Cuando ya no sabemos cómo orar, el Espíritu, en gemidos demasiado profundos para ser expresados en palabras, ora a través de nosotros.
San Pablo escribió esas palabras, que contienen una sorprendente revelación y un admirable consuelo, a saber, hay una profunda oración que se da dentro de nosotros más allá de nuestra conciencia e independiente de nuestros deliberados esfuerzos. ¿En qué consiste esta inconsciente oración? Es nuestro profundo deseo innato, inexorablemente marcado a fuego, algún tanto frustrado para siempre, que nos hace sentir él mismo a través del gemido de nuestros cuerpos y almas, pidiendo silenciosamente las verdaderas energías del universo -Dios mismo no lo menos- para dejarlo llegar a la consumación.
Permitidme una analogía: Hace algunos años, un amigo mío compró una casa que había quedado vacía y abandonada durante algún tiempo. La superficie de la entrada a ella estaba agrietada, y una planta de bambú, entonces alta varios pies, había crecido a través del pavimento. Mi amigo cortó el bambú, hizo astillas las raíces hasta varios pies adentro con el fin de tratar de acabar con ellas, vertió un veneno químico en el sistema de raíces con la confianza de matar lo que había quedado, aprisionó algo de grava sobre aquel sitio y rellenó la superficie con una recia capa de cemento. Pero el pequeño árbol no fue tan fácilmente vencido. Dos años más tarde, el pavimento empezó a levantarse mientras la planta de bambú comenzó de nuevo a brotar. Su poderosa fuerza vital estaba aún empujando ciegamente hacia fuera y arriba, a pesar de la capa de cemento.
La vida -toda vida- tiene poderosas presiones internas, y no es fácilmente destruida. Presiona incansable y ciegamente hacia sus propios objetivos, a pesar de la resistencia. A veces, esta resistencia la mata. Hay, como el dicho señala, tormentas que no podemos capear. Pero sí capeamos la mayor parte de lo que la vida nos lanza, y nuestro profundo principio de vida permanece fuerte y robusto, incluso mientras superficialmente las frustraciones que hemos experimentado y los sueños en nosotros que han sido afectados nos amordazan lentamente dentro de una muda desesperación para que nuestras vidas de oración empiecen a expresar mucho menos de lo que de hecho estamos sintiendo.
Pero es a través de esa verdadera frustración como el Espíritu ora, oscura y silenciosamente, con gemidos demasiado profundos como para expresarlo en palabras. En nuestro esfuerzo, nuestro anhelo, nuestros sueños rotos, nuestras lágrimas…, en nuestras ilusiones en las que nos refugiamos e incluso en nuestro deseo sexual, el espíritu de Dios ora a través de nosotros, como hace nuestra alma, nuestro principio de vida. Como las innatas fuerzas vitales de esa planta de bambú, las poderosas fuerzas están trabajando ciegamente en nosotros también, empujándonos hacia fuera y arriba para apartar eventualmente cualquier capa de cemento que se halle encima de nosotros. Esto es cierto, por supuesto, también tratando de nuestros gozos. El Espíritu ora también a través de nuestra gratitud, tanto cuando la expresamos conscientemente como incluso cuando sólo la sentimos inconscientemente.
Nuestras más profundas oraciones no son mayormente esas que expresamos en nuestras iglesias y oratorios privados. Nuestras más profundas oraciones son expresadas en nuestra silenciosa gratitud y nuestras calladas lágrimas. La persona que alaba el nombre de Dios extáticamente y la persona que maldice amargamente el nombre de Dios con ira, están, en diferentes maneras -en radicalmente diferentes maneras de gemido- ambas orando.
Hay muchas lecciones que extraer de esto. Primera, de esto podemos aprender a perdonar a la vida un poco más sus frustraciones y podemos aprender a darnos a nosotros permiso para ser más pacientes con la vida y con nosotros mismos. ¿Quién de nosotros no lamenta que las presiones y frustraciones de la vida nos impiden gozar plenamente de los placeres de la vida, de oler las flores, de estar más presentes en la familia, de tener celebraciones con los amigos, de la soledad apacible y de una oración más profunda? Así, siempre estamos haciendo propósitos de vivir menos ajetreados, de encontrar un espacio tranquilo, dentro de nuestras apresuradas vidas, en el que hacer oración. Pero, después de fracasar veces y veces, eventualmente perdemos la esperanza de encontrar en nuestras vidas un espacio tranquilo y contemplativo para orar. Aunque necesitamos continuar buscándolo, podemos ya vivir con el consuelo de que, en el fondo, nuestra verdadera frustración de no ser capaces de encontrar ese espacio tranquilo es ya una oración. En los gemidos de nuestra insuficiencia, el Espíritu ya está orando a través de nuestros cuerpos y almas de un modo más profundo que las palabras.
Una de las más antiguas y clásicas definiciones de oración la describe así: “Orar es levantar la mente y el corazón a Dios”. Con demasiada frecuencia, en nuestros esfuerzos por orar formalmente, en comunidad y en privado, dejamos de hacer eso, a saber, levantar efectivamente nuestros corazones y mentes a Dios. ¿Por qué? Porque lo que de hecho hay en nuestros corazones y mentes, junto con nuestra gratitud y más benévolos pensamientos, de ninguna manera es algo que por lo general conectamos con la oración. Normalmente se sobreentiende que nuestras frustraciones, amarguras, celos, codicias, maldiciones, indolencia y callada desesperación son la verdadera antítesis de la oración, algo a lo que se debe sobreponer para orar.
Pero algo más profundo sucede bajo la superficie: nuestra frustración, anhelo, codicia, celo e ilusiones escapistas -cosas que nos avergüenzan incluir en la oración- son ya de hecho levantar nuestros corazones y mentes a Dios de un modo más honrado de lo que solemos hacerlo conscientemente.