«Se hizo maldición de Dios por nosotros»

I. Meditación

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Si existen textos fascinantes, misteriosos, escandalosos en el Nuevo Tes­tamento, son aquellos que nos recogen los primeros atisbos de interpretación teológica del miste­rio de la Cruz. Especialmente el texto que tomamos como pista de meditación, como también el de II Cor 5,21: « A quien no conoció pe­cado Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él». No hay cosa más enigmática que la cruz, más difícil de concebir. No entra en la cabeza de los hombres. No entra en el corazón de los hom­bres. Y sin embargo todos los que se han sumergido hasta el fondo en la aventura di vina la han apreciado, abrazado, preferido. Desde el mismo S.Pa­blo que ya decía: «No conozco sino a Jesucristo, y éste Crucificado», hasta la pléyade de los santos. No resulta extraño. La cruz de Jesús es el testimonio del amor sin límites de Dios. Lo sabemos. Pero, a la vez, no podemos evitar la impresión de que, en ella, tocamos algo del misterio de Dios que se nos escapa, que no se deja atrapar por las redes de nuestra inteligencia y que quizá sólo los santos han sabido ver. En especial cuando contem­plamos el misterioso grito de Jesús que nos recogen Mateo y Marcos: «Dios mío. Dios mío ¿por qué me has abandonado?».

Maldición, pecado, abandono. ¿Porqué tuvo que redimirnos Dios así? Si somos sinceros no podemos evitar un escándalo radical. Escán­dalo que llega a ser insoportable cuando con­sideramos toda la tradición de Israel del ‘chivo expiatorio’ que, aplicada a Jesús por una am­plia tradición, con base en el Nuevo Testa­mento, se concreta en la teología de la ‘expia­ción vicaria’. Jesús sufre por nosotros el cas­tigo que merecíamos. Como si la justicia de Dios Pa­dre requiriera una reparación por nues­tra ofensas y ésta se concretara en la pasión y muerte de Jesús: el pago de nuestra deuda. Nos resulta indigna de Dios; nos hace difícil esqui­var la imagen de un Dios sádico cuya justa cólera puede llegar a cebarse en un inocente: su propio Hijo: no sabemos cómo puede enca­jar con un Dios que se define como amor.

La Comisión Teológica Internacional, ha­ciéndose eco de toda una reflexión teológica contemporánea, ha dicho a propósito del aban­dono de Jesús en la cruz: «Lo que en el uso tradicional se llama ‘expiación vicaria’ debe ser enten­dido, transformado y subrayado como acontecimiento trinitario» .

Algo del corazón amoroso de Dios se tras­luce en la cruz. Para adentrarnos en ella hemos de contemplar, someramente, el designio sal­vador de Dios.

Misterio de amor, Misterio de dolor

El mundo, la naturaleza, el hombre, todo lo creado por Dios era amor crea­do, un misterio de Amor que Dios depositó en las manos del hombre. Un mis­terio sustentado por una ley de la vida que podríamos definir así: «Todo ha sido creado para ser don para mí y yo he sido cieado para ser don para los demás». Ley de amor que explica la ecología divina, que fo­menta la vida, que hace crecer, que da salud humana y espiritual, la unidad.

Mas el hombre con su libertad introdujo un principo disgregador: el egoís­mo, el pecado, cuya ley podríamos formular así: "Todo existe en función de mí y puedo disponer de ello según mi voluntad y mis fuerzas". Este prin­cipio ha pervertido la relación del hombre con el mundo, con los demás hombres y con Dios. Así ha sido como el Amor creado, que había sido pensado por Dios para ser signo del Amor Increado, ha sido reducido a instrumento para soste­ner la vana y orgullosa autoafirmación del hombre. Y lo que Dios pensó para hacer­nos grandes queda reducida a la pobre expre­sión de nosotros mimos. Así es como el mun­do se ha convertido en un Misterio de Dolor. Pero Dios no ha quedado ocioso, abandonan­do al hombre a su suerte. Su encarnación muerte y resurrección son la respuesta de Dios al desastre humano. Pero conviene captar su lógica.

