La virginidad, la pobreza y la obediencia constituyen las tres dimensiones más hondas del vivir humano de Cristo. No fueron algo secundario o marginal en su existencia, sino algo constitutivo de su modo histórico de ser y de vivir para los demás.
¿Qué significaron, en la vida-misión de Jesús, estos tres ‘consejos’ evangélicos, considerados globalmente? Podemos responder a esta pregunta en forma deiva, con tal de que entendamos las distintas afirmaciones sucesivas como convergentes y como complementarias entre sí:
a) Amor total demostrado. Los consejos evangélicos fueron y significaron, en la vida de Jesús, amor total demostrado, o demostración, prueba fehaciente e irrefutable de amor total
a Dios y a los hombres. Cristo no vivió ni pudo vivir la virginidad, la pobreza y la obediencia como medios para conseguir el amor perfecto, sino como expresión de ese perfecto amor. No para hacer posible el amor, sino para hacer visible el amor. Para demostrar el máximo amor al Padre y a los hermanos.
Cristo hubiera amado con el mismo amor total a su Padre y nos hubiera amado a nosotros en igual medida, si hubiera vivido de otra manera, sin el mínimo peligro para su plena libertad o para dejarse llevar por el egoísmo. Pero no nos habría demostrado, es decir, no nos habría hecho ver con la misma claridad y evidencia ese amor y esa libertad. (Demostrar es no sólo ”hacer ver” o “mostrar”, sino hacer ver con argumentos, ‘meter por los ojos’, dar pruebas convincentes. La virginidad-pobreza-obediencia de Jesús fueron un grito existencial de amor y testimonio irrefutable de libertad).
A este respecto, escribe Augusto Andrés Ortega: “En Cristo, los consejos no pueden ser concebidos sino como el cumplimiento y la expresión más cimera de este amor… Hay que afirmar enérgicamente: Cristo Nuestro Señor no ha podido practicar los consejos evangélicos para hacer en él posible, removiendo obstáculos, la perfección. Sería un absurdo. Cristo ha practicado los consejos evangélicos porque ellos son perfección de amor. O la perfección en el amor, es decir, la donación de sí mismo sin reservas”1.
b) Donación total de sí mismo. El amor se manifiesta siempre con el don. Y el amor total, con el don total que es el don de sí mismo. Amar es dar y, sobre todo, darse. Jesús no se pertenece y no vive para sí. Por eso, vive enteramente para los demás, para Dios y para los hombres, es decir, para el Reino. Literalmente se desvive.
Jesús puso al servicio de los otros -del Padre y de los hermanos- todo lo que era y todo lo que tenía: su Filiación, que es su propiedad divino-personal, su experiencia de Dios, su doctrina, su tiempo, su misma vida. Porque vivió enteramente como Hijo del Padre, pudo vivir enteramente como hermano de todos los hombres. Vivió la fraternidad universal, porque vivió la filiación sustantiva. Porque fue y es el Hijo, es decir, !a Filiación personificada, es también la máxima encarnación de la fraternidad. En Jesús, la vivencia de la virginidad, de la pobreza y de la obediencia tiene esta fundamental significación: Ser y vivir enteramente para Dios y para los hombres, a la vez; vaciarse sin reservas de sí mismo en orden a ser de y para los otros; desvivirse por los intereses del Reino.
c) Vivencia anticipaba del Sacrificio de su muerte. La virginidad-pobreza-obediencia fueron, en la vida de Jesús, parte integrante de su kénosis, del misterio de su “anonadamiento”, que culminó en la Muerte de Cruz. Desde el punto de vista ontológico, la Encarnación es el máximo anonadamiento. El Hombre-Jesús no se pertenece a sí mismo, no tiene un “yo” humano con-natural, que sea sujeto último de sus propias acciones. Su verdadero “yo” es la persona divina del Verbo. Y este anonadamiento sustantivo, Jesús lo vive y lo revive, en un proceso dinámico que dura toda su vida, por medio de estas tres actitudes, que hoy llamamos ‘consejos’ evangélicos, y que fueron parte esencial de su vida histórica.
No sólo la obediencia (cf Flp 2, 8), sino también la pobreza y, sobre todo, la virginidad, tal como Cristo las vivió, constituyen y expresan, con igual o mayor exactitud aún, el mismo misterio de anonadamiento de que habla san Pablo. La kénosis que Jesús vive no es mera renuncia, ni puro vaciamiento, sino autodonación por amor. El sacrificio de Cristo no consistió en ofrecer víctimas y holocaustos, si-no en ofrecerse a sí mismo (cf Heb 7,27); ni en ofrecer la sangre de animales, sino su propia sangre (cf ibid., 9, 12).
