Todos somos ‘condiscípulos’

¡Todos somos «condiscípulos»! Esta reflexión quiere versar sobre nuestra esencial condición de discípulos o, mejor, de condiscípulos. Nosotros sólo tenemos un Maestro, que es y se llama Jesucristo. Sólo a él le conocemos y le reconocemos como Maestro, y como Maestro único y definitivo. El mismo nos lo advirtió taxativamente: «No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro Maestro, y todos vosotros sois hermanos» (Mt 23, 8). Por eso, pudo afirmar San Agustín, con fuerza y precisión: «Todos tenemos un único Maestro y somos condiscípulos en una única escuela»1.

El seguidor de Cristo es y debe ser un perpetuo discípulo, un aprendiz, alguien que permanece en todo momento a la escucha del Maestro, en actitud abierta de docilidad activa, queriendo aprender y dejándose enseñar. No puede tener nunca pretensiones magisteriales.

Ser discípulo de Jesús no es, para nosotros, una situación pasajera o circunstancial, sino una condición permanente de vida, un manera estable de ser, es decir, un verdadero estado. El nombre de discípulo es nuestro nombre propio. Un nombre, que nos constituye y nos define en nuestra más radical identidad y en nuestra más esencial misión. De ahí, que esta palabra aparezca no menos de 250 veces en los escritos del nuevo testamento. La simple estadística pone de manifiesto la importancia del concepto expresado por ese vocablo. (¿No es oportuno y, tal vez, aleccionador recordar que la palabra pobre aparece también unas 250 veces, en los textos del antiguo testamen­to? ¿Será meramente casual esta coincidencia? O, por el contrario, ¿no se podría afirmar que ser, de verdad, discípulo es una forma verdadera y radical de ser pobre?).

Seguir a un maestro o rabí, en Israel, partía siempre de la iniciativa del discípulo o seguidor. Era él quien elegía libremente al maestro y quien se ponía bajo su autoridad y enseñanza. Por otra parte, ningún maestro lo era para siempre, con carácter definitivo. Se cambiaba espontáneamente de maestro, cuando al discípulo le parecía oportuno, por ejemplo, cuando creía que ya no podía recibir de él ninguna enseñanza. Además, todo discípulo podía tener, al mismo tiempo, varios maestros, confrontando sus respectivas enseñanzas e incluso contraponiéndo­las. Además, los maestros judíos solían ser personas de no corta edad y de larga experiencia, y que -a su vez- eran reconocidos como discípulos aventajados de renombrados maestros anteriores. Por otra parte, limitaban su enseñanza a repetir las enseñanzas de otros y se remitían permanentemente a las tradiciones antiguas o a las costumbres vigentes.

En el caso de Jesús, todo acaece de modo distinto y hasta abiertamente contrario. Este Maestro-Rabí destaca, sin duda, por su juventud, pero, sobre todo, por su sorprendente autoridad, por la clara conciencia que tiene de Sí mismo y de su misión, por su asombrosa libertad frente a todos y frente a todo, por su fuerza y poder de atracción, por sus exigencias radicales, por la gran ‘pretensión’ de saberse plenipotenciario y lugarteniente de Dios, «Camino, Verdad y Vida», Luz del mundo, con palabras que no pasarán, capaz de perdonar los pecados y de dar la vida a los muertos, y… también muy superior a los más grandes personajes del antiguo testamento -Abrahán, Moisés, Jonás, David, Salomón…, Juan el Bautista- y a sus más venerables instituciones, como la Ley, el Sábado o el Templo2. Jesús se distingue y se distancia, absolutamente, de todos los maestros anteriores a él y contemporáneos suyos, en que «llama a los que quiere», tomando siempre la iniciativa, adelantándose a llamar, de forma personal y directa, a cada uno de sus discípulos y seguidores inmediatos3. Hasta poder decir a los apóstoles, con tono solemne y decisivo, que no admite posibilidad de réplica: «No me habéis elegido vosotros a Mí. Soy Yo el que os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16). Afirmación que nadie, fuera de él, se atrevió nunca a realizar.