La lógica de la Redención

Tradicionalmente se decía que, por los méritos infinitos del verbo encarna­do, cual­quier acción de Jesús, hasta una simple lágri­ma del niño Jesús, bas­taba para nuestra reden­ción. Todo lo demás lo habría hecho Jesús para ‘da­mos ejemplo’. Esta manera de afron­tar las cosas, por piadosa y bienintencio­nada que sea, no sólo vuelve incomprensible toda la trayectoria de la vida de Jesús, es que no entra en el corazón del plan de Dios. Toda la encar­nación de Dios nos habla de dos cosas:

En primer lugar de un amor que comparte, que se hace solidario. La huma­nización de Dios nos habla de algo bien distinto del Dios apático y separado de los filósofos. Un Dios que se compadece y que, porque nos ama, ha queri­do hacer suyos nuestros límites, aceptar nuestra suerte. No tanto ‘para da­mos ejemplo’ cuanto para mostramos su amor.

En segundo lugar nos habla de la misteriosa capacidad de Dios para "va­ciarse", para des­pojarse de la divinidad, para «tomar la condi­ción de siervo pasando por uno de tantos» (Filp.2,7). Esta dinámica de la ‘Kenosis’ o autore­nuncia nos indica la cualidad paradójica del amor que Dios es. Cuanto menos "dios" es – por el despojamiento – más Amor es (luego más Dios es).

Desde ambas lógicas podremos intentar adentramos en el significado de la cruz. Pero antes es preciso que intentemos comprender algo de la lógica del pecado y del amor.

La lógica del pecado y del amor humanos

Al pecado recalcitrante, firme, enquistado, no se le puede derrotar con sus propias armas. De hecho el pecado se multiplica como una reacción en cade­na porque todos, cuando ex­perimentamos el peso y el dolor que nos produ­cen los pecados de los demás o los nuestros propios, solemos descargarlo en los que nos rodean. Y así el pecado se multiplica hiriendo a todos los que toca. Sólo se puede disipar su poder acogiéndolo, abrazándolo, sufriéndolo en paz. Ghandi entendió perfectamente esta lógica del amor redentor con su no-violencia.

Por otra parte el amor es el acto libre por excelencia. Nadie puede obligar­nos a amar. Ni siquiera Dios. Jesús pudo comprobar en carne propia cómo no bastaban sus milagros, ni su testimonio, ni su autorizada palabra para vencer la dinámica del pecado. Esa ley de la muerte estaba tan anidada en el corazón humano que se había convertido en una barrera ante la que se es­trellaban los milagros ("los hace por el poder de Belcebú"), su testimonio ("es un comilón y borracho amigo de pecadores"), su palabra ("va contra la ley"). Y. sin embargo, la salvación consiste precisamente en que el hombrerompae­sacurvaturaegocentrica.se olvide de sí y empiece a amar.

Las claves de la Cruz

Desde la lógica de la encarnación había algo que, pese a todo, era exclusi­vamente nuestro, que Jesús no había gustado, ni parecía poder experimen­tar: el pecado, la separación de Dios, lo opuesto a Dios, el absurdo de la cria­tura humana que ha sido creada para Dios y se ha cerrado a sí misma su ca­mino de maduración. Por otra parte, si el más radical pecado sólo podía ser vencido desde dentro, de alguna forma debía ser asumido, acogido. Si, ade­más, era preciso que el hombre entrase en la dinámica del amor, se requería un don extraordinario, divino, único: El Espíritu Santo.

La cruz va a ser la realización en acto de todas estas expectativas.
No sólo porque Jesús carga con nuestro pecado. Hace algo más. Experi­menta, misteriosamente, el abismo de la separación del Padre. Mateo y Mar­cos nos lo testimonian: Experimenta el abandono. Juan nos lo dice a su ma­nera: en el «Tengo sed» (Jn. 19,28) se esconde la ausencia del Espíritu en aquel que había gritado: «Si alguno tiene sed, venga a mi y beba»( Jn. 7,37) refiriéndose al Espíritu.

