Doris Lessing, novelista Premio Nobel, sugirió una vez que George Eliot hubiera podido ser mejor escritor si no hubiera sido tan moral. Esto pone de relieve una dolorosa e interesante paradoja. A veces profundidad y sensibilidad están reñidas con creatividad y libertad.
Cuando yo era niño, nuestro catecismo católico nos decía que después que Adán y Eva comieron la fruta prohibida “sus mentes se oscurecieron”. Pero eso no es exactamente lo que dice la Biblia. La Biblia nos dice más bien que “sus ojos se abrieron”.
El comentario de Lessing destaca lo que aquí está en juego. Permitidme un ejemplo:
Hace algunos años una amiga mía estaba muriendo de cáncer. Todavía en sus cuarenta, era una mujer que poseía a la vez fe y profundidad, por las que sobresalía por encima de una multitud espiritual.
Los últimos meses antes de morir hizo algo sorprendente. Escribió una carta, larga y personal, a cada uno de sus íntimos amigos, en la que señalaba los dones y talentos de todos ellos y les bendecía. Yo recibí una de esas cartas y, además de bendecirme, me pedía que fuera a visitarla antes de su muerte. En la carta decía sencillamente: “¡Ven a verme, antes de morir quiero infundir en ti algo de mi espíritu!”
Claro que la visité, pero nuestro encuentro no encajaba exactamente con el cuadro descrito en la Escritura cuando Elías, agonizante, insufla su espíritu en Eliseo.
Nuestra conversación fue más mundana y de “estar-por-casa”. Rememoramos el pasado, hablamos de nuestros amigos comunes, de su familia, de su enfermedad, de su cansancio, y de su afición a la cocina -uno de sus grandes amores-. Antes de que yo partiera, me sirvió una torta que había cocido al horno para mí. Entonces, cuando nuestra conversación estaba ya a punto de acabar, habló de la tristeza de morir, y acabó diciendo: “Es triste morir joven y, para mí, me es también difícil, porque a veces me pregunto hasta qué punto he vivido realmente con plenitud. He vivido siempre sin percances y nunca pude “sacar los pies de las alforjas” en algunos aspectos. A veces me siento como si yo hubiera sido la persona más nerviosa y agobiada que jamás haya existido”.
Había verdad en lo que decía, pero no la verdad obvia. Su reserva no era sicológica, sino moral. Ella era una artista moral, con todo lo que ello significa en cuanto a ser libre y, por otra parte, a sentirse agobiada.
Los artistas se caracterizan con frecuencia por su libertad, su disponibilidad para empujar bordes y cercas, para romper tabúes, y para sentirse libres de las restricciones sicológicas y morales que aguantamos el resto de los humanos. Pero eso es sólo la mitad del cuadro. En diferente área, en la estética, donde sus sensibilidades son más intensas, estos artistas son cualquier cosa menos libres. A su modo, los artistas también se sienten muy atados y agobiados. Por ejemplo: un verdadero artista es incapaz de desfigurar una bella obra de arte, y se siente herido cuando alguien, sin sensibilidad alguna, destruye algo hermoso. Un auténtico artista sería instintivamente incapaz de pintarrajear un bigote sobre la cara de la Mona Lisa, aun cuando alguien menos sensible pudiera hacerlo despreocupadamente, sin consideración, y quizás incluso como una broma. La sensibilidad puede hacer que te sientas nervioso o agobiado de una manera saludable; así como, por otra parte, la falta de sensibilidad puede hacerte libre, pero de una manera enfermiza y malsana.
Ese era el caso de mi amiga. Era una artista moral, instintivamente incapaz de desfigurar nada moralmente hermoso, en sí misma o en cualquier otra persona en torno a ella. En las niveles más profundos de su vida era incapaz de pintarrajear un bigote en la cara de la Mona Lisa, aun cuando ella observaba que otros lo hacían despreocupadamente y sin consideración. Su sensibilidad moral la hacía sentirse agobiada, y esto algunas veces llegaba casi a sofocarla.
Pensé en ella y en su lucha hace un par de años cuando estaba impartiendo un curso en una universidad laica. Los estudiantes venían de toda clase de procedencias o ambientes religiosos y morales. Como una de sus tareas, un día les hice leer un libro de Cristóbal de Vinck: “Sólo el Corazón Sabe Cómo Encontrarlos: Memorias Preciosas para un Tiempo sin Fe”. El libro consiste en una serie de ensayos simpáticos que relatan historias de su propio matrimonio, su casa, sus hijos, y su lucha por ser fiel para trasportar su soledad a un alto nivel. Una de las estudiantes de la clase vino un día a mi despacho con el libro de Vinck en la mano y me dijo: “Padre, procedo de un ambiente no religioso, y mi vida ha sido muy diferente de lo que describe este hombre. He tenido un pasado con bastantes experiencias. Me he dormido en mi camino a través de un par de estados, pero no me siento muy culpable por eso. Pero al leer este libro me he dado cuenta de algo: Lo que yo realmente quiero es lo que este señor tiene, esa clase de fidelidad, esa clase de hogar!”
Cuando decía eso, tenía ella los ojos empapados en lágrimas. Dentro de ella había también una artista moral, y una santa, ambas justamente despertando…
Dentro de cada uno de nosotros hay también un artista moral y un santo, nos demos cuenta o no. A veces esto puede hacer que nos sintamos maravillosamente libres; y a veces, por el contrario, nos lleva a sentir que somos las personas más nerviosas y agobiadas del mundo.