Y escribo redención con minúscula. Me refiero a las pequeñas liberaciones. El amor del cónyuge es liberador. Libera de la pandilla cuando se singulariza la mirada amorosa. Libera de la soledad y la incertidumbre. Sentirse y saberse amado es una experiencia de vitalización. Uno renace. Crece la fe de cada uno en sí mismo, en su valor y dignidad. Es atractivo/a para alguien. Una mirada singular de amor descubre cualidades y dones que nadie antes había descubierto. Y las pone de relieve. Al mismo tiempo, hace crecer la confianza en los demás. La mirada hacia los otros se vuelve más positiva y creativa.
Cervantes lo expresó muy bien en las figuras de Aldonza y Dulcinea. Un cónyuge que ama es capaz de transformar al otro, es decir, y hacerlo pasar de las dudas y temores a la confianza en sí mismo; del rechazo de sí mismo a la aceptación gozosa. Aldonza se transforma en Dulcinea gracias a la mirada de amor de Don Quijote. Y es que, en realidad, sólo nos “redime” quien nos ama.
La relación de amor se va tejiendo a base de pequeñas redenciones; uno va cobrando conciencia de su valía personal; va descubriendo y diseñando su misión personal en la vida; va configurando su persona a base de decisiones y compromisos. Y es que el futuro de cada uno no está escrito ni predeterminado; está abierto, en manos de cada uno. Y en las manos de la persona amada. Se vive bajo la mirada del otro.
El amor hace la vida, vital; y la muerte, mortal. El amor conyugal es la energía que da ganas de vivir. Y ganas de vivir para siempre. Louis Evely lo expresa muy bien en forma de preguntas puestas en boca de Dios: “¿Tienes ganas de vivir para siempre? ¿Has encontrado en tu vida algo que desees eternizar? ¿Has amado a alguien lo bastante como para desear vivir con él… para siempre?” (Tú me hacer ser, Santander 1990, p.102)
Claro, que sólo quien nos ama con mayúscula, nos redime también con mayúscula. Nos redime del pecado y de la muerte. Nos resucita.