Quizá puede parecer extrema una afirmación semejante, pero no menos radicales son las expresiones paulinas "maldición" y "pecado" que referíamos al principio y la misma Comisión Teológica Internacional dice: «la alienación de Dios (del pecador), aunque grande, no puede ser tan grande como lo es la distancia entre el Padre y el Hijo en su anonadamiento kenótico (Flp. 2,7) y en el estado en que fue ‘abandonado’ por el Padre»2. Esto significa algo in­menso. Su amor ha sido tan loco que ha querido bucear hasta el fondo de nuestro mal para que nunca más podamos decirle que no sabe lo que es pa­sarlo mal. para que nunca nos podamos sentir solos cuando el pecado nos abruma. Para que cada vez que nos sintamos atenazados por el dolor sepa­mos reconocer su presencia oculta, callada, compañera. Es el mismo Jesús de los momentos de luz. de fiesta que se nos hace cantarada de las horas oscuras y nos permite transformar el dolor en amor mediante una alquimia sagrada. Se comprende la afirmación de Pablo: En verdad nada nos puede separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús.

La cruz es victoria sobre el pecado porque en ella ha sido asumido. El po­der de las tinieblas se ha abatido con toda su fuerza sobre Jesús sin llegar a contaminar con su principio de división, de enfrentamiento, la más mínima pizca de su corazón. Y así ha sido derrotado. Pues ni siquiera en el abismo del abandono ha podido derrotar un amor más grande que la muerte que ha sido capaz, también humanamente, de confiarse en el Padre desde la noche de la fe: «Padre, a tus manos encomiendo mi Espíritu». Si Jesús muriendo, venció a la muerte por dentro, entrando en el absurdo del pecado lo ha derrotado de raíz. Es por esto por lo que nuestros posteriores pecados ya no tienen las consecuencias que pudo generar el pecado original.

La cruz es capaz de generar en el hombre el amor. Es un misterio con dos caras. Una humana y otra divina. La humana porque, como sugiere J. Molt­mann, al realizarse en el Calva­rio la hipótesis imposible de estar yo en el lu­gar de Dios porque El se ha puesto en mi lugar, soy invitado desde mi liber­tad al amor desinteresado -¡qué ganancia cabe esperar de manos de un cru­cificado!- y, en ese acto, se instaura o comienza a abrirse paso ese modo de existir en que consiste la salvación, en cuantoque soy invitado a negarme a mi mismo y mis intereses para acoger al Dios crucificado y preocuparme por él. Es Dios mismo quien necesita de mi ayuda, de mi consuelo, de mi compa­sión. Como dice D. Bonhoeffer: «Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mun­do, y, sólo así. está Dios con nosotros y nos ayuda».

La cara divina es el don del Espíritu Santo. Para transformar el corazón del hombre no bastaba el ejemplo de Jesús, ni su palabra. Era preciso alguien que pudiera unirse a nosotros y transformarnos por dentro. Esto estaba fuera de las posibilidades del Jesús histórico. Sólo el Espíritu Santo que, al ser co­municado, man­tiene en kénosis, oculta su dimensión de per­sona, pude unirse a nuestro espíritu y darnos el amor transformante de Dios (Rm 5,5). La cruz supone el máximo acto de donación por parte de Cristo porque, completa­mente desplegado, después de haber dado todo lo suyo, se vacía también de Dios: da Dios, entrega a los hom­bres el vínculo que lo une con el Padre: el Espíritu Santo, y experimenta el abandono. De hecho los especialistas afir­man que la frase «…e inclinando la cabeza entregó el espíritu» (Jn. 19,30) quiere decir más que expiró, tiene un preciso sentido técnico, teológico, con­notando don. Pablo utiliza el mismo verbo cuan­do afirma «El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros»(Rm 8,32) también Jn 3,19 :«Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único».

