Hace algunos años, fui demandado por un obispo en relación a un artículo que yo había escrito. Estábamos conversando en su oficina, y el tono alcanzó de momento cierta tensión: “¿Cómo puede Vd. escribir algo semejante?”, preguntó. “Porque es verdad”, fue mi brusca respuesta. Él ya sabía que era verdad, pero ahora, dándose cuenta de eso, se puso más consciente de las cuestiones que discutir: “Sí, ya sé que es verdad, pero eso no significa que tuviera que ser dicho de esa manera en un periódico católico como el nuestro. Esto no es una clase de universidad ni el New York Times. Es un periódico diocesano, y ese no es el mejor contexto en el que decir algo como eso. Confundirá a muchos lectores”.
Yo no soy inmune al orgullo y la arrogancia, y así mi reacción espontánea fue defensiva. Inmediatamente hubo ciertas voces en mí que decían: “Sólo estoy diciendo que es verdad. La verdad necesita ser dicha. ¿Por qué está temeroso de oír la verdad? ¿Estamos haciendo de hecho un favor a la gente protegiéndola de cosas que preferiría no oír?”
Pero estoy contento de haber aguantado mi orgullo, refrenado mi lengua, musitado una medio sincera disculpa y salido de su oficina sin decir en voz alta ninguna de esas cosas porque, después de que mis sentimientos iniciales se habían apaciguado y yo había tenido una reflexión más sensata y piadosa sobre nuestra conversación, me di cuenta de que él tenía razón. Tener la verdad es una cosa, expresarla en un lugar y de una manera que sea provechosa es bastante diferente. No es por nada que Jesús nos invitó a decir nuestra verdad en parábolas porque la verdad, como una vez dijo T. S Elliot burlonamente, no puede ser siempre creída del todo, y el contexto y tono en el que es expresada generalmente dictan si es provechoso o no decirla en un momento dado o a una persona dada. Dicho simplemente, no siempre es provechoso, ni caritativo, ni maduro lanzar una verdad a la cara de alguien.
San Pablo dice otro tanto en su carta a los Romanos en palabras que tienen esta finalidad: Los que somos fuertes debemos estar atentos a esos que son sensibles a cosas como estas, sin complacernos a nosotros mismos. (Romanos, 15, 1). Eso puede encontrar como un apadrinamiento, como si Pablo estuviera diciendo a cierta élite que modere algunas de sus visiones y acciones iluminadas por amor de aquellos que son menos ilustrados, pero eso no es lo que está en juego aquí. Poner esta clase de advertencia resulta un discernimiento fundamental que es críticamente importante en nuestra enseñanza, predicación y práctica pastoral, a saber, la distinción entre Catequesis y Teología, la distinción entre alimentar y sostener la fe de alguien como opuesta a ampliar la fe de alguien hasta hacerla más universalmente compasiva.
La catequesis se propone enseñar doctrina, enseñar oraciones, enseñar creencias, clarificar enseñanzas bíblicas y eclesiales, y dar a la gente un contenido sólido y ortodoxo con el que entender su fe cristiana. La teología, por otra parte, presupone que los que están estudiándola están ya catequizados, que ya conocen sus creencias y oraciones, y tienen un fundamento sólido y ortodoxo. La función de la teología, entre otras cosas, es entonces ampliar la visión a sus estudiantes dándoles la herramientas simbólicas con las cuales entender su fe de una manera que no deje rincones oscuros y escondidos en los que teman arriesgar por temor a perturbar su fe. Catequesis y teología tienen diferentes funciones y se deben respetar mutuamente ya que ambas se necesitan: Los jóvenes brotes de plantas necesitan ser protegidos y nutridos cuidadosamente; cuando son más viejos, a las plantas maduras hay que dar los recursos para vivir y crecer con vigor en todos los desafíos medioambientales en los que se encuentren.
Así el desafío que me vino del obispo fue, en efecto, ser más cuidadoso con mi audiencia como para distinguir clases de teología y publicaciones académicas, de situaciones catequéticas y periódicos de iglesia.
Eso me condujo también a un especial desafío de humildad y caridad, como mostró, por ejemplo, el filósofo-científico Pierre Teilhard de Chardin: Anciano, retirado y en decadente salud, aún se encontró “silenciado” por el Vaticano al ser prohibida la publicación de sus pensamientos teológicos. Pero más bien que reaccionar con ira y arrogancia, reaccionó con caridad y humildad. Escribiendo a su Provincial jesuita, reconoce necesidades más allá de sí mismo: “Reconozco plenamente que Roma puede tener sus propias razones para juzgar que, en su presente forma, mi concepto de Cristiandad puede resultar prematuro o incompleto y que, en estos momentos, su difusión más amplia puede, por tanto, ser inoportuna… (Esta carta) es para asegurarte que, a pesar de cualquier aparente evidencia de lo contrario, estoy resuelto a permanecer siendo hijo de obediencia. Obviamente, no puedo abandonar mi propia búsqueda personal; eso me envolvería en una catástrofe interior y en deslealtad a mi más estimada vocación; pero he dejado de propagar mis ideas y estoy limitándome a llevar a cabo en ellas una mirada personal más profunda”.
Reconociendo la importancia de la sensibilidad sobre dónde y cómo expresar la verdad, Jesús advierte: “Decid vuestra verdad en parábolas”.