Karl Rogers en alguna ocasión sugirió que lo que es más íntimo en nosotros también es lo más universal. Su creencia era que muchos de los sentimientos privados de los que nos avergonzaríamos más para admitir el público son, irónicamente, los mismos sentimientos que, si se expresan, resuenan más profundamente dentro de la experiencia de los demás.
Sin embargo, esto no siempre es cierto en relación a nuestras penas. A veces nuestras penas más íntimas son sólo eso, lágrimas, lágrimas privadas que son sólo nuestras y que no resuenan en los sentimientos de los demás, sino que más bien les causan un malestar insano. ¿Por qué no todas las penas atraen la empatía de los demás?
Porque no todas las lágrimas son iguales, hay una diferencia entre llorar y lloriquear. El primero es sano, lo segundo no lo es.
El Llanto es saludable. Es una expresión sana por una pérdida. Por otra parte, cuando lloramos estamos dando expresión a una pena que no habla sólo de una cierta pérdida personal y de dolor, sino también, de alguna manera, de que esa misma tristeza la hay dentro del mundo entero. La pérdida por la que nos estamos lamentando puede parecer algo privado, como la muerte de un ser querido, sin embargo, si el enfoque de nuestro dolor está en la persona que perdimos y no en nosotros mismos, nuestro llanto es esencialmente empático. Nuestra profunda tristeza refleja una condición universal y nos une con el mundo más profundamente, donde la muerte y la pérdida no perdonan a nadie. Todo el mundo, en última instancia, acarrea esa misma tristeza.
Por otra parte, el lloriquear es sobre todo autocompasión. A diferencia del llanto, su enfoque no está en lo que se ha perdido en la tragedia, sino que está principalmente en nosotros mismos, en nuestro dolor y nuestra búsqueda de empatía. El lloriquear es el llevar una herida personal a la vista de todos los demás con el fin de que se nos compadezca, como un niño que muestra un moratón en la rodilla a su madre. Podemos sentir lástima por un niño herido, sin embargo, esto no es tan apetecible cuando somos adultos.
Derramamos lágrimas por diferentes razones y de diferentes maneras. En todas las lágrimas, la pregunta es: "¿Por quién estoy llorando, por otro o por mí mismo? ¿Cuál es la causa de mis lágrimas, empatía por alguien, empatía por algo, o autocompasión?"
No es una pregunta fácil de responder porque nuestras lágrimas son siempre una mezcla de altruismo y egoísmo. Rara vez nuestras lágrimas son puras, despojadas de autocompasión; como las lágrimas que Jesús derramó sobre Jerusalén, o las que María derramó al pie de la cruz de Jesús. Nuestras lágrimas nos pueden acusar o pueden exhibir empatía. Por ejemplo, Teresa de Lisieux sugiere que cuando lloramos porque nos han roto el corazón es por lo general porque nos estábamos buscando a nosotros mismos en lugar de al otro dentro de esa relación. Las lágrimas son reales, pero no tan nobles. En el mismo sentido, Antoine Vergote, el renombrado psicólogo, sugiere que las lágrimas que derramamos cuando nos sentimos culpables por haber hecho algo malo son generalmente lágrimas de autocompasión más que un signo de contrición real. La verdadera contrición, sostiene, evoca algo más dentro de nosotros, tristeza. Lo que distingue la tristeza de la culpa es que, en la tristeza, lloramos porque algo que hemos hecho ha herido a otra persona. Con lágrimas de culpa, estamos llorando porque nos sentimos mal.
La diferencia entre lloriquear y llorar se percibe también en su estética. El lloriquear es siempre exhibicionista, excesivamente sentimental, y molesta a los que los que están alrededor. No es capaz de mantener una distancia estética respetuosa. En esencia, ¡es un mal arte! Todos hemos experimentado esto: tal vez en un funeral donde, a pesar de lo trágica y triste de la situación, las lágrimas de alguno de los presentes eran simplemente tan exageradas y exhibicionistas que las sentimos como que violan el apropiado decoro. Nos sentimos incómodos por la persona que derrama esas lágrimas.
Esto también lo experimentamos en menor medida en la cultura popular, en una canción, o en una película, o en una novela, la tristeza expresada es tan exagerada y sentimental, que nos deja un espacio para no sentirnos afectados y así poder verla y digerirla. Una vez más, el fallo está en la estética, en un mal decoro. El arte malo nos deja con las ganas de proteger nuestros ojos para no avergonzar a otra persona, o nos hace sentir como cuando hemos ingerido demasiada azúcar. Esa es una segunda característica del lloriquear, además de ser auto-compasión, es arte malo.
Tenemos que tener cuidado con las lágrimas que derramamos en la vía pública y las frustraciones que expresamos en voz alta. Por supuesto, ninguna de nuestras lágrimas son puras, siempre que lloramos lo hacemos también por nosotros mismos. Lo mismo cabe decir de cuando protestamos, siempre hay un poco de auto-interés involucrado. Sin embargo, al admitir esto, debemos esforzarnos por hacer más llanto y menos lloriqueo, es decir, asegurarnos que cuando expresemos tristeza o ira en público nuestras lágrimas y nuestra ira estén expresando más empatía que auto-compasión.
Karl Rogers tiene razón: lo más íntimo en nosotros es al mismo tiempo lo más universal. Eso es verdad también para nuestra profunda tristeza, para nuestras angustias crónicas, para un buen número de nuestras frustraciones, y para muchas de las lágrimas que derramamos. Sin embargo, es menos cierto para el lloriqueo.