Ser sacerdote es una vocación y una misión. El sacerdocio se hace historia personal de acogida del don del Espíritu, que unge y envía, y de respuesta a ese mismo don en las diversas circunstancias de la vida. No hay, pues, sacerdotes en abstracto y hay muchas figuras de sacerdote. Tienen una fundamental coincidencia en la configuración con Jesús, único y eterno sacerdote. Pero el modo de desarrollar el ministerio es muy diverso, según los dones del Espíritu.
El 23 de mayo de 1963 celebraba la Iglesia el día de la Ascensión. Un buen grupo de seminaristas claretianos llegábamos al altar. El obispo ordenante era el Cardenal Aracadio María Larraona, misionero claretiano. Eran tiempos conciliares, pero no habían sido actualizados los ritos de la ordenación presbiteral. Al terminar la lectura del evangelio del día, que concluía con el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15), se apagaba el cirio pascual, signo de la presencia de Jesús entre los hombres. A continuación comenzó el rito de la ordenación. Era otro signo, esta vez sacramental, de la presencia de Jesús en sus elegidos para que continuaran su obra de ir haciendo el bien por donde pasaran.
Soy sacerdote misionero claretiano. Una forma de vivir el ministerio ordenado bien precisa, pues el modelo de sacerdote que tuve delante de mi a la hora de recibir el sacramento del orden era San Antonio María Claret, imitador de Jesús, formado en la fragua del Corazón de María para ser misionero apasionado e infatigable en el anuncio del Evangelio. Claret pensó en su sacerdocio desde su vocación misionera, con proyección universal, pendiente de los cuatro puntos cardinales, sensible y comprometido con quienes más pudieran necesitarlo. Su itinerario de la vida espiritual y misionera, reflejado en su Autobiografía y Escritos espirituales, fueron fuentes de inspiración para configurar mi decisión de responder a la llamada al sacerdocio. Descubrí el valor de la Palabra, de la Eucaristía, de las urgentes necesidades de anunciar el Reino de Dios por todo el mundo. Me sentí afectado por su lema, tomado de San Pablo, “la caridad de Cristo nos apremia”, y sentía que se abrazaban la caridad apostólica y la disponibilidad misionera.
He tratado de vivir el sacerdocio de Cristo, al estilo de Claret, en diversas tareas como servidor de la Palabra, muchas veces hablada y no pocas escrita; como ministro de la Eucaristía y de la Penitencia y como servidor, directa o indirectamente, de comunidades a través del gobierno. Tanto en los cargos de formación sacerdotal, fuera y dentro de la Congregación Claretiana, como en las diversas ocupaciones de profesor, director de la revista Vida Religiosa y servicios de gobierno, he intentado dejar la huella del ministerio sacerdotal. No he sido párroco ni he tenido actividades pastorales “propiamente” diocesanas, pero en toda actividad me he sentido colaborador de los Pastores para el bien de la Iglesia y la salvación de los hombres. Ninguna persona me ha sido indiferente, ninguna realidad de sufrimiento me ha sido ajena, como tampoco he dejado de hacer crecer en la esperanza. Con muchas limitaciones, pobrezas, deficiencias, he tratado de hacer presente la vida y el mensaje de Jesús en los puestos que he ocupado y en las tareas que me han encomendado. Siguiendo el ejemplo de Claret, en el paso por los diversos continentes, he procurado que Dios Padre fuera conocido, amado y servido.
Hay muchas formas de ser sacerdote de Jesucristo en su Iglesia. Todas ellas son complementarias y ninguna agota la inmensa riqueza del misterio de Jesús. Por eso, aprecio tanto el abanico de posibilidades de entregar la vida en el servicio de los demás y apoyo decididamente la comunión en el ministerio. Es preciso que el misterio de Cristo resplandezca en la comunión de los sacerdotes, sean seculares o religiosos, para que el Reino de Dios resplandezca en la belleza, en el bien y en la verdad y para que se la justicia y la paz se besen (cf. Sal 85,11).
Aquilino Bocos Merino,cmf.