Somos una familia que ha renacido

Testimonio de María Pérez, mujer fuerte y valiente en la adversidad, fiel y leal siempre a su esposo, madre admirable en la educación de sus cuatro hijos, amiga entrañable desde que la conocí en el año 2000, luchadora, prudente, servicial y cercana a toda su comunidad por la que ora, trabaja, intercede, anima, ama y sufre.

    Nací hace 47 años en una comunidad de Corquín Copán. A veces uno se queja por algunas cosas que le pasan y hasta desea morirse; pero cuando uno va conociendo que Dios es amor y poco a poco uno le abre las puertas del corazón, se da cuenta de lo equivocado que uno está. Cuando uno va aprendiendo a ser verdadero cristiano, no puede ignorar que Dios tiene un propósito grande para cada persona.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     A los doce años le pedí a Dios que me llevara al cielo porque la vida para mí no tenía sentido. Todo lo veía gris y sin gracia; me sentía estorbo para los demás; me quejaba por la muerte de mi mamá, me hacía mucha falta; mi único refugio lo encontraba en medio de una huerta que había en mi casa. Si esos árboles pudieran hablar contarían todo el dolor y tristeza que había en mi corazón. Estaba tan ciega que en ese momento no pude comprender porqué Dios hacia las cosas a su manera; tampoco me daba cuenta que ese Dios que me había arrebatado a mi madre, a los diez años, me había brindado un hogar donde aprendí mucho, me educaron bien, recibí una buena formación moral y espiritual… También recibí castigos. Aprendí a ser obediente y a no tomar lo ajeno; a hacer bien las cosas, decir la verdad. Pero a los trece años me escapé en busca de trabajo. Comencé a trabajar en la casa de la señorita Mendoza y comencé a ganar cinco lempiras al mes.

    El trabajo no me impidió frecuentar la iglesia. Conocí al P. Fausto Milla y a su hermana Estela. Me ayudaron bastante emocionalmente y comencé a conocer más a Dios y su proyecto de salvación. Las viejecitas de la casa me necesitaban cada vez más. Me convertí para ellas en su hija de confianza. Decían a sus amigas que yo era como un ángel de Dios enviado para cuidarlas. Yo seguí sintiendo algo feo por dentro de mi corazón que no me dejaba estar en paz: no podía perdonar a mi abuelita, creo que ella sentía lo mismo por mí, no lo sé. Pasó el tiempo y me acostumbré a trabajar en la iglesia con los niños y los jóvenes. Fue ahí dónde conocí a Julio Melgar con quien me casé a los 22 años. Mi boda fue un poco triste porque la niña Hilaria a quien llegué a querer como a una madre lloró y lloró por mí; hasta me daban ganas de no casarme, pero ella me dijo: “no quiero que cuando yo muera, usted quede desamparada”. Al año y ocho meses, ella murió; pero tuvo la oportunidad de conocer a mi hijo Héctor, que tenía dos meses en ese momento.

    Agradezco a Dios el haber tenido el privilegio de cuidar a esa señora. Con ella aprendí el amor a Dios, aprendí a perdonar. Recuerdo que ella decía: “si nosotros no perdonamos, Dios no nos perdonará”. Todo lo que me enseñó me ayudó mucho a vivir. Me decía también que mi soberbia no me haría feliz, que tratara de cambiar y me hiciera humilde para poder relacionarme mejor con las personas que conociera en el futuro.

    A los 29 años tenía cuatro hijos, Héctor Ramón, Julio Humberto, María Elena y Karla Patricia. En el año 1994 me trasladé con toda mi familia a la ciudad de S. Pedro Sula por motivos de pobreza. Estábamos muy endeudados y las cosechas fueron malas. Nuestra esperanza era venir a trabajar para poder pagar las deudas. Gracias a Dios lo logramos y además compramos un solar en la colonia Nueva Jerusalén. Luego, con dificultades, Salvador León 91 construimos nuestra casa. Mi esposo ha sido durante mucho tiempo un enfermo alcohólico; todos hemos sufrido mucho con su enfermedad. Dios siempre nos fortaleció y nos mantuvimos en oración. El sufrimiento nos acercó mucho más a Dios.