La raíz trinitaria de la cruz

El último párrafo no aboca al misterio de fondo que da razón de todo. La cruz es mani­festación histórica, revelación de la Trinidad. Dos preguntas abismales nos pueden haber surgido de la reflexión ¿Cómo puede entrar Dios en lo opuesto a sí? ¿Cómo puede Dios "vaciarse" de su condición divi­na? Parece un absurdo, las leyes de la lógica parecen romper­se. Es evidente que Dios es UNO y no puede dividirse. Pero es TRINO y si puede distinguir­se. Como afirma la Comisión Teológica Internacional, en eí documento ya ci­tado, en el ‘abandono’ de Jesús, «se trata del aspecto económico de la rela­ción entre las divinas persogas, cuya distinción (en la unidad de naturaleza y de amor) es máxima». En el fondo lo que esto nos indica es que la holgura de las relaciones trinitarias de unidad y distin­ción cabe el mundo, la encarna­ción e incluso esa misteriosa experiencia del pecado que Jesús sufre y que se traduce en el abandono. Y la razón ya la apuntábamos: Dios – por tanto cada persona divina- es Amor y cuando, por amor nuestro, "pierde" divinidad (se distingue), asume el pecado, por ser más amor que nunca, es más Dios que nunca. Afirma Moltmann: «Dios no es más grande que en este rebaja­miento. Dios no es más glorioso que en esta entrega. Dios no es más poderoso que en esta impotencia. Dios no es más divino que en esta humanidad».

En el fondo no hace sino vivir en primera persona la ley que propuso a los discípulos: «El que pierda su propia vida, la encontrará» (Me. 8,36). Sólo que esta es una ley trinitaria, ese hacerse nada no es sino el eco creado de su re­lación de amor que lo une y lo distingue del Padre y del Espíritu en la Trini­dad. ¿Cómo puede entonces hablarse de sufrimiento?

Lo que para el Verbo en la Trinidad no es sufrimiento, sino expresión de amor que une y distingue, para el Verbo en cuanto humanizado, y en las pe­culiares condiciones de haber asumido el pecado por solidaridad con noso­tros, se convierte en el mayor abismo de dolor que pueda pensarse. Pero, por la unión hipostática hay que decir que la experiencia del abandono la vive la persona de Verbo, no es una apariencia de sufrimiento, no es un "como si…". El abandono de Cristo en la cruz se convierte así en la clave interpretativa del misterio de Dios revelado en la historia.

Perspectivas

El horizonte que se despliega es inmenso. El abandono de Jesús es la cla­ve para alcanzar la unidad con Dios y la unidad con los herma­nos: «El nos enseña a anular todo en nosotros y fuera de nosotros, para ‘hacernos uno’ con Dios; nos enseña a hacer callar pensamientos, apegos, a mortificar los sentidos y posponer incluso las inspiraciones para podernos ‘hac&r uno’ con nuestros hermanos, es decir, amar­los, servirlos»6. Si el Abandono de Jesús es el camino por el que Dios nos ha reconciliado consigo y se nos ha dado, es también la condi­ción de posibilidad de que nosotros podamos acoger ple­namente este don, acoger a Dios en nosotros en plenitud. Por eso los santos se han abrazado al crucificado como su único tesoro. Por eso los místicos que han alcanzado la unión transformante con Dios han tenido que pasar por las ‘noches’ hasta hacerse nada, como Jesús en la cruz.

Pero si hay que hacerse ‘nada’ para entrar en la unión con Dios, lo mismo para con los hermanos. «Es preciso ser nada (Jesús Aban­donado) ante cada hermano para abrazar en él a Jesús» En el sentido de que yo no puedo dejar que otro espíritu entre en mí si no hago un vacío. Amar ai hermano significa hacerse pobre de espíritu y no poseer sino amor. La máxima medida de esto lo representa Jesús en la cruz.

Así, siendo la vía de unidad con Dios y de unidad con los hermanos y sien­do el rostro histórico de la Trinidad, Jesús crucificado vivido «es laclave para viviren la Trinidad, al modo de la Trinidad»* según la petición de Jesús en su testamento: «Yo en ellos y Tú en Mí, para que sean perfectos en la Unidad» (Jn 17,23).