Por otra parte, el seguidor o discípulo de un maestro-rabí, en Israel, tenía la pretensión de llegar a ser, un día, también él, maestro. En cambio, el seguidor-discípulo de Jesús no puede tener nunca pretensiones ‘magisteriales’, aspirando a ser rabí o maestro para nadie. El tiene que ser y seguir siendo perpetuo discípulo. Jesús es, para él -y lo será siempre-, no sólo el mejor y más alto Maestro, superior a todos los demás, sino el único Maestro. Por eso, el seguidor-discípulo ha de mantenerse siempre en actitud de apertura total, de docilidad activa, de seguimiento radical, dispuesto a todo -a perderlo todo- por Jesús. Y, en relación con los demás discípulos-creyentes, no ha de creerse ni presentarse nunca como Maestro, ni siquiera en re-presentación o suplencia de Jesús, sino como condiscípulo, que se remite siempre a la enseñanza del Maestro único y común de todos. Por eso, nunca debe decir a los demás lo que no se haya dicho previamente a sí mismo. Y, mientras hable o se dirija a los otros, tiene que irse diciendo a sí mismo y aplicando a la propia vida lo que les intenta anunciar o aconsejar a ellos. Tampoco puede ofrecer nunca un mensaje propio, sino solamente el Mensaje de Jesús, y con la máxima fidelidad posible. De ahí que la mejor forma de enseñanza cristiana no sea el discurso o el sermón, sino la homilía, es decir, el comentario vivo, ungido y tembloroso, de la Palabra.

Jesús-Maestro no llama ni reúne en torno a sí a un grupo de discípulos para que conozcan la Ley, como lo hacían los maestros-rabinos de Israel. El les llama y congrega para que compartan su vida-misión. No les convoca para el estudio sino para la comunión y el servicio. He aquí una diferencia esencial entre Jesús y los otros maestros4

En este contexto, no será inútil recordar las oportunas consideraciones de Romano Guardini acerca de la ejemplaridad de Jesús. Esta ejemplaridad, como sabemos, fue no sólo excepcional y suprema, sino incluso ‘única’ y ‘absoluta’. De tal modo que todas las demás ejemplaridades son del todo ‘relativas’ a ella, puesto que sólo son de verdad ‘ejemplares’, en la medida en que imitan o reflejan alguna actitud vital de Jesús. Por eso, han de entenderse siempre en pura referencia a Jesús y ‘en relación’ estricta con él. (¡Absolutizar cualquier otra ejemplari­dad, sería una forma de idolatría!). Y, sin embargo, la misión de dar ejemplo nunca fue, en Jesús, una verdadera ‘preocupación’ y, menos aún, una especie de ‘obsesión’; ni estuvo nunca marcada por el ‘afán’. Así dice Guardini: «La opinión de que Jesús siempre ‘dio ejemplo’ destruye muchísimos rasgos de su santa imagen. Es indudable que dio ejemplo. Fue y es el modelo por excelencia. Pero la figura del Señor pierde toda su espontanei­dad si nos empeñamos en ver en él una actitud pedagógica. Introdúcese con ello, en su pura imagen, una falta de naturalidad y, finalmente, también de verdad. No; Jesucristo vivió entre sus discípulos e hizo en toda ocasión lo que el momento exigía, sin preocuparse particularmente de dar ‘ejemplo’. Pero precisamente por no haber pensado en ello se constituyó en ejemplo, porque sus actos eran auténticos, justos y naturales. La ejemplaridad del Señor estriba en que en él empieza la existencia cristiana. Funda la posibilidad de ser cristiano; muestra lo que esto significa y da las fuerzas necesarias para realizarla. Seguir sus huellas no significa ‘remedarle’, lo cual engendraría gestos artificiales y pretencio­sos, sino vivir en él y obrar a cada momento según su Espíri­tu»5.

Hay que advertir que, cuando se llama maestros -maestros de la fe- a los Obispos6 y, especialmente, al Papa, se ha de entender esta palabra no en sentido riguroso y estricto -con mayúscula-, sino en un sentido derivado y secundario. Es, pues, lícito y correcto llamar maestros al Papa y a los Obispos, con tal de que esa palabra se entienda en sentido ‘relativo’, es decir, en pura y directa relación a Jesús, que es el único Maestro, como discípulos cualificados, en cuando que gozan de una asistencia especial del Espíritu Santo en orden a poder transmitirnos, con garantía y fidelidad, el mismo Mensaje de Jesús. Por eso, creyéndoles a ellos -acogiendo su enseñanza-, tenemos garantía de creer de verdad en El y de acoger su verdadero Mensaje.

