La ansiedad, como todas las tensiones, nos devora en varios niveles. Superficialmente nos preocupamos por muchas cosas. En el fondo, vivimos con tanta ansiedad que ésta se manifiesta en todo lo que hacemos. Gran parte de lo que motiva y nos impulsa es un intento inconsciente de liberarnos de la ansiedad. Alimentamos constantemente la esperanza de que poder liberarnos de la ansiedad a través del logro, del éxito, de la seguridad financiera, de la fama, dejando nuestra huella, y a través del poder y del sexo. Alimentamos en secreto la creencia de que si conseguimos la combinación correcta de todo esto en nuestras vidas tendremos la sustancia que necesitamos para sentirnos seguros y sin ansiedad.
Sin embargo la experiencia nos enseña que pronto todas estas cosas, aunque sean buenas en sí mismas, no son nuestra cura. De hecho pueden, y a menudo lo hacen, hacernos más ansiosos: Tan pronto como conseguimos una seguridad económica, nos preocupamos por protegerla, y tan pronto como conseguimos poder, estamos continuamente mirando a nuestra espalda con el temor de perderlo. Además, el éxito puede convertirse rápidamente en un cáncer porque tenemos la propensión congénita a identificar nuestra autoestima con nuestros logros y esto se convierte en una presión constante a estar haciendo algo importante por miedo a no sentirnos valorados. Y el sexo, a menos que se viva dentro de una relación con un compromiso verdadero e incondicional, se convierte en una droga, con la misma calidad y eficacia adictiva que cualquier otra droga. El sexo, como el logro y la fama, no reprime los profundos demonios dentro de nosotros.
Buscamos la plenitud incesantemente, pero no podemos. No podemos auto-justificarnos. No podemos hacernos inmortales. No podemos escribir nuestros propios nombres en el cielo. Sólo el amor echa fuera la ansiedad y, de hecho, sólo un cierto tipo de amor nos puede dar sustancia. Sólo el amor de Dios puede escribir nuestros nombres en el cielo. ¿Cómo sucede esto?
Hace algunos años, fui a un retiro de una semana de duración dirigido por el Padre Robert Michel, un misionero Oblato, Franco-Canadiense. El comenzó el retiro con estas palabras: "Quiero que éste sea un retiro muy sencillo para ustedes. Quiero enseñarles a orar de una manera concreta, quiero enseñarles a orar para que en su oración, en algún momento, tal vez no esta semana, tal vez ni siquiera este año, sin embargo en algún momento, se abra hacia ustedes mismos para que en su ser más profundo ustedes oigan a Dios decirle a ustedes: "¡te amo!” Porque antes de que ustedes escuchen ésta voz en su interior, nada les será suficiente. Estarán buscando esto y lo otro, corriendo de aquí para allá, tratando todo tipo de cosas, mas nada estará del todo bien. Después de escuchar esto de Dios mismo, tendrán sustancia; habrán encontrado lo que han estado buscando durante tanto tiempo. Sólo después de haber escuchado estas palabras estarán finalmente libres de ansiedad.
En una cultura fácilmente dada a falsa-sofisticación, puede ser tentador el descartar sus palabras como ingenuas, o demasiado piadosas, o sentimentales, más a lo que estas palabras nos invitan es, en esencia, a lo que Jesús nos invita en el Evangelio de Juan.
Como sabemos, en el Evangelio de Juan, Jesús presenta muy poco su humanidad. El Evangelio de Juan lo presenta como divino desde la primera página hasta la última. Y, en ese Evangelio, las primeras palabras que salieron de la boca de Jesús son una invitación: "¿Qué estás buscando?" Todo el Evangelio de Juan trata de responder a esta pregunta: ¿qué estamos buscando? A lo largo del Evangelio de Juan, Jesús nos dice que estamos buscando muchas cosas: Agua-viva que sacie nuestra sed más profunda y no se necesite estar borracho de nuevo, una verdad que nos haga libres, un renacer a algo más elevado, una luz que brille eternamente. Sin embargo, estas imágenes pueden parecer abstractas. ¿Cuál es el meollo real dentro de ellas?
El Evangelio de Juan, eventualmente contesta de una forma muy clara. Casi al final del Evangelio (de hecho, este fue probablemente el final original del Evangelio de Juan) se tiene ese conmovedor, encuentro después de la resurrección entre Jesús y María Magdalena. Se lleva a cabo en un jardín, el lugar donde el amor arquetípico sucede: María, llevando las especias para embalsamar su cuerpo muerto, va en busca de Jesús el Domingo de Pascua por la mañana. Ella se encuentra con él, mas no le reconoce. Suponiendo que era el jardinero, le pregunta dónde podría encontrar el cuerpo de Jesús. Jesús responde repitiendo la pregunta con la que abrió el Evangelio: "¿Qué estás buscando?" Entonces, antes de que pueda responder, le da la respuesta más profunda a esa pregunta: Él pronuncia su nombre con amor: "María". A través de ésta afirmación de amor tan particular (por la que Robert Michel nos invita a orar), Jesús escribe su nombre en el cielo. Él le da su sustancia, y Él la cura de la ansiedad.
Puesto que el amor necesita ser mutuo, esa afirmación tiene que ser respondida en el mismo órden. Y… en eso se encuentra el riesgo: Como Simone Weil dice: "la comunión interna es buena para el bueno y mala para el malo. Dios invita a todos al paraíso, sin embargo para algunos es el infierno." Dios quiera, que para nosotros sea el paraíso!