Thomas Merton (1915 – 1968)

“Lo que hoy se nos pide no es tanto hablar
de Cristo como dejarle vivir en nosotros de
tal suerte que el mundo pueda presentirlo…”

Querido Fray Thomas:
 
   Hace muchos años tropecé, en un libro, con esta nota telegráfica: "Thomas Merton: monje y escritor norteamericano (1915-1968)". ¡Monje, escritor, norteamericano!, tres palabras que, unidas, aguzaban mi curiosidad. Merecía la pena comprobar y ampliar esos datos para acercarse un poco a tu historia.
 
Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.   Claro que fuiste monje… la mitad de tu vida. Pero ¿qué hiciste de la otra mitad?: ¿qué fue de aquellos 27 años que estabas a punto de cumplir cuando ingresaste en la abadía de Gethsemani -montañas de Kentuky- a finales de 1941? Cierto, además, que destacabas como escritor. Más de 50 libros llevan tu firma y eres reconocido como poeta, biógrafo y autor de escritos espirituales. Acaso haya que anotar el juicio implacable que lanzas sobre algunos de esos libros al calificarlos de 'terriblemente malos'; pero, cuidado, el conjunto de tu obra lleva el sello de un escritor de raza y de una originalidad y una sensibilidad nada comunes.
   Sé, por fin, que viviste, sobre todo, en EE UU. Pero eras francés, nacido en Prades, al lado de la frontera española, y te sentías orgulloso de tus orígenes. Aquella tierra te parecía el "marco adecuado para las mejores catedrales, las más interesantes ciudades, los monasterios más fervientes y las mayores universidades". ¿Sería esto, junto con tus viajes y tu rica experiencia espiritual y humana, lo que te convirtió en ciudadano del mundo?
   En todo caso, tu aportación más interesante para católicos y ateos, para las élites de la cultura y para el hombre de la calle, no es tu obra sino tu experiencia. Interesa la obra como reflejo de una vida y de la reflexión sobre ella. Se explica así el éxito de La Montaña de los siete círculos, libro del que sólo en el primer año se agotan dos millones de ejemplares. Se convertirá en best-seller por ser tu autobiografía, es decir, el reflejo de tu mundo interior. Y es que al lector le ha fascinado acercarse a un monje que destaca por su inquietud espiritual, su sensibilidad moderna, su conocimiento de la vida y su evidente sinceridad. O sea, porque tu experiencia fue distinta, amplia y sobre todo intensa; tal vez porque también fue dura.
   ¿He dicho dura? Impresiona leer en el primer capítulo de tu primer libro esta sencilla confesión: "No fui el hijo soñado por nadie". Y es que de muy niño ya percibías que tu madre había soñado con 'otro' hijo más acorde con sus expectativas. Sin embargo, cuando, a tus seis años ella muere, experimentas un vacío, como no podía ser menos. Diez años después pierdes al padre y te sientes totalmente desamparado. Tu paisaje interior semejaba un desierto. O una escombrera. "No había lugar ya para un Dios en este templo vacío, lleno de polvo y escombros".
   Quedan tu hermano John Paul y tus padres adoptivos. Quedan tus ansias de libertad sin freno -"la veneración a mi propia y estúpida voluntad-". El año de becario en Cambrigde, que hubiera podido serenarte, te desajusta más todavía. El wisky, la nicotina, la adicción al cine, el juego con tus sentimientos más nobles… ¿Qué sentiste cuando te comunicaron que tu joven amiga te había dado un hijo? Tus padres adoptivos te liberan de las complicaciones financieras de este hecho, que hubieran podido terminar de ahogarte. Pero se puede atisbar algo de tu drama interior: "Mi propia imagen reflejada en el espejo me daba asco". ¿Y cuando te enteras de que tu hijo y su madre han muerto durante un ataque aéreo en Londres? "En tres meses de verano de 1931 maduré como una cizaña". Fue un espejismo terrible. Te crees independiente y es entonces -confiesas- cuando "me convertí en un hombre con la sangre envenenada, viviendo en la muerte".
   Pero en lo hondo de lo hondo se oía un hilillo de voz que te inquietaba y a la vez te daba sosiego. Un año después de la muerte de tu padre viajas a Roma, y una noche "todo mi ser se rebelaba contra lo que había dentro de mí […], por primera vez en toda mi vida empecé verdaderamente a rezar… rogando a Dios que me ayudara a liberarme de los miles de cosas terribles que retenían mi voluntad esclavizándola". A la mañana siguiente escalas el Aventino "con un alma despedazada de contrición" y en la iglesia de Santa Sabina haces algo nuevo para ti: "tomé agua bendita en la puerta, marché rectamente a la barandilla del altar, me arrodillé y dije despacio, con toda la fe que había en mí, el padrenuestro". Pero qué difícil es subir la cuesta con un fardo sobre los hombros: “Este fervor religioso, real pero temporal”, -escribes- “se enfrió y desapareció”. ¿Del todo?
No; la gracia seguía haciendo su obra.
   Cuando a tus diecinueve años pasas a EE UU y estudias en la Universidad de Columbia quieres, comprometerte en favor de los más débiles. Has idealizado el comunismo y entras en ese mundo de mítines, huelgas, proclamas, e incluso te ves un día con dos grades carteles colgados delante y detrás, pero terminas pronto desengañado. Poco a poco vas poniendo las cosas en su sitio, incluso a Dios, que no tardará de ocupar el centro de todo. El 1 de noviembre de 1938 recibes el bautismo como católico. Tres años después ingresas en la Trapa, donde sientes “el abrazo del silencio”.
   En 1942 catequizas, y con qué emoción, a tu hermano, que manifiesta una sed insaciable de saber y termina recibiendo el bautismo meses antes de su trágica muerte, cuando en una acción militar su avión cae al Mar del Norte. ¿Recuerdas el comienzo del poema que le dedicaste?: “Dulce hermano, en las horas que no duermo / para tu tumba son mis ojos flores”. Tu vida monástica se entreteje con horas diarias de oración, de meditación, de trabajo físico, de escritura de libros, atento, eso sí, a las indicaciones de la obediencia. Y el 26 de mayo de 1949 recibes temblando la ordenación sacerdotal. Días después escribirás: “La Misa se adueña de mi ser y me sume en un recogimiento que me hace preguntarme por qué me ocupo de otras cosas”. Por fortuna no pierdes el humor ni la apertura a los hermanos, y entiendes el monasterio: como "una escuela en la que aprender a ser feliz".
   En diciembre de 1968 acudes, en Bangkok a un encuentro de superiores monásticos del Extremo Oriente. Abordas allí los retos del marxismo al monacato. Luego, en el diálogo que sigue a tu exposición, dices sencillamente: “Lo que hoy se nos pide no es tanto hablar de Cristo como dejarle vivir en nosotros de tal suerte que el mundo pueda presentirlo por la manera como vive en nosotros”. Fue tu testamento. Poco después morías electrocutado. Tu rostro, constatan tus hermanos trapenses, “reflejaba una paz amplia y profunda”.