Nuestra esencial condición de condiscípulos -en el seguimiento radical de Cristo, que es la vida consagrada- debería expresarse y traducirse en una actitud vital de docilidad activa, de diálogo abierto, escuchando todos a todos para poder escuchar de veras a Jesús y a su Espíritu, dejándonos enseñar por Ellos, a través de las distintas mediaciones que somos los unos para los otros. Algo similar hay que decir de nuestros Fundadores y Fundadoras. En realidad, no son término de nuestro seguimiento e imitación- el único término es Jesucristo-, sino compañeros de viaje en el seguimiento e imitación de Jesús. Son nuestros condiscípulos, más que nuestros maestros. Pero, condiscípulos que han recibido una gracia especial del Espíritu, y se han configurado de tal modo con Cristo en una dimensión de su misterio, que se convierten para nosotros en ‘modelos’ de esa configuración. Son un ‘trampolín’ para saltar hasta Jesús. Son ‘flechas en el aire’ que apuntan siempre hacia él. Por eso, los Fundadores y Fundadoras nunca han sentido la ‘tentación’ de invitar a los demás a que les imiten y sigan a ellos. A lo más, dirían siempre lo que afirmaba literalmente San Agustín: «¡Que sean imitadores nuestros, si nosotros lo somos de Cristo; y, si nosotros no imitamos a Cristo, que imiten a Cristo!»7.

Será oportuno recordar, a este respecto, el saludable aviso de San Juan de la Cruz: «Nunca tomes por ejemplo al hombre en lo que hubieres de hacer, por santo que sea, porque te pondrá el demonio delante sus imperfecciones; sino imita a Cristo, sumamente perfecto y sumamente santo, y nunca errarás»8.

Pudiera contrastar un poco, en este sentido, la conocida afirmación y exhortación de San Pablo: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11, 1). Pero, hay que advertir que el apóstol, en realidad, no se presenta a sí mismo como término último de imitación, sino como un cierto ‘medio’ o ‘intermedio’, que pueda servir a los demás de alguna ‘pedagogía’ para llegar, en última instancia, a imitar de verdad a Cristo, que es el término definitivo de ese proceso de imitación.

A este respecto, es interesante el comentario de un exegeta al breve texto de San Pablo. Dice así: «La importancia teológica, ascética e histórica -de esta exhortación paulina- es grande: a) La imitación de los santos, que la Iglesia propone, tiene aquí sus orígenes en la imitación que Pablo pide de sí a sus propios fieles. b) La imitación de los santos, en tanto es válida y lícita, en cuanto que ellos reproducen la vida de Cristo y sirven para imitar a Cristo. La imitación de los santos es, pues, camino para llegar a Cristo. c) Cristo aquí tiene un sentido histórico, en el que se abarca toda su vida en la tierra, que Pablo nos presenta con un valor de ejemplaridad, como se practica en el Iglesia»9.

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Hablando con rigor, sólo es de verdad maestro el que enseña un mensaje propio, no el que transmite el mensaje de otro. Y Jesús mismo, que tiene aguda conciencia de ser no sólo Maestro, sino «el Maestro«10 -con artículo, con mayúscula y en singular- «el único Maestro» (Mt 23, 8), sabe también perfectamente que su doctrina no es suya, sino del Padre, que él sólo habla y transmite las palabras del Padre, lo que ha oído al Padre y él mismo se sabe, personalmente, la Palabra única y total del Padre11. Por eso, es no sólo el Mensajero, sino también el Mensaje , el Profeta y la Profecía. Y, por eso mismo, él es el único Maestro verdadero, porque es «la Verdad» (Jn 14, 6)). Toda la verdad de Dios y toda la verdad del hombre, porque es personalmente Dios y personalmente hombre. En él, el Padre nos lo ha dicho todo, y definitivamente. Como afirma la Epístola a los Hebreos, «muchas veces y de muchos modos habló Dios, en el pasado, a nuestros padres, por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado en su Hijo» (Heb 1, 1-2). El comentario de San Juan de la Cruz a estas palabras es denso de contenido y altamente esclarecedor:

«En darnos (Dios), como nos dio, a su Hijo, que es una Palabra suya -que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar… Y es como si dijera: Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y de muchas maneras, ahora, a la postre, en estos días, nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez. En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en él todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiere preguntar a Dios o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas. Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte y, si pones en él los ojos, la hallarás en todo, porque él es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y toda mi revelación; lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por Hermano, Compañero y Maestro, Precio y Premio… Oídle a él, porque yo no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar…»12.

Pero Jesús, siendo y sabiéndose el único Maestro, no fue, de hecho, ‘eficaz’ mientras ejerció su magisterio de forma visible entre los hombres. Es significativo encontrar, a lo largo de los Evangelios, como un estribillo doloroso la constatación de que los apóstoles «no entendían», «no comprendían», «no sabían» lo que Jesús quería decir, y hasta tenían miedo de preguntárselo; como también el hecho de que Jesús les reprochara, más de una vez, su «dureza de corazón», su «falta de inteligencia» y su «incredulidad»13. Por eso, al final, hacen a Jesús las mismas preguntas que al principio: «¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?» (Hech 1, 6). «¡Muéstranos al Padre, y nos basta!», le pedirá Felipe. A lo que Jesús responde, un poco doloridamente: «Tanto tiempo llevo con vosotros y ¿todavía me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?» (Jn 14, 8-10).

