“El gallo cantará al romper tu propio ego; ¡hay mil maneras de despertar!”
John Shea me confió esas palabras y las entendí un poco mejor recientemente mientras esperaba mi turno en un aeropuerto: me había inscrito para un vuelo, me acerqué a seguridad, vi una enorme fila y asumí el hecho de que me llevaría al menos 40 minutos pasar.
Estuve bien en la larga espera y me moví pacientemente en la fila; hasta que, justo cuando vino a ser mi turno, llegó otro equipo de seguridad, abrió una segunda máquina de escanear y una enorme fila de gente que estaba detrás de mí y no había esperado los cuarenta minutos recibió su turno casi inmediatamente. Yo aún obtuve mi turno como lo habría obtenido antes, pero algo dentro de mí se sintió tenido en menos y airado. ¡Esto no era justo! ¡Yo había estado esperando durante cuarenta minutos, y ellos lograron su turno al mismo tiempo que yo! Yo había aceptado esperar mientras que aquellos que llegaron más tarde no tuvieron que esperar en absoluto. Yo no había sido tratado injustamente, pero algunos otros habían sido más afortunados que yo.
Esa experiencia me enseñó algo, más allá del hecho de que mi corazón no siempre es comprensivo y generoso. Me ayudó a entender algo sobre la parábola de Jesús relativa a los trabajadores que llegaron a la hora undécima y recibieron el mismo salario que aquellos que habían trabajado todo el día, y lo que se da a entender por el desafío que se ofrece a los que se quejaron de la injusticia de esto: “¿Estás envidioso porque soy generoso?”
¿Estamos envidiosos porque Dios es generoso? ¿Nos molesta cuando a otros se les da regalos y perdón inmerecidos?
¡Vaya que sí! Al fin y al cabo, esa sensación de injusticia, de envidia de que algún otro cogiera al vuelo una oportunidad es un enorme obstáculo para nuestra felicidad. ¿Por qué? Porque algo en nosotros reacciona negativamente cuando parece que la vida no está haciendo a otros pagar las mismas deudas que nosotros estamos pagando.
En los Evangelios vemos un incidente al ir Jesús a la sinagoga un sábado; se dispone a leer y cita un texto de Isaías, aunque no lo cita completamente sino que omite una parte. El texto (Isaías 61, 1-2) les sería bien familiar a sus oyentes y describe la visión de Isaías de lo que será la señal de que Dios finalmente ha irrumpido en el mundo y cambiado irrevocablemente las cosas. ¿Y qué será eso?
Para Isaías, la señal de que Dios está ahora rigiendo la tierra será buena noticia para los pobres, consuelo para los de corazón quebrantado, libertad para los cautivos, gracia abundante para todos y venganza sobre los malvados. Notad, sin embargo, que cuando Jesús cita esto, excluye la parte que habla sobre la venganza. A diferencia de Isaías, no dice que parte de nuestro gozo será ver castigados a los malvados.
En el cielo nos darán lo que nos deben y aun más (don inmerecido, perdón del que no somos dignos, gozo más allá de lo imaginable) pero, según parece, no nos darán esa catarsis que tanto deseamos aquí en la tierra, el gozo de ver castigados a los malvados.
Los gozos del cielo no incluirán ver sufrir a Hitler. En verdad, la natural comezón que tenemos por la estricta justicia (“Ojo por ojo”) es exactamente eso, una comezón natural, algo que los Evangelios nos invitan a olvidar. El deseo de estricta justicia bloquea nuestra capacidad de perdón, y así nos previene de entrar en el cielo donde Dios, como el Padre del Hijo Pródigo, abraza y perdona sin demandar una libra de carne por una libra de pecado.
Sabemos que necesitamos la misericordia de Dios, pero si la gracia es una realidad para nosotros, debe ser una realidad para todos; y si Dios no venga nuestros pecados, tampoco debe vengar los pecados de los demás. Así es la lógica de la gracia y así es el amor de Dios con el que debemos identificarnos.
La felicidad no es cuestión de venganza sino de perdón; no de vindicación sino de abrazo inmerecido; y no de pena capital sino de vivir incluso más allá del homicidio.
No resulta sorprendente que, en algunos de los grandes santos, vemos una teología que raya el universalismo, a saber, la creencia de que al fin Dios salvará a todos, aun a los Hitler. Creían eso no porque no creyeran en el infierno o la posibilidad de excluirnos para siempre de Dios, sino porque creían que el amor de Dios es tan universal, tan poderoso y tan seductor que, al fin y al cabo, aun aquellos que estén en el infierno verán el error de sus caminos, se retractarán de su orgullo y se rendirán al amor. El triunfo final de Dios -sintieron ellos- será cuando el diablo mismo se convierta y el infierno se quede vacío.
Quizás nunca suceda eso. Dios nos deja libres. No obstante, cuando yo, o cualquier otro, se sienta contrariado en el aeropuerto al oír el régimen de libertad provisional o en cualquier otro lugar donde alguien obtenga algo que no pensamos se merezca, tenemos que aceptar que estamos a distancia de entender y aceptar el reino de Dios.