Es la actitud que Jesús reclamó y continúa reclamando a sus discípulos: «seréis mis testigos». Junto con el anuncio del Reino, forma parte de la misión de la Iglesia dar testimonio de Jesucristo, Señor y Salvador, con la palabra, la vida, el sufrimiento e incluso la muerte. El Espíritu prometido acompaña al testigo y da valor y fuerza a su testimonio, en seguimiento de aquel de quien se da testimonio: Jesucristo. Su fuerza está en el impacto o cuestionamiento que provoca la coherencia entre fe y vida, entre Evangelio predicado y vivido. Por eso constituye una forma de evangelización especialmente eficaz en una sociedad harta de palabras y deseosa de autenticidad y coherencia. Con el testimonio de su vida personal y comunitaria los cristianos, por la fuerza del Espíritu, muestran la verdad y la eficacia de su anuncio: Jesús, muerto y resucitado, es realmente Señor y Salvador.