Aunque a Jesús, esta actitud de ‘incomprensión’, por parte de sus discípulos, no le pilló de improviso, pues sabía de antemano que sólo, cuando viniera el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, se lo enseñaría todo y se lo haría comprender -asimilar por dentro- todo, y que sólo él les llevaría a la plenitud e la verdad. «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa. pues no os hablará por su cuenta, sino que os dirá lo que ha oído… Recibirá de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16, 13-14). «El defensor, el Espíritu Santo, el que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo y os irá recordando todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26).

Y San Juan, en esta misma línea de pensamiento, advierte: «No necesitáis que nadie os enseñe, ya que la unción, que dice la verdad y nunca la mentira, os enseña todas las cosas» (1 Jn 2, 27).

El Espíritu Santo es el Maestro interior. Porque enseña por dentro y desde dentro, y hace asimilar vivencialmente el mensaje mismo de Jesús. El Espíritu Santo no tiene un mensaje propio que transmitir y, menos aún, un mensaje distinto al de Jesús. El Espíritu Santo hace recordar y asimilar el mensaje mismo de Jesús, llevando hasta la verdad completa. Por eso, después de Pentecostés, ya surge otro estribillo: Ahora entendieron, ahora cayeron en la cuenta, ahora recordaron y comprendieron lo que Jesús les había dicho y anunciado. Después de la Resurrección, el mismo Jesús -ya convertido en «Espíritu vivificante» (1 Cor 15, 45) y en ‘Maestro interior’, «abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24, 45) y, personalmente, «empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» (Lc 24, 27). Por la fuerza del Espíritu, la cobardía de los apóstoles se transforma en valor; el miedo, el coraje; la ignorancia, en sabiduría; la inseguridad, en aplomo; la tristeza, en alegría; la timidez, en libertad. Hasta los mismos jefes religiosos de Israel quedan sorprendidos ante la seguridad, el arranque y el conocimiento de las Escrituras que manifiestan los apóstoles, y no aciertan a explicárselo. «Viendo la valentía de Pedro y Juan, y sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura, estaban maravillados»14.

Acerca del Maestro interior, tiene San Agustín unas reflexiones agudas y sugerentes, comentando precisamente, en dos sermones o catequesis, las palabras de San Juan en su primera carta (1 Jn 2, 27), que acabamos de mencionar. Dice así San Agustín, en su lenguaje directo y en su peculiar e inconfundible estilo:

«Y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe, porque su unción os enseña todas las cosas (1 Jn 2, 27). Entonces, hermanos, ¿qué estoy haciendo yo ahora, puesto que os estoy enseñando? Si su unción os enseña todas las cosas, parece que estoy trabajando en vano; y entonces, ¿a qué tanto gritar? Os encomendaremos a su unción y que ella os enseñe. Pero ahora me hago a mí mismo una pregunta y también se la hago al mismo apóstol. Dígnese oír al niño que le interroga. Pregunto al mismo Juan: ¿Tenían la unción aquellos a quienes hablabas? Pues tú dijiste: Porque su unción os enseña todas las cosas. Entonces, ¿por qué les escribiste esta Carta? ¿Qué pretendías enseñarles? ¿En qué les instruías? ¿Qué edificabas? Ved ya, hermanos, en esto un gran misterio. El sonido de nuestras palabras hiere el oído, pero el maestro está dentro. No penséis que alguien aprende algo de un hombre. Podemos llamar la atención con el ruido de nuestra voz; pero, si no está dentro el que de verdad enseña, es vano nuestro sonido. Hermanos, ¿queréis una prueba de lo que estoy diciendo? ¿Acaso no oísteis todos este sermón? Y, sin embargo, ¡cuántos saldrán de aquí sin haberse instruido! Por lo que a mí toca, hablé a todos; pero aquellos a quienes no les habla esa unción, a quienes el Espíritu no enseña interiormente, salen sin haber aprendido nada. El magisterio externo consiste en ciertas ayudas y avisos. Quien instruye los corazones tiene su cátedra en el cielo. Por eso, dice él mismo en el Evangelio: No llaméis Maestro a nadie en la tierra; uno solo es vuestro Maestro, Cristo (Mt 23, 8-9). Por tanto, que él os hable interiormente, ya que ningún hombre está allí; pues aunque alguien esté a tu lado, nadie está en tu corazón. Que nadie esté en tu corazón; que esté Cristo en tu corazón. Que su unción esté en el corazón, para que no se halle sediento en la soledad y sin fuentes por las que sea regado. Luego el maestro interior es quien enseña; Cristo enseña, su inspiración enseña. Donde no están su inspiración ni su unción, vanamente suenan en el exterior las palabras. Estas palabras, hermanos, que pronuncia­mos desde fuera, se parecen a lo que es el agricultor para el árbol; actúa externamente, proporciona agua y atención al cultivo; por mucho que cuide por fuera, ¿acaso él forma el fruto? ¿Acaso viste la desnudez de los árboles con el follaje? ¿Acaso obra esto internamente? Esto, ¿quién lo realiza? Oíd al agricultor, al Apóstol; ved qué somos, y oíd al maestro interior. Yo, dice, planté, Apolo regó; pero Dios dio el crecimiento. Ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento (1 Cor 3, 5-7). En consecuencia, os decimos esto: ya plantemos, ya reguemos hablando, nada somos; el que da el crecimiento es Dios, es decir, es su unción la que os enseña todas las cosas»15.

