Hans Urs von Balthasar escribió un pequeño libro titulado Sólo el amor es digno de fe1. Posiblemente, lo mejor de este libro sea el título. Un título tan denso de contenido y tan exacto, que vale por todo el libro. Porque expresa una tesis fundamental. Y sugiere quizás más de lo que puede decir el autor en todo el resto del libro.
"Creer es sólo amar, y nadie puede y debe ser creído si no es el amor. Este es el peso, la ‘obra’ de la fe: reconocer ese ‘prius’ absoluto e insuperable. Creer es amar, amar absolutamente. Y esto como fin y sin que exista nada detrás"2.
Este texto es, tal vez, el mejor resumen del libro. Y, por lo mismo, el mejor comentario del título.
La fe no es sólo un acto, sino una actitud, una postura. Y es algo esencialmente dinámico. Por eso, mejor que hablar de fe -sustantivo- deberíamos hablar de creer -verbo-. Sabemos que San Juan, por ejemplo, no emplea, ni una sola vez, en todo su evangelio, el sustantivo fe, Y, sin embargo, emplea 98 veces el verbo creer3. El sustantivo es, más bien, estático. Expresa el resultado de una experiencia o de una acción. En cambio, el verbo expresa la experiencia misma, y en su sentido más vivo y dinámico, la experiencia en ejercicio. Y la fe no es nunca un ‘resultado’, algo definitivamente ‘hecho’, como un producto, como un concepto -en el sentido original de esta palabra-, sino una experiencia viva e interminable, siempre nueva, lo mismo que el amor.
Creer implica una tensión de todo el ser del hombre. Toda la persona humana queda comprometida cuando cree, lo mismo que cuando ama de veras. Y es siempre una relación estrictamente personal. Incluso, en la fe humana. En realidad, no creemos cosas o verdades o noticias. Sino que creemos a una persona, que nos dice cosas, noticias o verdades, y creemos en una persona. Esta relación ‘personal’ es esencial a todo acto de fe. Pero lo es todavía más cuando se trata de fe divina o cristiana, es decir, cuando hablamos de creer en un orden sobrenatural.
Y una persona sólo nos ofrece suficientes garantías de fe, es decir, una persona sólo es para nosotros fidedigna cuando nos ama. Por eso, la fe brota siempre del amor. O, más exactamente, de la amistad. Porque resulta que el amor verdadero nunca engaña. Es digno de fe. Nos ofrece garantías. Y Cristo es el Amor verdadero. Por eso, sabemos que él no nos engaña. No puede engañarnos. Ni puede engañarse, porque es personalmente la Verdad: toda la Verdad de Dios y toda la verdad del hombre. "Nosotros, dirá San Juan en esta lógica de pensamiento, hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es Amor" (1 Jn 4, 16).
Cristo, en su Persona y en su Palabra, es el supremo testigo y el supremo testimonio del amor que el Padre nos tiene -y del Amor que Dios es-. Precisamente, en esto consiste y en esto hemos conocido el amor del Padre: en que nos envió a su Hijo, para que vivamos por él4. Cristo es la epifanía del amor de Dios a los hombres (cf Jn 3, 16). Por eso, creer en Cristo, en la realidad de su carne-humanidad, en su muerte y resurrección por nosotros, es creer en el amor personal del Padre.
Creer, así entendido, no es un simple acto del entendimiento, sino de toda la persona humana. Y creer es algo tan serio y tan comprometido como amar. Implica entrega absoluta, donación incondicional, confianza plena y, sobre todo, encuentro personal y acogida activa de Cristo como Persona y como Palabra. Creer es recibir a Cristo, dejarse iluminar y salvar por él, adherirse incondicionalmente a él, ponerse a su entera disposición, adoptar su manera de ver y de enjuiciar las cosas. Implica una verdadera conversión, en el sentido original de la palabra metánoia, que significa ‘cambio de mente’ o de ‘mentalidad’. La fe es una nueva lógica, la lógica del reino, expresada en el Sermón de la montaña y, principalmente, en las Bienaventuranzas.
