¿Qué querríamos transmitir o provocar en aquellos con quienes trabajamos? Buscamos transmitir una buena noticia que ayude a las personas a situarse en la sociedad de un modo evangélico. En estos años, en los que terminan de configurarse las percepciones y la forma de estar en el mundo, ello es especialmente relevante. En definitiva, cuando trabajamos con un joven en esta etapa desearíamos que llegase a percibir el mundo como creación buena, atravesada por un pecado que deja a veces víctimas ignoradas. Que llegue a percibir el mundo, y dentro del mundo a la Iglesia, como un espacio donde el Reino de Dios, es decir, el proyecto de una humanidad fraterna, reconciliada y sanada, está en camino. Que sepa apoyarse en otros (participar, celebrar, compartir) para colaborar en ese proyecto. Que llegue a percibir la propia vida como misión, y al Dios que está detrás de todo esto como un tú personal con quien cada ser humano puede relacionarse. Y que todas estas percepciones se conviertan en parte de su vida y le iluminen en las percepciones que tome, en el modo de orientar sus proyectos, su trabajo y sus relaciones. ¡Ahí es nada! Aquí se hace pertinente la imagen de la siembra: podemos intentar sembrar, aunque no sepamos cuánto crecerá o cuánto se comerán los pájaros.
¿Qué semillas intentamos sembrar en la pastoral universitaria? Hay cuatro «plantas» que van creciendo en la persona cuando se produce esa maduración creyente. No siempre crecen al tiempo. No siempre se empieza por el mismo sitio. Es más, a veces unas se desarrollarán más que otras. Pero, en buena medida, son las bases para terminar construyendo una casa sobre piedra firme. Esas cuatro dimensiones son:
1) descubrir al Dios de Jesús;
2) comprender y sentirse Iglesia;
3 abrir los ojos al mundo;
y 4) consecuencia de todo lo anterior, que tu ser cristiano se convierta en algo significativo en tu identidad, no en algo anecdótico.
Trataré de explicar a grandes rasgos lo que está implicado en cada uno de esos enunciados.
Descubrir al Dios de Jesús
El corazón de la comunicación del Evangelio está en este anuncio. Está en ayudar a las personas a descubrir en Jesús de Nazareth el rostro humano de Dios, que nos muestra un camino. A descubrir a ese Dios (padre, hijo y espíritu) como alguien presente en nuestras vidas, a quien uno puede dirigirse y a quien puede también percibir a través de la escucha de su palabra, la oración, la celebración o la vida de las gentes. Hoy en día, Jesús sigue siendo una figura tremendamente atrayente. No es de extrañar. Jesús subyuga, impresiona por su presentación de un Dios que es amor y que lo primero que hace es acogernos, abrazarnos y aceptarnos incondicionalmente. Seduce por sus opciones, su vida, su conflicto con los poderosos, su ternura con los débiles, su lógica alternativa, su capacidad de acogida y su libertad frente a las convenciones. Pero, ¡ojo!, en la comunicación del Evangelio entre los jóvenes el gran reto está en no presentar a Jesús únicamente como un tipo imitable, un hombre fascinante que dejó una gran huella. En ese sentido, hay otras personas admirables que resultan impresionantes: Monseñor Romero, la Madre Teresa, Pedro Arrape, Gandhi, Martin Luther King Jr. o Nel-son Mandela son iconos del «bien», con trayectorias ejemplares y testimonios humanos extraordinarios. Sin embargo, Jesús no es sólo un hombre admirable, aunque a veces se empiece a conocerlo a través de esa humanidad ejemplar. La apertura a la trascendencia y a la interioridad (dos movimientos complementarios) como espacio de encuentro con el Dios de Jesús es una de las claves a la hora de ayudar a la gente a crecer hacia una fe adulta.
Sentirse Iglesia
La experiencia de comunidad y de cuerpo es parte de la fe. Corremos el riesgo de percibir la religión como una cuestión íntima, personal y particular, que tiene que ver con Dios y con uno mismo. Y punto. Como, además, nos encontramos hoy en día con muchas suspicacias hacia lo institucional-eclesial, es fácil dejar de lado esas dimensiones cuando se trata de la fe. Sin embargo, lo eclesial es importante y necesario. Porque nuestra fe no es pura vivencia interior, sino también algo colectivo y compartido.
Es fácil reducir «lo eclesial» a las cuestiones de magisterio y jerarquía y, dentro de ello, a los aspectos más problemáticos. Sobre todo cuando se trabaja con gente joven, que en estas cuestiones suele resistirse a aceptar que muchas veces hay que tener paciencia. Creo que hay una doble línea de trabajo en esta «presentación» de lo eclesial. Por una parte, es cierto que muchas veces hay que tratar de ofrecer información, pistas y herramientas para que la persona aprenda a lidiar con aquellos aspectos problemáticos que en la Iglesia parecen no estar claros. Pero conviene no quedarse en eso (si sólo es eso, hablaremos de Iglesia cuando hablemos de sexo, y poco más). Es importante también ayudar a comprender la riqueza, la amplitud, la complejidad de esta Iglesia nuestra, a educar para aceptar las diferencias… y a sentirse parte de ella.
