Cada año escribo una columna sobre el suicidio. Mayormente, digo lo mismo una y otra vez, simplemente porque es necesario decirlo. No pretendo originalidad ni punto de vista especial; sólo escribo sobre el suicidio porque hay una terrible necesidad de que alguien dirija la cuestión. Por otra parte, en mi caso, como sacerdote católico y escritor espiritual, lo considero importante con el fin de ofrecer algo para intentar ayudar a desvanecer el falso sentimiento que tanta gente -no menos, muchos dentro de la iglesia misma- tiene de la comprensión del suicidio en la iglesia. Sencillamente dicho, yo no soy ningún experto ni el salvador de nadie; sólo que se ha tratado muy poco.
Y cada año, esa columna encuentra su audiencia. Estoy constantemente sorprendido y ocasionalmente abrumado por la respuesta. Durante los últimos diez años, no creo que haya pasado una sola semana sin recibir un correo electrónico, una carta, una llamada telefónica de parte de alguien que ha perdido por suicidio a una persona amada.
Cuando hablo sobre el suicidio, al menos a los que quedan cuando una persona amada sucumbe a esto, deben ser recalcados los mismos temas una y otra vez. Como indica Margaret Atwood, a veces algo necesita ser dicho y ser dicho hasta que no necesita decirse más. ¿Qué necesita ser dicho una y más veces sobre el suicidio? Que, en la mayoría de los casos, el suicidio es una enfermedad; que lleva a la gente a perder la vida contra su voluntad; que es el equivalente emocional de un golpe repentino, ataque de corazón o cáncer; que la gente que cae víctima de este mal, casi invariablemente son personas muy sensibles que acaban, por infinidad de razones, siendo demasiado machacadas como para ser tocadas; que esos de nosotros que quedamos no deberíamos perder mucho tiempo haciendo conjeturas, preguntándonos si fallamos de algún modo; y, finalmente, que -dada la misericordia de Dios, la particular anatomía del suicidio y las sensibles almas de esos que caen víctimas de él- nosotros no deberíamos estar indebidamente ansiosos acerca de su salvación eterna.
Este año, impulsado por un libro particularmente conmovedor de una psiquiatra de Harvard, Nancy Rappaport, me gustaría añadir otra cosa que necesita ser dicha a propósito del suicidio, a saber, que incumbe a aquellos de nosotros que quedamos trabajar en rescatar la vida y la memoria de una persona amada que murió por suicidio. ¿Qué implica esto?
Existe aún un enorme estigma alrededor del suicidio. Por muchas razones, encontramos duro tanto entenderlo como silenciarlo. Los obituarios raramente lo nombran, optando por algún eufemismo en vez de señalar la causa de la muerte. De todos modos y más preocupante, nosotros, los que quedamos, tendemos a enterrar no sólo al que muere por suicidio sino también su memoria. Los cuadros se desprenden de las paredes, los álbumes de recuerdos y las fotos son cortados, y hay para siempre un discreto silencio en torno a la causa de sus muertes. Finalmente, ni sus muertes ni sus personas son tratadas con propiedad. No hay una sana conclusión; sólo cierto cierre del libro, un cierre frío que deja un montón de negocios sin acabar. Esto es desgraciadamente una forma de negación. Debemos trabajar en rescatar la vida y memoria de nuestras personas amadas que han muerto de suicidio.
Esto es lo que Nancy Rappaport hace con la vida y memoria de su propia madre, que murió de suicidio cuando Nancy era aún una niña. (“En su estela. Una niña psiquiatra explora el misterio del suicidio de su madre”. Basic Book, N. Y., c2009). Después del suicidio de su madre, Nancy vivió, como hacemos tantos de nosotros que hemos perdido a una persona querida por suicidio, con una obsesionante sombra rodeando la muerte de su madre. Rebotó hacia atrás hasta tanto que el suicidio definió demasiado el carácter de su madre, su integridad y su amor por aquellos que la rodeaban. Un suicidio que es reparado en nuestro entendimiento, en realidad, hace eso, funciona como la antítesis de una canonización.
Con esto como antecedente, Nancy Rappaport sale a dar sentido al suicidio de su madre, a rescatarla de su yugo y, esencialmente, a rescatar la memoria de su madre en la estela de su suicidio. Su esfuerzo refleja lo de la novelista Mary Gordon, cuyo libro “Rodeando a mi madre” intenta llegar a pelearse con el alzheimer de su madre y su muerte. Gordon, como Rappaport, trata también de poner un rostro propio en el debilitamiento y muerte de una persona amada, rescatando la memoria a ella misma y a otras. La diferencia es que, para la mayoría de la gente, el suicidio corta el alzheimer en términos de estigma y pérdida.
Pocas cosas estigmatizan la vida de uno y su sentido tanto como lo hace una muerte por suicidio, y así hay algo verdaderamente redentor cuando acudimos oportunamente a pelear con esta especie de estigma. Debemos hacer por nuestras personas amadas lo que Nancy Rappaport hizo por su madre: rescatar sus vidas y su memoria.