Hace unos cuantos años, en un taller, una mujer compartió esta historia: Era madre de cuatro hijos y, cuando todavía todos eran jóvenes, en el hogar y en la escuela, su padre, viudo ya, sufrió un ataque apopléjico que le dejó gravemente debilitado. Ya no podía valerse por sí mismo y necesitaba asistencia.
Siendo como era hija seria y responsable, trasladó a su padre y lo acogió en su propia familia, con gran incomodidad para su esposo e hijos. Muchas de las rutinas de su familia tuvieron que ajustarse y re-organizarse para acomodarse a la presencia de su padre enfermo. Sus vidas cambiaron radicalmente.
En un momento determinado, la condición de salud de su padre se deterioró hasta tal punto que ella tuvo que llevarlo a una residencia de ancianos donde pudiera él recibir cuidado a tiempo completo. Pero, aun así, ella se sentía impulsada a visitarlo diariamente, con frecuencia teniendo que llevar consigo alguno o algunos de sus hijos. Esta situación se prolongó durante siete años. Cada día, ella con alguno de sus hijos tendría que ir a estar un rato con su padre.
Durante todos esos largos años, muchas veces, de forma seria o sencilla, pedía disculpas a su esposo y a sus hijos por la molestia y fastidio que eso les causaba. Finalmente su padre murió. Varios años después del funeral su hijo mayor, ahora en la universidad, le dijo: “Sabes, mami, todos aquellos años en los que tuvimos que reorganizar tanto nuestra vida en torno al abuelo y su enfermedad… -aquel fue realmente un tiempo precioso. Aquella situación fue un gran regalo de Dios a nuestra familia”.
¿Cómo puede la vida de alguien así, alguien cuya vida y existencia puede resultar para nosotros una carga pesada, ser una bendición? ¿Cómo podemos ser agraciados de esa forma en nuestras vidas?
La respuesta forma parte de un profundo misterio humano y espiritual, una parte del secreto del amor mismo. Compartimos vida unos con otros no precisamente por lo que hacemos activamente unos por otros, sino también, y algunas veces especialmente, por lo que absorbemos pasivamente y no podemos realizar. La impotencia trae consigo una presencia especial a un hogar. Comunicamos vida por medio de nuestra actividad y también compartimos vida por medio de nuestra pasividad. Ofrecemos una bendición a los enfermos cuando les visitamos, pero también nosotros nos llevamos su presencia llena de bendición, por haberles visitado. Hay amor cuando damos, como también hay amor cuando recibimos.
Y el regalo no siempre parece, o no lo sentimos, como si fuera un presente de Navidad bellamente envuelto. El regalo puede parecer, inicialmente, como una carga, una imposición no querida, un fastidio embarazoso, una obligación fatal. Pero esos mismos sentimientos contribuyen al fin a profundizar el don.
Vemos este aspecto misterioso de amor ilustrado en los Evangelios cuando describen cómo Jesús entregó su vida y su muerte por nosotros. Cada uno de los evangelios tiene dos partes muy distintas: La parte primera de los Evangelios describe la actividad de Jesús y cómo entregó su vida por nosotros por lo que hizo por nosotros. La parte última de los Evangelios describe la pasividad de Jesús y cómo entregó su muerte por nosotros por lo que pasivamente absorbió por nosotros. Esta última parte se llama justamente La Pasión -del latín “passio”-, que significa “pasividad”).
Hoy nos esforzamos por entender esto, tanto de forma intelectual como existencial. Es triste que tendamos a definir hoy la vida y su significado casi únicamente basados en la salud, productividad, ganancias o beneficios, y en lo que podemos contribuir activamente en beneficio de otros. ¿Qué podemos traer a la mesa del banquete?