Suicidio y melancolía

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Ya no entendemos la melancolía. Hoy agrupamos juntas todas formas de melancolía en un solo  manojo indiscriminado y lo llamamos “depresión”. Mientras los psiquiatras, los psicólogos y la profesión médica están haciendo mucho bien en favor del tratamiento de la depresión, algo importante se está perdiendo al mismo tiempo. La melancolía es mucho más que lo que denominamos “depresión”. Para bien o para mal, los antiguos vieron la melancolía como un don de Dios.

Antes de la moderna psicología y psiquiatría, la melancolía era vista precisamente como un don de lo divino. En la mitología griega, incluso tenía su propio dios, Saturno, y era considerada como un don rico pero mixto: por una parte, podía traer emociones aplastantes del alma tales como soledad insufrible, obsesiones paralizantes, pena inconsolable, tristeza cósmica y desesperación suicida; por otra parte, podía traer también profundidad, genio, creatividad, inspiración poética, compasión, visión mística y sabiduría.

Nada más. Hoy, la melancolía incluso ha perdido su nombre y ha venido a ser, en palabras del analista junguiano Lyn Cowan, “clinicalizada, patologizada y medicalizada”, de modo que lo que siempre han tomado los poetas, filósofos, cantantes de blues, artistas y místicos como fuente de profundidad, es visto ahora como una “enfermedad tratable” más bien que como una parte dolorosa del alma que no quiere tratamiento pero quiere sin embargo ser escuchada porque intuye la insoportable pesadez de las cosas, especialmente el tormento de la humana  finitud, inadecuación y mortalidad. Para Cowan, la preocupación de la moderna psicología con síntomas de depresión y su confianza en las drogas en el tratamiento de la depresión, muestran una “aterradora superficialidad frente al real sufrimiento humano”. Para ella, aparte de cualquier otra cosa que esto podría significar, renunciar a reconocer la profundidad y el significado de la melancolía es degradante para el paciente y perpetra una violencia contra un alma que ya está en tormento.

Y ese es el problema cuando tratamos del suicidio. El suicidio es normalmente el resultado de un alma atormentada, y, en casi todos los casos, ese tormento no es el resultado de un fracaso moral sino de una melancolía que abruma a una persona en un momento en que está demasiado sensible, demasiado débil, demasiado herida, demasiado estresada y demasiado deteriorada bioquímicamente para resistir su presión. El novelista ruso León Tolstoy, que al fin murió por suicidio, había escrito antes sobre las fuerzas melancólicas que a veces amenazan con abrumarlo. He aquí una de las anotaciones de su diario: “La fuerza que me arrastró de la vida era más plena, más poderosa y más general que cualquier mero deseo. Era una fuerza como mi vieja aspiración a vivir, sólo ella me impelía en dirección contraria. Era una aspiración de todo mi ser a quitarme la vida”.

Aún hay mucho que no comprendemos sobre el suicidio, y esa falta de comprensión no es sólo psicológica, es también moral. En resumen, nosotros generalmente culpamos a la víctima: Si tu alma está enferma, es culpa tuya. Mayormente, así es cómo se juzga a los que mueren por suicidio. Incluso aunque  públicamente  hemos andado un largo camino en tiempos recientes  a favor de la comprensión del suicidio y ahora aseguramos ser más abiertos y menos críticos moralmente, el estigma permanece. Todavía no hemos hecho las mismas paces con el derrumbamiento en la enfermedad mental como lo hemos hecho con el derrumbamiento en la salud física. No tenemos las mismas ansiedades psicológicas y morales cuando alguien muere de cáncer, ataque cerebral o ataque cardiaco como tenemos cuando alguien muere por suicidio. Los que mueren por suicidio son, en efecto, nuestros nuevos “leprosos”.

En tiempos pasados, cuando no había más solución para la lepra que aislar a la persona  de todos los demás, la víctima sufría doblemente: primeramente por la enfermedad y después (tal vez incluso más dolorosamente) por el aislamiento y el debilitante estigma. El paciente era declarado “inmundo” y tenía que asumir ese estigma. Pero los que sufrían de lepra aún tenía el consuelo de no ser juzgados psicológica ni moralmente. No eran juzgados de ser “inmundos” en esas áreas. Eran compadecidos.

Sin embargo, nosotros sólo sentimos compasión por aquellos a quienes no hemos desterrado, psicológica y moralmente. Por eso nosotros juzgamos en vez de sentir compasión por alguien que muere por suicidio. En cuanto a nosotros, la muerte por suicidio aún hace a las personas “inmundas” en cuanto las sitúa fuera de lo que estimamos como moral y psicológicamente aceptable. Sus muertes no son comentadas del mismo modo que otras muertes. Son juzgadas doblemente: psicológica (Si tu alma está enferma, es culpa tuya) y moralmente (Tu muerte es una traición). Morir por suicidio es peor que morir de lepra.

No estoy seguro de cómo podamos superar esto. Como dice Pascal, el corazón tiene sus razones. También las tiene dentro de nosotros el poderoso tabú que milita en contra del suicidio. Hay buenas razones por las que sentimos espontáneamente de la manera como sentimos sobre el suicidio. Pero, quizás una comprensión más profunda de la complejidad de las fuerzas que se hallan dentro de lo que ingenuamente designamos como “depresión” podría ayudarnos a entender que, en la mayoría de los casos,  el suicidio no puede ser juzgado  como un fracaso  moral ni psicológico, sino como una melancolía que ha vencido a un alma que sufre.