    Mi hijo mayor, Héctor, se formó como catequista de jóvenes y María Elena también se formó como catequista de niños y jóvenes. Esto les ayudó a superar muchas cosas. Aprendimos a aceptar al “viejo” como cariñosamente le decimos a mi esposo. Jorge, animador de la comunidad de la Mesa y Rodas Alvarado, catequista de jóvenes, nos aconsejó que diéramos a Julio mucho afecto y amor, que le hiciéramos sentir que era importante para todos, que tratáramos de no ser indiferentes con él y que confiáramos en el poder de Dios que solo Él nos daría la gracia de la paz. En afecto, así sucedió; y, cuando menos lo pensamos, mi esposo dejó su vicio y hoy, después de tanto tiempo, estamos felices en casa. Somos una familia que ha renacido. La perseverancia, la oración, el amor y el perdón nos han salvado La escucha de la Palabra de Dios y la unión de los hermanos de iglesia nos ayudaron bastante.

    En el año 2000 conocimos al P. Salvador. Recuerdo que la vecina me invitó a esa comunidad eclesial que se estaba formando. Yo no quería ir, pues creía que se trataba de un grupo de hermanos separados. El P. Salvador se levantó del asiento y me dijo: “nosotros somos católicos; si quiere puede venir con nosotros, acompáñenos”. Yo tenía mis dudas. De repente se da la vuelta el padre y me dice: “somos católicos, mire”, y me mostró la parte trasera de la camiseta donde estaba grabada la imagen de la Virgen de Suyapa. Acepté entonces la invitación y le dije que me sentía como una tortuga dentro de su caparazón, que sentía temor de identificarme como católica porque aquí sólo había encontrado otras sectas religiosas y aún no había encontrado hermanos católicos. Empecé a conocer a personas extraordinarias como Julia, Idalia, la comadre Isabel, el compadre Cruz y su hijo Manuel a quien atropelló un camión y murió. Los padres sufrieron mucho pero ya están algo mejor. Los dos trabajan como animadores de una comunidad eclesial.

    Este año me comunican que mi abuelita estaba grave; que si la quería ver tenía que partir lo antes posible. Mientras viajaba pensé en el gran amor que sentía por ella. Lloré mucho y le pedía a Dios que me permitiera verla por última vez. Me lo concedió. Al día siguiente logré ir a mi pueblo y lo primero que me pidió mi suegra fue que fuera a ver a mi abuelita. Así lo hice. Tenía temor de llegar a esa casa. Pensaba si me recibirían o me rechazarían. Mi abuelita me estaba esperando. Me di cuenta del afecto que sentía por mí. Nos perdonamos, nos abrazamos. Sentí que me quitaba una gran carga de encima. También mi madrina me recibió bien y se reconcilió conmigo. Todo esto fue como un milagro de amor. Mi abuelita murió en paz.

    El 17 de Agosto fuimos a la celebración de bienvenida de los misioneros en la parroquia Nta. Sra. de Guadalupe en La Lima. ¡Qué felicidad tan grande al poder mirar de nuevo al P. Salvador! Le tocó vivir en nuestra colonia, pero teníamos el pesar de no poder atenderlo bien, porque aquí la mayoría somos pobres y no conseguimos un carro para transportarlo de un lugar a otro; pero él caminaba con amor y alegría de una casa a otra, saludando a todos. No le importó el lodo, la lluvia, las polvorientas calles, el lugar donde almorzaba y el cansancio que traía. A mí me asignó la comunidad para acompañarlo. Ha sido una gran y grata experiencia que nunca olvidaré. Que Dios derrame muchas bendiciones sobre todos los misioneros. Gracias por tanta entrega”.

María M. Pérez