Quizá sea la falta de costumbre, pero lo cierto es que me cuesta hablar de mi interioridad y de mi propia historia. Siempre resulta más fácil hablar de lo que uno hace que de lo que uno vive. O hablar de los demás. Siento cierto rubor cuando me piden hablar de mi vocación, de mi vida, de mis intimidades… Mi vida no me parece tan presentable. ¡Hay tantas cosas de las que no enorgullecerme! Además, soy bastante torpe a la hora de expresar mis sentimientos, y considero que no hay mucha “experiencia” que contar: acabo de cumplir diez años desde que fui ordenado sacerdote de manos de un obispo extraordinario: Mons. Uriarte. Mi ministerio ha transcurrido, en su mayoría, centrado en un intenso trabajo en el mundo de la edición (el mundo de los publicanos, que dice un hermano y amigo).
No suelo predicar todos los días. Fuera de los domingos y tiempos fuertes, o días especiales, durante la misa, suelo pasar de la lectura del Evangelio a las preces después de un reverente pero breve silencio. Hoy era Domingo y en la homilía, he sentido una vez más que la voz se me quebraba al hablar de Dios. Es algo que me sucede más a menudo de lo que me gustaría. Es una sensación curiosa. La fe sigue tocando fuertemente mis fibras más profundas y siento que Dios está muy vivo dentro de mí. Esa congoja y emoción se me hace difícil de controlar y me pone en cierto apuro, pues no me gusta sentirme débil en público. No son pocas las veces en que me descubro también así, emocionado y con las lágrimas a flor de piel, en la oración.
No sé muy bien cómo poner palabras a todo esto. Lo cierto es que, en muchos momentos, me descubro envuelto en un inmenso misterio de amor inmerecido. Y pienso: Señor, ¡cuánta gente no lo sabe! ¡cuánta gente no ha tenido la suerte de descubrirte y conocer que les has amado desde el principio del universo! Me encantaría poder gritar como el profeta: “¡Oid, sedientos todos! ¡Venid por agua! ¡Comed sin pagar vino y leche de balde!”.
¿Cómo hablar de esto sin que suene aterciopelado o, lo que sería aún peor, falto de autenticidad? ¿Cómo gritar al mundo este amor infinito que el Señor nos tiene, que hasta al más débil hace poderoso y capaz de lo imposible? Envuelto en este Misterio que se me escapa de las manos me siento pequeño, pecador, necesitado… ¡Me siento tan limitado para llevar esta misión adelante! ¿Cómo ser testigo de ese fuego abrasador, siendo tan pequeño, tan débil…?
Creo que esta es la condición humana de todos y cada uno de los seres humanos. Grandes y maravillosos a los ojos de Dios, pero pequeños, muy pequeños, débiles, muy débiles… aunque seamos de Bilbao. Por esa razón me rebelo ante los que creen que ser sacerdotes les ha añadido un plus a su humanidad, cuando lo único que tal vez les ha dado es un plus a su cultura… o ante los que hacen del ministerio ordenado una casta, un lugar de poder y dominio, una carrera ascendente, un ministerio de predicación de verdades y dogmas seguros que lanzan contra el mundo desde no sé qué roca firme… Me rebelo contra esos curas que creen tener siempre respuesta para todo, incluso respuestas eruditas, apoyadas en la más sana tradición de la Iglesia o incluso en el catecismo, pero que, en el fondo, quizá nunca se enteraron de que la misericordia y la compasión son el único Evangelio predicable.
Cuanto más me veo envuelto en este Misterio de amor inmerecido, menos “seguridades” tiene mi fe, pero, a su vez, más fuerte experimento una suave y tenue certeza: Dios es amor fiel y así hemos de ser los sacerdotes para los demás. Al consagrar y elevar la hostia y el cáliz hoy en el altar me he descubierto, una vez más, envuelto en la verdad más grande del universo: el amor es la única fuerza capaz de transformar el mundo. Me gustaría que así fuera siempre en mí y al Señor le pido que algún día sea capaz de transmitírselo siquiera a alguien.
Fernando Prado, cmf.