Ese sentirse parte de algo, la experiencia de comunidad, es gradual. Muchas veces, en pastoral universitaria, pasa por sentirse -a menudo con tus amigos- parte de una asociación, de un grupo, de un movimiento juvenil, de una comunidad de vida… Pero es importante no encerrarse en ese grupo propio. Conviene ayudar a ver que, cualquiera que sea dicha comunidad, es parte de algo más amplio, está inserta en la Iglesia. Y ello por dos razones: la primera, y más clara, porque comprender que se forma parte de un cuerpo universal es esencial en nuestra fe; la segunda, y muy práctica, porque si no se produce ese aprendizaje, a menudo la gente sólo se siente parte de su grupo, y cuando lo abandona, por ejemplo al cambiar de etapa o de ciudad, pierde el sentido de pertenencia.
Abrir los ojos al mundo
La fe nos enseña a mirar el mundo de otra manera. La mirada creyente tiene sus acentos propios. Habla de amor y de cruz, de salvación y de pecado, de bienaventuranza y de misión, de creación y de vocación. Descubre una lógica distinta en la manera de actuar y de vivir. En concreto, el Evangelio nos llama a descubrir al otro como «mi prójimo». Y, dentro de eso, al más herido como a quien más me necesita. Nos llama a desenmascarar el pecado que destruye otras vidas y a proclamar la salvación como una posibilidad que empieza aquí. Una salvación que se concreta en la alegría de vivir, la fraternidad, la solidaridad, la reconciliación; una justicia teñida de misericordia; etc. Ahora bien, para percibir estas afirmaciones como la verdad profunda que en realidad son, es importante saber mirar el mundo. Nuestra fe es en un Dios encarnado, es decir, que se mete hasta el fondo de la realidad, que mira más allá de márgenes estrechos.
La pastoral universitaria y de jóvenes adultos también permite, y a menudo demanda, aprender a mirar el mundo. Abrir los ojos y asomarse a determinadas realidades. Es frecuente encontrarse con gente joven que todavía no ha salido de determinados círculos, estilos, dinámicas. Que, si ve algo distinto, es por televisión. Y que, a poco que se descuide, podrá seguir así toda su vida. Que conste que no lo digo como reproche. ¿Por qué vas a salir de lo que conoces, si nadie te invita a hacerlo, no sientes inquietud por ello o no se te ocurre cómo? Es por eso por lo que la pastoral universitaria debe esforzarse por ayudar a las personas a asomarse al mundo complejo y, de un modo particular, al mundo más herido -pues es desde abajo desde donde nuestro Dios nos enseña a sentir-. En ese asomarse, la esperanza es que la realidad de otras vidas transforme la vida propia. ¿Cómo hacerlo? De nuevo, hay dos posibilidades, a veces complementarias. Hay una parte de formación/información que puede ofrecerse con lecturas, reuniones de grupos, conferencias, discusiones, etc. Y hay otra parte de contacto directo y real con «otras gentes». Los voluntariados, las experiencias de inserción en contextos distintos, la implicación puntual en campañas…: todo ello ayuda a abrir los ojos, a desarrollar una sensibilidad y una preocupación diferente por los otros. Es posible que con ello la persona no esté «transformando» nada, no esté arreglando nada. Pero, en esta etapa de la vida, no debemos olvidar que estamos en ese tiempo de siembra en el que se gestan las que luego pueden ser vidas vividas de una forma u otra.
Construir una identidad cristiana
La consecuencia de los tres acentos anteriores es la maduración de la propia identidad cristiana y la percepción de la propia vida a la luz del Evangelio. No es que sea el último paso. Desde el comienzo (empecemos por donde empecemos), lo que la persona hace, aprende, piensa, siente, celebra, duda, discute y comparte va repercutiendo en su manera de vivir y percibirse como cristiana. Uno va descubriéndose frágil y llamado, pecador y discípulo, prójimo, hijo de Dios y hermano de otros. Ello lleva a la persona a releer su propia vida desde la buena noticia de Jesús. En concreto, en esta etapa de la vida yo me daría por más que satisfecho si, tras un periodo de búsqueda y encuentro, el chico o la chica pudiese llevarse tres cosas:
a) Sentir a Dios como Padre que nos ama tal como somos. Sentirlo como un Dios que nos conoce, en lo bueno y en lo malo, y nos acoge. Como un Dios que puede hacer fuerte nuestra debilidad. Un Dios que es para uno refugio, tesoro, casa y amor, alivio en las horas oscuras y fuente de alegría siempre.
b) Descubrir la propia vida como vocación. Normalmente, en pastoral universitaria hay que andar con cuidado con este término, porque parece que inmediatamente vas a pedir a la gente que se haga cura, religioso/a o se vaya a misiones. Como que eso sería la vocación, y el resto no sería sino «ir tirando». En realidad, todos podemos sentir nuestra vida como respuesta a ese Dios que nos ama y nos invita a compartir su proyecto. Entender la propia vida como respuesta es una clave para la madurez. Esto tiene mucho que ver con las búsquedas de sentido de que hablaba al describir a los jóvenes.
c) Sentir que uno tiene una misión. Muy relacionado con lo anterior está el percibir que el evangelio es, sobre todo, un proyecto para la humanidad. Lo llamamos «el Reino de Dios» y empieza a darse en la historia real. Es una misión colectiva el construir dicho reino, y cada uno de nosotros puede ir haciéndolo real en su vida concreta, en su formas de amar, servir, vivir, disfrutar o sufrir… Y en esa misión participamos de un formidable proyecto colectivo, que tiene dos mil años y que no se agota en sí mismo: el proyecto de esta Iglesia nuestra.
Nota: Es una parte de un artículo más largo. Consultar la Revista