La fe no es, pues, un puro asentimiento intelectual, desprovisto de la dimensión afectiva de entrega confiada a Dios. La fe es el encuentro personal con Dios en Jesucristo. Un encuentro -nunca lo repetiremos bastante- que compromete la totalidad de la persona. La fe implica ‘tener por verdadero’ y, al mismo tiempo, confiar plenamente en Dios y confiarse de totalmente a él.
Cristo es su mensaje y su mensaje es él mismo. La fe cristiana, por tanto, no es la aceptación de un sistema de verdades, sino la aceptación incondicional de una Persona que es su Palabra y su Obra. En él, persona, palabra y obra se unen y se identifican, constituyendo una sola ‘realidad’.
"Jesús no ha realizado una obra distinta y separable de su yo. Comprender a Jesús como Cristo, significa, más bien, estar convencido de que él mismo se ha dado en su palabra; no existe aquí un yo que pronuncia palabra -como en el caso de los hombres-, sino que se ha identificado de tal manera con su palabra, que yo y palabra no pueden distinguirse: él es su palabra. Asimismo, para la fe, su obra no es sino el yo que, al fundirse con la obra, no pone condiciones; él se hace y se da; su obra es el don de sí mismo… La Persona de Jesús es su doctrina, y su doctrina es él mismo. La fe cristiana, es decir, la fe en Jesús como Cristo es, pues, verdadera ‘fe personal’… La fe no es la aceptación de un sistema, sino de una Persona que es su Palabra; la fe es la aceptación de la Palabra como Persona y de la Persona como Palabra"5.
"Creer significa apoyarse en alguien que merece un crédito absoluto y otorgarle plena confianza. La fe consiste, por tanto, en renunciar a la propia autonomía y buscar en Dios un apoyo firme y duradero, poniéndolo todo en sus manos -pensamiento, corazón, conducta- con el doble matiz de seguridad consciente y de perseverante fidelidad"6.
Cuando se comprende que Cristo es el Amor del Padre a nosotros, comprenderemos sin esfuerzo que él sea también la Verdad (cf Jn 14, 6). Y que, por lo mismo, no pueda engañarnos. Y le creemos. Y creemos en él.
Porque Cristo no es sólo el testigo de nuestra fe, la persona autorizada que nos garantiza absolutamente la verdad de lo que nos enseña. Sino que él mismo es el objeto de nuestra fe. Hablando con rigor, creemos en él. Más aún, el es el objeto ‘total’ de nuestra fe, en el sentido de que él es la Verdad y en él están condensados todos los misterios.
Si creemos a Cristo y si creemos en Cristo, lógicamente aceptaremos todo cuanto él nos diga, aunque resulte incomprensible y hasta absurdo para nuestra lógica humana. Y nuestra fe no será nunca ciega, ya que fiarse de un Amigo es algo perfectamente razonable y justo. ¿De quién podríamos fiarnos mejor que de alguien que nos ama? La lógica interna de una verdadera amistad exige ‘fiarnos’ del amigo, aunque no tengamos más garantías que su amistad.
Si esto, en el ámbito meramente humano, admite posibles fallos, en Cristo, que es Dios y es Hombre, que es el Amor y la Verdad, no admite fallo alguno. Por eso, creer en él es la máxima seguridad.
Es significativo que, en arameo, el verbo creer -lo mismo que el verbo esperar- tenga la misma raíz amn (aman, de donde deriva la palabra amén), que indica solidez, firmeza, estabilidad. Creer es tener seguridad total, porque es apoyarse en Dios, que es Fiel y es Roca inconmovible. Creer, lo mismo que esperar es apoyarse en Alguien que no puede fallar y que nos ama, es decir, en el Dios Fiel y rico en misericordia7.
1 Hans Urs von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca, 1971.