He nacido en una familia cristiana, educada en colegio religioso. Así pues, soy cristiana. Mas al llegar a ese momento en que los problemas que a diario te surgen ya eres capaz de darles la importancia que tienen, es decir, ninguna. Cuando ya ejerces con la paciencia de un viejo y disfrutas de la ingenuidad de un niño. Cuando puedes mondar una manzana, tirar la piel, comerte la pulpa y admirar la semilla. Entonces, dejo paso a una nueva cristiana. Sin alardes ni ruidos. Sin presunción. En silencio, sin que nadie se entere. Y me siento bien, muy bien.
Cada mañana necesito visitar a mi Amigo y estar un rato con El. Es un Amigo que no defrauda. Que me entiende sin palabras, que me responde sin preguntas, que, ante mis preguntas, guarda un prudente silencio. Por las mañanas, antes de enfrentarme con el día, me acerco a la iglesia y allí con cuatro viejecitas, dos piadosos estudiantes, alguna que otra monja y varias amas de casa con la misma necesidad que yo, oigo Misa. Siempre hay un mensaje para mí. Además soy consciente de que yo no soy nada sin El. Que le necesito para enfrentarme al mundo y ser capaz de desarrollar mis talentos. El es quien vence mi timidez y me hago amiga de la viejecita del banco de detrás. El es quien me hace ocurrente para saludar al cartero. El es quien me hace no odiar a la insoportable vecina del 5º; quien me serena, me inspira, me llena de paciencia y sobre todo de amor; para ser el eje de mi casa; quien está detrás de mi intento de ser una esposa y una madre querida, alegre y optimista, quien decide que unas veces sea Marta y otras María. Y si me ahoga una pena o me desborda una alegría, siempre está mi Dios.