Y este sacrificio duró toda su vida y tuvo su consumación última en la Cruz. Los consejos evangélicos fueron, en Cristo, realización dinámica y expresión existencial de este permanente sacrificio y anticipación de su futura muerte. Cristo no pudo renunciar a su ser divino: no pudo dejar de ser Dios. Esto es impensable porque es imposible. Pero renunció a su condición divina gloriosa, es decir, renunció a manifestar de un modo habitual en su humanidad la gloria que le correspondía en virtud de su divinidad. No hizo valer sus derechos. Se despojó de su rango. Siendo Señor y Rey. Se presentó como siervo y como esclavo. ”Lo que la tradición ha llamado los consejos evangélicos son, en realidad, los aspectos principales de esta imitación del género de vida de Cristo, realización y expresión sensible de su entera dedicación a la vida del reino, prefiguración y vivencia anticipada de la completa donación de su vida como Sacrificio por la redención del mundo"2.
d) Inauguración del “modo celeste de vida”. Los consejos evangélicos, en Cristo, fueron no sólo anticipación del sacrificio de su muerte, sino anticipación de su resurrección gloriosa, prefiguración de la nuestra e inauguración en este mundo de la vida celes-te. Mediante su virginidad, pobreza y obediencia, Cristo vivió, de modo absolutamente perfecto, su Filiación divina y mañana y su Fraternidad universal, haciendo ya presentes en esta etapa terrena del Reino los bienes definitivos y las actitudes esenciales del Reino consumado.
Por su comunión de vida, por su entera consagración al Padre, por su obediencia incondicional y, de una manera especial, por su virginidad, Cristo adelantó, aquí y ahora, la condición esencial de la vida celeste, estableciendo un tipo de relaciones, divinas y humanas, válidas para la otra vida.
¿Que son y qué deben significar en nosotros los consejos evangélicos? Por de pronto, tienen que ser, fundamentalmente, lo mismo que fueron en Cristo y tener la misma significación que tuvieron en él. De lo contrario, tendremos que negar su origen, su fundamentación y su sentido cristológicos, lo que iría abiertamente en contra del concilio y del magisterio posconciliar, en contra de la mejor tradición y de toda la teología. Y sería negar la condición evangélica de la vida religiosa.
Si la vida religiosa es, en su misma esencia, seguimiento e imitación radical de Jesucristo-virgen-pobre-obediente. estos consejos evangélicos son y tienen que ser de verdad, como en él, expresión y demostración de amor total al Padre y a los hermanos, donación y entrega sacrificial de nosotros mismos, revivencia de su anonadamiento y, de una manera especial, anticipación e inauguración de la vida celeste, o sea, del modo de vida del Reino consumado. Los consejos evangélicos, tal como se pretenden vivir en la vida religiosa, son afirmación clara de la primacía absoluta de Dios y de la absoluta trascendencia del Reino, presencia en es-te mundo de los bienes definitivos, prefiguración y experiencia de la vida eterna v de la resurrección gloriosa (cf LG 44).
Pero, una vez dicho y afirmado esto, que es lo más importante, hay que añadir una afirmación complementaria. En nosotros, además, los consejos evangélicos se convierten en medios removedores de obstáculos, en ‘mortificación’ progresiva de las raíces de pecado -de codicia, de egoísmo, de soberbia- que hay en nosotros incluso después del bautismo, y que un día pueden transformarse en frutos de pecado. Son pedagogía para el amor, además de ser constitutivamente amor. Porque a amar se aprende amando. Es ésta una significación que en Cristo no tuvieron. Por eso, sería muy grave reducir a ésta -al fin y al cabo, secundaria y derivada, aunque necesaria- la significación de los consejos evangélicos en la vida religiosa. Porque sería privarles de todo su sentido cristológico y, en consecuencia, vaciarles de su mejor contenido. Dejarían, entonces, de ser realidades y actitudes evangélicas, para ser simplemente costumbres ascéticas o medio humanos de purificación.
Después de haber descrito, en apretada síntesis, el sentido global que los ‘consejos’ evangélicos tuvieron en la vida de Cristo, podríamos describir, ahora, el contenido esencial de la virginidad, pobreza y obediencia, tal como él las vivió, y tal como se pretenden vivir en la vida consagrada, por la acción carismática del Espíritu y por designio amoroso del Padre, que quiere que “los rasgos característicos de Jesús -virgen, pobre y obediente- tengan una típica y permanente visibilidad en medio del mundo” (VC 1), diciendo, también en síntesis:
La virginidad de Cristo fue amor total e inmediato, divino y humano, al Padre y a los hombres todos; don escatológico, profecía en acción, anuncio y presencia del reino futuro; inauguración real del género de vida y de la condición definitiva que todos tendremos en el reino consumado; donación total de sí mismo; signo y preludio eficaz de su resurrección y de la nuestra; fundación de una fraternidad universal y de una comunidad de gracia, no basada ni en la carne ni en la sangre, sino en el Espíritu. Por eso y para eso, renunció a toda mediación en el amor, a fundar una familia propia, al ejercicio de la sexualidad, a toda polarización y, por supuesto, a toda forma de egoísmo.
