Trabajo yo y me muevo en el ámbito de círculos eclesiásticos y estoy descubriendo que la mayoría de la gente que encuentro ahí es honesta, comprometida y, por lo general, irradia su fe de modo positivo. La mayoría de los que van a la iglesia no son hipócritas. Sin embargo, lo que encuentro realmente inquietante en el ámbito de los círculos de la iglesia es que muchos de nosotros, demasiados, podemos estar amargados, enojados, malhumorados y críticos, especialmente en cuanto a los verdaderos valores que más apreciamos.
Fue el escritor espiritual holandés Henri Nouwen quien puso esto de relieve, comentando con tristeza que muchas de las personas que él conocía realmente enojadas, amargadas, impulsadas por ideologías las había encontrado dentro de los círculos eclesiásticos y en ambientes de ministerio. Al interior del ámbito de la iglesia a veces parece que todo el mundo está enfadado por algo. Además, dentro de los círculos eclesiásticos, es realmente demasiado fácil racionalizar nuestro enojo en nombre de la profecía, catalogándolo como una pasión sana por la verdad y por la moral.
La lógica funciona de esta manera: Ya que estoy sinceramente preocupado por una cuestión importante, sea moral, eclesial o de justicia, puedo justificar una cierta medida de neurosis, enfado, elitismo y crítica negativa, porque puedo racionalizar que mi causa, dogmática y moral, tiene tanta importancia que justifica mi malhumor: ¡Tengo que estar así de enojado y duro, porque se trata de una verdad tan importante!
Y así justificamos nuestro enojo dándole una capa profética, creyendo que somos guerrilleros de Dios, de la verdad y de la moral cuando, de hecho, normalmente, no estamos más que luchando con nuestras propias heridas, inseguridades y temores. De ahí que con frecuencia nos fijemos en los otros, incluso en completas iglesias compuestas por personas sinceras que intentan vivir el evangelio, y, en vez de ver en ellos hermanos y hermanas que se esfuerzan como nosotros en seguir a Jesús, vemos “personas equivocadas”, “peligrosos relativistas”, “paganos de la Nueva Era”, “religiosos chalados” y, en nuestros momentos más generosos, “pobres espíritus equivocados”. Pero nunca miramos realmente a lo que esta clase de críticas está diciendo sobre nosotros mismos, sobre nuestra propia salud anímica y sobre nuestro propio seguimiento de Cristo.
Entiéndeme bien; no me malinterpretes: La verdad no es relativa, las cuestiones morales son importantes; y la verdad genuina y la moral apropiada, como reinos en eterno asedio, necesitan que alguien los defienda. No todos los juicios morales son iguales en diseño, como tampoco son iguales todas las iglesias.
Pero esto, aun siendo verdad, no prevalece sobre todo lo demás, ni nos brinda una excusa para racionalizar nuestro enfado. Debemos defender la verdad, defender a los que no pueden defenderse a sí mismos y ser firmes en las tradiciones de nuestras propias iglesias. Pero la verdad justa y la moral correcta no nos hacen necesariamente discípulos de Jesús. ¿Qué es, pues, lo que nos hace tales?
Lo que nos hace auténticos discípulos de Jesús es vivir en su Espíritu, el Espíritu Santo, y esto no es algo abstracto y vago. Si hubiéramos de buscar una sola fórmula para determinar quién es cristiano y quién no, habríamos de acudir al capítulo 5 de la Carta a los Gálatas. Allí San Pablo nos dice que podemos vivir o bien según el espíritu de los bajos instintos (según la “carne”) o según el Espíritu Santo.
Vivimos según el espíritu de los bajos instintos cuando vivimos atrapados por el enfado, la amargura, la crítica de nuestro prójimo, el partidismo y la incapacidad de perdonar. Cuando estas actitudes caracterizan nuestra vida, no habríamos de engañarnos a nosotros mismos pensando que vivimos en el Espíritu Santo.
Y a la inversa, vivimos en el Espíritu Santo cuando nuestra vida se caracteriza por el amor, alegría, paz, paciencia y aguante, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia y dominio propio o castidad. Si estas actitudes no caracterizan nuestra vida, no habríamos de ilusionarnos con que vivimos en el Espíritu de Dios, independientemente de nuestra pasión por la verdad, el dogma o la justicia.
Lo que voy a decir quizás sea duro -y quizás sea más duro todavía no decirlo-, pero percibo a veces más caridad, alegría, paz, paciencia, bondad y amabilidad entre personas Unitarias, o miembros de la Nueva Era o de la fe Baha´i (mientras otras iglesias los juzgan con frecuencia como que son flojos y endebles, y que no representan nada) que lo que veo en algunos de nosotros, católicos, que ciertamente defienden con tanta fuerza ciertas cuestiones eclesiales y morales, pero se sienten con frecuencia malhumorados y amargados, enrocados en sus convicciones. Si me dieran la opción de quién me gustaría como vecino o, más profundamente, la opción de con quién querría pasar la eternidad, a veces me veo en bastante conflicto sobre tal elección: ¿Quién es mi auténtico compañero de fe? ¿El fanático enojado, en guerra por Jesucristo o por su causa? ¿O el alma más amable, catalogada como floja y endeble, o como “nueva-era”? A fin de cuentas, ¿cuál es el cristiano auténtico?
Creo que tenemos que ser más auto-críticos con respecto a nuestro propio enojo, malhumor, juicios duros, exclusión y desdén para con otros senderos eclesiales y morales. Como el famoso escritor anglo-estadounidense T.S. Eliot dijo una vez: “La última tentación, que es la mayor traición, consiste en hacer lo justo y recto por una razón equivocada”. Podemos tener la verdad y la recta moral de nuestra parte, pero nuestro enojo y nuestra dura crítica contra quienes no comparten nuestra verdad y nuestra moral pueden colocarnos fuera de la casa del Padre, como el hermano mayor del hijo pródigo, amargado, tanto por la misericordia de Dios como por los receptores de esa misericordia.