Temor de Dios

1. Ya de vuelta de mi peregrinación apostólica en los países de Europa septentrional, sobre la cual ofreceré próximamente algunas consideraciones personales, os pido que deis gracias conmigo al Señor por todo lo que me ha permitido realizar en la misión pastoral que me ha confiado. Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo. Entre estos dones, el último en el orden de enumeración, es el don del temor de Dios. La Sagrada Escritura afirma que «principio del saber, el temor de Yahveh» (Sal 111[110],10; Pr 1,7). Pero, ¿de qué temor se trata? Ciertamente no de ese «miedo de Dios» que empuja a rehuir pensar y acordarse de él, como de algo o de alguien que desequilibra e inquieta. Este fue el estado de ánimo que, según la Biblia, empujó a nuestros progenitores, después del pecado, a «ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín» (Gen 3,8); este también fue el sentimiento del siervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento que había recibido (Cf. Mt 25,18.26). El temor-don del Espíritu nada tiene que ver con este temor-miedo. Aquí se trata de algo mucho más noble y alto: es el sentimiento sincero y lleno de conmoción que experimenta el ser humano ante «la majestad tremenda», esplendorosa, de Dios, especialmente cuando tiene en mente sus propias infidelidades y siente que podría «encontrado falto de peso» (Dn 5,27) en el juicio divino, del que nadie podrá escapar. El creyente se presenta y se pone delante de Dios con el «espíritu contrito» y con el «corazón humillado» (Cf. Sal 51[50],19), consciente de que habrá de esperar su propia salvación «con temor y temblor » (Fil 2,12). Esto, sin embargo, no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a la ley de Dios.

2. Todo este conjunto de sentimientos es asumido y elevado por el Espíritu Santo, cuando concede el don del temor de Dios. Esto no excluye, ciertamente, el estremecimiento que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero lo endulza con la fe en la misericordia de Dios y con la certeza de su solicitud de Padre. Dios que quiere la salvación eterna de cada uno. Con este don el Espíritu Santo infunde en el alma el temor filial, que es sentimiento enraizado en el amor hacia Dios: el alma se preocupa entonces de no dar disgustos a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de «permanecer» y de crecer en la caridad (Cf. Jn 15,4-7). 3. De este santo y justo temor, conjuntado en el alma con el amor de Dios, depende toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación del apóstol Pablo a sus cristianos: «queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios» (2Co 7,1). Es una advertencia para todos nosotros que a veces, con tanta facilidad, transgredimos la ley de Dios, ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos el Espíritu Santo, para que derrame con abundancia el don del santo temor de Dios en los hombres de nuestro tiempo. Invoquémoslo por intercesión de aquella que, en ocasión del anuncio del mensaje celestial, «se conturbó» (Lc 1,29) y, aunque trepidante por la inaudita responsabilidad que se le confiaba, supo pronunciar el «fiat» de la fe, de la obediencia y del amor.