Recientemente, en el popular programa de televisión Saturday Night Live, un cómico tuvo una ocurrencia pintoresca a una respuesta que Nancy Pelosi había dado a un periodista que la había acusado de odiar al Presidente. Pelosi había asegurado que, como católica romana, no odiaba a nadie; y esto inspiró al cómico a expresar esta ocurrencia: “Como católica, sé que siempre hay una persona a quien odias: a ti misma”.
Yo no soy alguien que se moleste fácilmente por los chistes religiosos. Se supone que el humor tiene un margen, y los cómicos juegan un importante papel arquetípico aquí, el del “Bufón de la Corte”, cuya tarea es desinflar todo lo que sea pomposo. La religión es frecuentemente un juego limpio. Desde luego, yo aprecié la gracia de esta ocurrencia. Sin embargo, algo me molesta de esta particular pulla, porque se sitúa dentro de un cierto estereotipo que es, desgraciadamente, muy común hoy que la gente de todas clases de procedencias religiosas (esto no es específico de los católicos romanos) acusan a su educación religiosa de las luchas que tienen con la auto-aversión y los sentimientos de culpa.
¿Qué hay de cierto en esto? ¿Es nuestra educación religiosa la causante de nuestras luchas con la auto-aversión y los sentimientos de culpa?
Obviamente, nuestra educación religiosa juega algún papel aquí, pero es demasiado simplista (y no ayuda particularmente) reprochar todo esto, o siquiera la mayor parte, sobre nuestra educación religiosa. Los psicólogos y los antropólogos nos aseguran que la fuente de la auto-aversión y la culpa flotante es infinitamente más compleja, especialmente desde que la vemos agotando las energías en gente de cualquier clase de procedencia religiosa como también en gente que de ninguna manera tiene unos antecedentes religiosos. Las luchas con la auto-aversión y la culpa no son particularmente un fenómeno católico romano, ni protestante, ni judío, ni musulmán; son un fenómeno universal que se hace sentir en casi todas personas sensibles. Por otra parte, esa lucha no siempre es malsana.
Cualquier persona moralmente sensible, a diferencia de la que es moralmente insensible, estará constantemente auto-evaluando, con frecuencia ansioso en cuanto a si está siendo egoísta más bien que buena, y preocupándose constantemente de que algunas de sus palabras y acciones pueden haber herido a otros y perjudicado su relación con Dios. Experimentar esta clase de ansiedad es estar precisamente luchando con los sentimientos de auto-aversión y culpa; pero, a cierto nivel, esto es de hecho sano. Cuando estamos auto-evaluándonos ansiosamente, hay mucho menos peligro de que queramos tomar a otros, tomar el don de la vida o tomar la bondad de Dios por supuesta. La sensibilidad moral es una virtud; y, como la sensibilidad estética, te mantiene sanamente temeroso para que, en ignorancia e insensibilidad, no pintes un bigote a la Mona Lisa.
Algo de esto, por supuesto, es malsano. Como Freud nos enseñó, nuestra conciencia no nos dice lo que está bien y lo que está mal, sólo nos dice cómo nos sentimos acerca de nuestras acciones. Y, cuando tenemos sentimientos de culpa sobre lo que acabamos de hacer o dejado de hacer, esos sentimientos son, sin duda, con frecuencia influidos poderosamente por las normas sociales y morales que han sido puestos en nosotros cuando niños por nuestros padres, nuestros maestros, nuestra cultura y nuestra educación religiosa. Nuestra educación religiosa y moral nos deja luchando con alguna culpa falsa.
Pero, admitido eso, hay causas más profundas como por qué luchamos con la auto-aversión y la flotante culpa, y por qué nunca nos sentimos suficientemente bien.
Si pudiéramos repasar nuestras vidas en un video, veríamos las incontables veces en las que, de todas maneras, nos dijeron que no fuimos buenos, ni correctos, ni amables, ni valorados, ni apreciados. Veríamos las incontables veces que nos sentimos avergonzados por nuestro entusiasmo; y esto -pienso yo- más que cualquier otro factor, se apoya en la raíz de nuestra auto-aversión, nuestros flotantes sentimientos de culpa y el rencor que tan frecuentemente sentimos hacia otros.
Esto empieza en la silla de niño cuando, como niños pequeños, en nuestra ciega energía, comemos demasiado ansiosamente y nos dicen que no comamos como un cerdo. Igualmente, como niños pequeños, llenos de comida y satisfacción, gritamos y tiramos algo de comida al suelo y nos dicen que no lo hagamos, que nos callemos, que nuestras energías naturales no son sanas. Entonces, como a un preescolar, nos avergüenza aún más nuestro entusiasmo. Al fin, las cosas pasan al patio de recreo, a la clase y a los círculos familiares, donde nuestra singularidad y nuestro alto precio con frecuencia no son suficientemente reconocidos ni valorados, donde con frecuencia somos ignorados, humillados, tratados injustamente, intimidados, hechos conscientes de nuestras inferioridades y fracasos, y, de maneras sutiles y no sutiles, nos dicen que no somos lo suficientemente buenos. Esto nos pasa por el rechazo que asimilamos en nuestra adultez, por los celos que sentimos cuando las vidas de otros parecen mucho más ricas que la propia nuestra, por la callada amargura que alimentamos por nuestras propias inadecuaciones y a causa de la culpa que sentimos por nuestras traiciones.
No es principalmente por nuestra educación religiosa el hecho de que nos odiemos y nos obsesionemos por muchas culpas flotantes.
Sí, la mayoría de nosotros, católicos, nos odiamos. Tristemente, ojalá fuera de otra manera; así también lo hagan todos los demás.