Cuando un joven de diecisiete, veinte o más años acepta la invitación del Maestro para ser misionero, hay que decirle, con mucha claridad, que entre otras muchas cosas deberá:
• Trabajar diez o más horas al día.
• Tener una gran responsabilidad ante Dios y ante los hombres.
• Entregar a su comunidad su sueldo, inferior al que recibe un albañil.
• Vivir, en ocasiones, en zonas marginales y en casas grandes o pequeñas, a veces inhóspitas y frías.
• Organizar su vida con su comunidad local, sin ir por libre.
• Ver que hay "puertas" que se cierran a su paso.
• Constatar que muchos le consideran inútil.
• Soportar bromas de mal gusto y miradas compasivas o despectivas.
• Hablar y ser criticado o no ser escuchado.
• Amar a todos, en particular a los que nadie quiere o no se lo merecen.
• Cargar con problemas ajenos, sin que sea reconocida su labor.
• Trabajar codo a codo con seglares que, gracias a Dios, ya tienen unos conocimientos humanísticos y técnicos, a veces pastorales, superiores a los suyos.
• Orar y sufrir la "tardanza" de ser escuchado por Dios.
• Predicar y celebrar los sacramentos, dándose cuenta muchas veces de que los presentes están “ausentes”.
• Enfermar y tener que aguardar turnos en los centros de salud.
• Agonizar y tener junto a su cama sólo a los hermanos de comunidad .
Con esta perspectiva ¿quién se apunta a ser misionero? Pues sí, algunos jóvenes aceptan la invitación del Maestro y son capaces de dejar "barca y redes" en la playa de las ventajas humanas para seguir a Jesús.
Pero, ¿a cambio de qué? Hace casi dos mil años a Pedro, el pescador de Galilea, se le ocurrió hacer esta misma pregunta a Jesús: "Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido: ¿qué recibiremos, pues?
Jesús le dijo:
-Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido en la regeneración, cuando el hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo aquel que haya dejado casas, hermanas, hermanos, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna".
En verdad, los misioneros reciben mucho más de lo que dejan. Se encuentran con Dios, consigo mismos y con los demás a nivel de profunda amistad, verdad y gratuidad. Se sienten armónicamente situados en este gran hogar que es la tierra, y ubicados en su sitio, sin envidiar el de los demás. Ser feliz, al fin y al cabo, es aceptar lo que a uno le corresponde ser y tener ni más ni menos lo que se necesita. Todo lo demás son inútiles pretensiones y sobra. Pero se trata de una profesión de alto riesgo, sin duda…