La caridad consiste en ser de buen corazón, pero la justicia consiste en algo más. La capacidad individual de compartir los sentimientos de otros es buena y virtuosa, pero no cambia necesariamente las estructuras sociales, económicas y políticas, que inmolan injustamente a ciertas personas y privilegian indebidamente a otras. Necesitamos ser justos y buenos de corazón, pero necesitamos también tener una política justa y buena.
Jim Wallis, hablando más específicamente sobre el racismo, lo dice así: Cuando protestamos de que no estamos implicados en sistemas injustos diciendo cosas como “tengo amigos negros”, necesitamos desafiarnos a nosotros mismos: No es solamente lo que hay en nuestros corazones lo que está en disputa; es también lo que está en el corazón de la política pública. Podemos tener amigos negros; pero, si nuestras políticas son racistas, no hay aún justicia en la tierra. La sola buena voluntad individual no siempre contribuye a que un sistema les resulte justo a todos.
Y eso está precisamente en este punto donde vemos la crucial distinción entre caridad y justicia, entre ser de buen corazón como individuos e intentar asegurar, como comunidad, que nuestros mismos sistemas sociales, económicos y políticos no sean la causa de las mismas cosas a las que tratamos de responder en caridad. ¿Qué es lo que causa la pobreza, el racismo, la disparidad económica, la falta de acceso justo a la educación y al cuidado de la salud, y la irresponsabilidad con la que frecuentemente tratamos la naturaleza? Las actitudes individuales, cierto. Pero la injusticia es también el resultado de las políticas sociales, económicas y políticas que, cualesquiera que sean sus otros méritos, ayudan a producir las condiciones que causan abundante pobreza, desigualdad, racismo, privilegio y falta de serio compromiso por el aire que respiramos.
A la mayoría de nosotros -sospecho yo- le es familiar una historia que es usada frecuentemente para distinguir entre caridad y justicia. Ocurre de esta manera: Había una ciudad edificada a lo largo de un río, pero situada alrededor de un recodo, de modo que la gente del pueblo podía ver sólo esa parte del río que bordeaba su ciudad. Un día, unos pocos niños estaban jugando junto al río cuando vieron cinco cuerpos flotando sobre el agua. Fueron rápidamente a ayudar, y la gente de la ciudad a la que alertaron hizo lo que cualquier persona responsable haría en esa situación. Se ocuparon de los cuerpos. Sacándolos del río, encontraron que dos estaban muertos, y los enterraron. Tres estaban aún vivos. Uno era un niño, al que rápidamente encontraron un hogar adoptivo; otro era una mujer seriamente enferma, a la que ingresaron en un hospital; el último era un joven, y le encontraron un empleo y un lugar donde vivir.
Pero la historia no acabó ahí. Al siguiente día, aparecieron más cuerpos y, de nuevo, la gente del pueblo respondió como anteriormente. Se ocuparon de los cuerpos. Enterraron a los muertos, colocaron a los enfermos en los hospitales, encontraron hogares adoptivos para los niños, y empleos y lugares donde vivir para los adultos. Y así continuó eso durante años, de modo que ocuparse de los cuerpos que encontraban cada día llegó a ser el rasgo normal de sus vidas y se convirtió en parte de la vida de sus iglesias y su comunidad. Unos pocos motivaron altruistamente a la gente, incluso lo hicieron el trabajo de su vida para cuidar de esos cuerpos.
Pero… -y este es el punto- nadie fue nunca al río para ver de dónde y por qué razones continuaban apareciendo cada día esos cuerpos en el río. Simplemente, continuaron de buen corazón y generosos en su respuesta a los cuerpos que encontraban su camino a su ciudad.
La lección es suficientemente clara: Una cosa (necesaria, buena y cristiana) es ocuparse de los indigentes cuerpos que encontramos a la puerta de nuestra casa, y otra cosa (también necesaria, buena y cristiana) es ir contra corriente para intentar cambiar las cosas que están causando que esos cuerpos estén en el río. Esa es la diferencia entre la caridad de buen corazón y actuar en favor de la justicia social.
Pero tristemente, buenos cristianos como somos asistiendo a la iglesia, hemos sido demasiado lentos en acoger esto, y consecuentemente no hemos recogido las demandas de Jesús y la fe para sobrellevar tan fuertemente la cuestión de la justicia social como hemos estado para traerlas con el fin de mantener la caridad. Demasiados hombres y mujeres, buenos, de buen corazón, asistentes a la iglesia, caritativos, simplemente no ven las demandas de justicia hasta estar algo más allá de las demandas de la caridad privada y bondad de corazón. Y así, con frecuencia somos de suficiente buen corazón y entregamos, literalmente, a una persona necesitada la camisa que nos quitamos de nuestra espalda, aun cuando rehusamos mirar por qué nuestros armarios están repletos mientras otros no tienen una camisa.
Pero esto no debería ser malentendido. La demanda del evangelio de que actuemos en favor de la justicia de ningún modo desmerece la virtud de la caridad. La caridad es aún la suma virtud y, a veces, la única influencia positiva que podemos hacer en nuestro mundo es precisamente el amor, uno a uno, y el respeto que nos damos unos a otros. Nuestra propia bondad individual es a veces la única candela que tenemos para encender.
Pero esa bondad y luz deben alumbrar públicamente también, a saber, en la manera como votamos y qué políticas públicas promovemos o combatimos.