Hacer profesión de castidad-virginidad significa, por tanto, comprometerse con voto en la iglesia -en respuesta a una peculiar vocación divina- a amar inmediatamente a Dios y a los hombres todos con el mismo amor total, divino y humano, de Cristo, renunciando a toda polarización y a toda mediación en el amor: prolongando y haciendo visible en la Iglesia y en el mundo el estado de virginidad vivido por él, como forma de vivir enteramente para el reino, y creando una fraternidad universal, con un tipo de relaciones interpersonales que seguirán siendo válidas en la otra vida, por trascender toda mediación fundada en los sentidos. La renuncia a la mediación -santa y santificadora- del matrimonio y al ejercicio de la sexualidad es una consecuencia lógica de este amor inmediato, total y universal.
De igual modo, la obediencia en Cristo fue plena y amorosa sumisión filial al querer del Padre, manifestado y conocido muchas veces a través de numerosas mediaciones humanas. Fue un estado y una actitud de perfecta docilidad, activa y responsable, a la voluntad del Padre. Fue saberse no sólo el centro del plan salvador, aceptado por él incondicionalmente, con todas sus consecuencias, sino, también y sobre todo, tener conciencia viva de ser personalmente el mismo plan salvífico del Padre, la encarnación perfecta de su designio de salvar a los hombres.
Hacer voto de obediencia significa comprometerse ante Dios y ante los hermanos a vivir en actitud de total docilidad a la voluntad amorosa del Padre y a acogerla filialmente como único criterio de vida, sean cuales fueren las mediaciones humanas o los signos a través de los cuales se manifiesta esa voluntad. (Conviene recordar que las distintas mediaciones no están todas al mismo nivel, ni ofrecen la misma garantía en la interpretación de la voluntad divina. Existe entre ellas una verdadera y ordenada subordinación, que hay que reconocer y respetar. Los superiores, desde luego, no son los únicos cauces por los que llega hasta nosotros la voluntad de Dios. Ellos también entran en el número y en la condición de “mediaciones”, aunque -según sus grados- son mediaciones cualificadas, y pueden considerarse como “interpretes” reconocidos oficialmente en la Iglesia y por la Iglesia, de esa divina voluntad para sus hermanos). Las mediaciones, como la misma palabra indica, están ‘en medio’, no al final de nuestra obediencia. El término de toda obediencia cristiana es Cristo y, definitiva, Dios. Las mediaciones cumplen una ‘función’ de testigos e intérpretes, en orden a que nosotros podamos conocer con suficiente garantía y cumplir la voluntad de Dios, “único digno de una entrega tan radical de la persona humana” (RC 2).
Y la pobreza ¿qué significó en el provecto humano de vida de Jesús de Nazaret? La pobreza de Cristo fue, de cara al Padre, confianza absoluta, expresada y objetivada en una explícita renuncia a todo otro apoyo, para afirmar decididamente que se apoyaba sólo en él; fue proclamación solemne de la relatividad de todo lo creado frente al valor absoluto del reino. De cara a los hombres, fue disponibilidad y comunicación de todo lo que era y de todo lo que tenía. De cara a sí mismo, la pobreza fue parte integrante de su misterio de anonadamiento. Y, frente a los bienes de este mundo, fue una soberana libertad: Necesitando pocas cosas para vivir, y aun ésas, necesitándolas poco; pero amándolo todo, y no despreciando nada.
Prometer vivir en pobreza quiere decir empeñarse en confiar infinitamente en Dios, apoyándose sólo en él, renunciando -personal e institucionalmente- a toda forma de seguridad, que pudiera oscurecer, ante la propia conciencia o ante la conciencia de los demás, que Dios es la única seguridad; vivir decididamente para los demás, compartiendo todo lo que se es y todo lo que se tiene con los hermanos; no pertenecerse para pertenecer a todos, ni hacer valer algunos derechos fundamentales y su respectivo ejercicio, para promover los derechos de los otros, especialmente de los más desvalidos y necesitados; y mantener frente a todas las cosas de este mundo una plena libertad y una activa independencia. Por eso y para eso, se hace también un compromiso de dependencia adulta en el uso de los bienes materiales.
La vida consagrada re-vive y re-presenta ‘sacramentalmente’ -es decir, de manera visible, verdadera y real- en la Iglesia y para el mundo el género de vida vivido por Cristo y por María, sus actitudes y disposiciones interiores y también la expresión sensible -externa y objetivada- de esos mismos estados espirituales, por medio de la profesión pública de los consejos evangélicos.