La cruz de Jesús es la respuesta de Dios al problema del mal y del sufri­miento humano. Porque a aquellos que saben reconocer su presencia en el dolor, y saben decirle su sí, les deja dentro un fruto: el Espíritu Santo, autor de la Nueva Creación, que es capaz de superar el bloqueo paralizante que el sufrimiento genera y permite transformar el dolor en amor.

Jesús abandonado nos capacita para amar siempre: para amar al enemigo, que es un rostro suyo; al repugnante, porque El se ha hecho repugnancia; al que no se lo merece, porque Él ha merecido por todos; al pecador, porque Él se ha hecho pecado. Nos capacita para perdonar siempre, para reconocer la ima­gen de Dios que hay en todo hombre, incluso en el que más ha hecho por deformarla, porque Su rostro ha sido deformado. Todos nuestros ¿por qués? están en Su "¿por qué?" Tendría­mos que hacer resonar el grito del Crucifica­do-Abandonado hasta los últimos confines de la tierra porque en aquel grito la humanidad entera recobrará la esperanza.

II.Resonancias

«Sería como para morirse si no pudiéramos dirigir nuestra mirada a ti, que conviertes, a ti, sobre la cruz, en tu grito, en la más alta suspensión, en la inactividad absoluta, en la muerte viva, cuando hecho frío arrojaste todo tu fuego sobre la tierra y hecho inmovilidad infinita, arrojaste tu vida infinita so­bre noso­tros que ahora la vivimos con embriaguez. Nos basta vernos seme­jantes a ti, ai menos un poco, y unir nuestro dolor al tuyo y ofrecerlo al Padre.

Para que tuviéramos la luz, se nubló tu vista. Para que tuviéramos la unión probaste la separación del Padre. Para que poseyéramos la sabiduría te hi­ciste ‘ignorancia’. Para que nos revistiéramos de inocencia, te hiciste ‘pe­cado’. Para que esperáramos, sentiste la des­esperación. Para que Dios estu­viera en noso­tros, lo experimentaste alejado de ti.»
(Chiara Lubich, Meditaciones, Ma­drid. 1978 Ciudad Nueva, pg.22)

«Poned los ojos en el Crucificado y se os hará todo poco. Si Su Majestad nos mostró el amor con tan espantables obras y tomentos ¿cómo queréis contentarle con sólo palabras? ¿Sabéis qué es ser espirituales de verdad? Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como Él lo fue»
(Teresa de Jesús, El Castillo interior, VII, 4,8)

«Sólo si encontramos en Dios mismo toda perdición, la experiencia de ser abandonado por Dios, la muerte absoluta, la maldición infinita de la condena­ción y el hundirse en la nada, sólo entonces, la comunión con este Dios re­presenta la salvación eterna, la alegría infinita, la elección indestructible y la vida divina»
(J.Mollmann, El Dios Crucificado, Salamanca, 1975, Sigúeme, pg.348)

«Puede decirse que estas palabras sobre el abandono nacen en el terreno de la inseparable unión del Hijo con el Padre»
«Cristo percibe de manera humanamente inexplicable este sufrimiento que es la separa­ción, el rechazo del Padre, la ruptura con Dios» (Juan Pablo II, Salvifici Doloris, n.18)

«En la plena pobreza, la impotencia y el abandono del Crucificado no se trasluce nada de la riqueza, del poder y de la cercanía de Dios. Y, sin embar­go, con la muerte de Jesús se convierte en sede de la obediencia y la con­fianza lo que antes era una experiencia pervertida, muestra de la obstinada cerrazón humana. La interpretación paradójica que el centurión da a la muer­te de Jesús en el Evan­gelio de Marcos ["Verdaderamente este hom­bre era el Hijo de Dios (Me. 15,39)"], desvela el sentido que tal muerte encierra».
(D. Wiederkehr, Mysterium Salutis III/I pg. 648)