Oye Dios:
Tengo que decirte que te necesito;
que una vez que he podido disfrutar de ti,
que te he sentido muy cerca de mí en varias ocasiones,
me he dado cuenta que me importas mucho…
Pero me da vergüenza decírtelo.
No quiero depender de nadie.
No me gusta llorarle a nadie.
Lo mío, sólo a mí me importa
y nadie hay capaz de comprenderlo.
No quiero arriesgarme a cogerte cariño,
porque he tardado mucho en acostumbrarme
a resolverme las cosas solito,
y ya sé lo que duele echar de menos a alguien
y no poder tenerlo enseguida a tu lado.
Pero, aunque me cuesta infinito reconocérmelo,
me hace falta una mano a la que agarrarme,
una sombra que acompañe a la mía,
un hombro sobre el que poder llorar,
una palabra de comprensión y de ánimo.
Siempre has tenido tu brazo tendido,
los ojos pendientes,
el corazón dispuesto,
las puertas abiertas
y el reloj guardado…
Aunque yo me dedico a mirar a otro lado.
¿Por qué no te tendré en cuenta?
¿Por qué empeñarme en prescindir de ti,
en guardármelo todo, en esconder y callar?
¿Por qué lo dejo siempre para más tarde,
para otro día, para cuando tenga tiempo? ¡Para nunca!
¿Acaso puedo ser feliz apoyándome sólo en mí mismo?
¿Existe felicidad cuando no hay compañía para compartirla?
A lo mejor tengo que aprender de ti a decir:
«Acompañadme, venid conmigo, no me dejéis solo,
escuchad mis palabras y mis secretos,
donde esté yo, quiero que estéis conmigo».
¡Hasta un Dios necesita desnudar el corazón con sus amigos!