No es ningún secreto que hoy día ha habido una masiva caída en la asistencia a la iglesia. Por otra parte, esa caída no corre pareja con el mismo difundido aumento en ateísmo y agnosticismo. Al contrario, más y más gente afirma ser espiritual pero no religiosa, llenos de fe pero no asistentes a la iglesia. ¿Por qué se da este éxodo de nuestras iglesias?
La tentación que hay en los círculos religiosos es culpar a la secularidad de lo que está sucediendo. La cultura secular -arguye mucha gente- es quizás el más poderoso narcótico jamás creado en este planeta, para bien y para mal. Nos engulle completamente a la mayoría con sus seductoras promesas de cielo a este lado de la eternidad. En nuestro secularizado mundo, la búsqueda de la buena vida simplemente exprime casi todos los deseos de una vida más profunda. Curiosamente, esto es también la mayor crítica que los extremistas islámicos hacen a la cultura occidental. Para ellos, es una droga que, una vez ingerida, ya no tiene cura. Por eso quieren bloquear a su juventud de las influencias de Occidente.
Pero, ¿es verdad esto? ¿Es la cultura secular el enemigo? ¿Somos nosotros, asistentes a la iglesia, el último resto auténtico de Dios y la verdad que se mantiene en pie, profético y marginado en una sociedad que es superficial, irreligiosa y sin-dios? Muchos -yo incluido- argüiríamos que esta conclusión es extremadamente simple. La sociedad secular puede ser superficial, irreligiosa y sin-dios (hay más que suficiente evidencia de esto); pero bajo su superficialidad y su congénita alergia a nuestras iglesias, el verdadero deseo religioso aún arde y las iglesias deben preguntarse: ¿Por qué no hay más gente que vuelva a nosotros para tratar de sus aspiraciones religiosas? ¿Por qué hay tanta gente que está buscando espiritualidad sin interesarse en mirar lo que la iglesia ofrece? ¿Por qué, en cambio, vuelve a cualquier cosa excepto a la iglesia? ¿Por qué, de veras, tanta gente tiene la actitud de decir: “La iglesia no tiene nada que ofrecerme; la encuentro aburrida, irrelevante, atrapada en sus mezquinos retos, sin esperanza, al margen de la marcha de mi vida”?
La secularidad es, sin duda, culpable parcialmente, pero también lo son las iglesias mismas. Existe un axioma que dice: “Todo ateísmo es un parásito de un mal teísmo”. Esa lógica también se mantiene en las actitudes para con la iglesia: las malas actitudes para con la iglesia se alimentan de las malas prácticas de la iglesia.
El gran erudito judío Rabbi Abraham Joshua Heschel estaría de acuerdo. En su libro “Dios a la búsqueda del hombre” escribe: “Es habitual culpar a la ciencia secular y a la filosofía anti-religiosa del eclipse de la religión en nuestra sociedad moderna. Sería más honrado culpar a la religión de sus propias derrotas. La religión declinó no porque fue refutada sino porque vino a ser irrelevante, oscura, opresiva, insípida. Cuando la fe es reemplazada del todo por el credo, el culto por la disciplina, el amor por la rutina; cuando la crisis de hoy es ignorada a causa del esplendor del pasado; cuando la fe viene a ser un bien heredado más bien que una fuente viva; cuando la religión habla sólo en nombre de la autoridad más bien que la voz de la compasión… su mensaje viene a ser carente de significado”.
La novelista Marilynne Robinson -que tiene una profunda simpatía y un compromiso por la iglesia- se hace eco de Heschel. Para ella, como iglesias, hoy no estamos irradiando la inmensidad de Dios y el más grande misterio de Cristo. Más bien, a pesar de nuestra buena voluntad, estamos subordinando demasiado el misterio de Cristo al tribalismo, al resentimiento, al temor y a la auto-protección. Esta es una de las mayores razones para nuestra marginalización. La narrativa de la Cristiandad -afirma Robinson- “es demasiado grande para reducirse a servir a cualquier interés estrecho o ser suscrita por alguna historieta menor”. Son nuestras actitudes estrechas -cree ella- las que denigran el mensaje cristiano y dejan las iglesias merecidamente marginadas: “La Cristiandad, falta de dignidad, oscurantista y xenófoba, cierra a muchos” el camino de entrada a la iglesia. “Culpar al mundo de nuestros problemas -arguye- no hace nada por mejorar el respeto que el mundo tiene por la religión o por la Cristiandad. La caída de la asistencia a la iglesia es, en gran parte, falta nuestra, porque muy frecuentemente no estamos irradiando una iglesia con un abrazo compasivo y, de hecho, no estamos dirigiendo las verdaderas energías que arden dentro de la gente. Para Robinson, el mundo secular no es, por sí mismo, irreligioso. Más bien, este mundo ve nuestras iglesias como auto-absorbidas, no-comprensivas y no-empáticas a sus deseos, a sus heridas y sus necesidades. Y así, su desafío a nosotros -asistentes a la iglesia- es este: “Incumbe a cualquiera que se llame cristiano, a cualquier institución que se llama iglesia, dar crédito a la fe, por lo menos para no avergonzarla o desgraciarla. Hacer de Dios una deidad tribal -nuestro Baal local- es embarazoso y desgraciado”.
Hace algunos años, oí a un ministro evangélico exponer el problema de este modo: Como iglesias cristianas, tenemos el agua viva, el agua que Cristo prometió que apagaría todos los fuegos y todas las sedes. Pero este es el problema: ¡Nosotros no estamos llevando el agua viva a donde se dan esos fuegos! ¡Al contrario, estamos rociando agua por todos sitios, menos donde hay un incendio!
Tenía razón. La respuesta al éxodo masivo de nuestras iglesias no nos debe llevar a culpar a la cultura sino a hacer mejores iglesias.