuda a superar los momentos difíciles y es como una sombra de Dios en el desierto de la vida. ¿Cómo no recordar en estos momentos la alegría de los corazones unidos, la de una casa en paz, el gozo de perdonar los pecados y el contento de llevar a un pequeño propio a las espaldas en una tarde de verano junto al mar?Muchos de estos gozos los tuvo María. Su alegría más profunda fue no obstante el experimentar hondamente cómo Dios se desbordaba de su corazón a su seno, como Dios no salía de su corazón y en él moraba para siempre. La felicidad de los hombres se encuentra en Dios. Nos lo recuerda María: se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador. ¿Lo entenderemos alguna vez los humanos?