«Recordáis, hermanos, la exposición de ayer, que concluía con estas palabras: no necesitáis que nadie os enseñe, ya que la unción misma os enseña todas las cosas. Estoy seguro de que recordáis que expusimos esto diciendo que nosotros, cuando hablamos externamente a vuestros oídos, somos como obreros que cultivamos el árbol por fuera, pero que no podemos producir el crecimiento ni formar los frutos, y que en balde voceamos nosotros si no os habla interiormente Aquel que os creó, que os redimió, que os llamó y que habita en vosotros por la fe y el Espíritu Santo. ¿Cómo se demuestra esto? Advirtiendo que, siendo muchos los que oyen, no todos se persuaden de lo que se les dice; sino sólo aquellos a quienes Dios habla interiormen­te. Ahora bien, habla interiormente a los que le dejan sitio; y le dejan sitio los que no dejan sitio al diablo»16.

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María, como recordó oportunamente Pablo VI, «en su vida terrena realizó la perfecta figura del discípulo de Cristo, espejo de todas las virtudes, y encarnó las bienaventuranzas evangélicas proclamadas por Cristo. Por lo cual, toda la Iglesia, en su incomparable variedad de vida y de obras, encuentra en ella la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo«17. Y Juan Pablo II llama a María «primera Discípula» (VC 18), «modelo de consagración y seguimiento,… ejemplo sublime de perfecta consagración,… modelo de acogida de la gracia,… maestra de seguimiento incondicional y de servicio asiduo» (VC 28); «disponible en la obediencia, intrépida en la pobreza y acogedora en la virginidad fecunda» (VC 112).

María, pura docilidad al Espíritu Santo y primera y más perfecta Discípula, Seguidora-Imitadora de su Hijo, es quien mejor nos puede enseñar a ser de verdad dóciles y discípulos-condiscípulos.

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En todo caso, no estará de más recordar, al final de esta reflexión, la serena advertencia de los místicos sadilíes: «No será tu maestro aquel a quien escuches, sino aquel de quien aprendas. Ni lo será aquel que te dé sus explicaciones, sino aquel que deje en tu corazón huella de sus enseñanzas. Ni lo será el que te invite a entrar por la puerta, sino el que te descorra el velo. Ni aquel que te ofrezca sus palabras, sino aquel que excite en ti sus mismos estados espirituales».

1     San Agustín, In Joannis Evangelium, 16, 3: «Magistrum enim unum omnes habemus, et in una schola condiscipuli sumus» (ML 35, 2523).

2     Cf Mt 5, 21-44; 9, 2-8; 10, 21.37; 11, 25; 24, 35; 25, 31-46; 28, 18; 12, 6.8; Mc 2, 1-12; 8, 35; 9, 42-47; 13, 31; Lc 2, 49; 10, 21; 14, 26.33; 21, 33; Jn 5, 19.22.26.27; 9, 29.39; 10, 14.18.28.37-38; 14, 10-12; 15, 24.28; 16, 15; 17, 2.1.25; etc.

3     Cf Mt 4, 18-22; 8, 21-22; 9, 9; Mc 1, 16-20; 2, 13-14; 3, 13-19; 5, 18-19; Lc 5, 1-11.27-28; 9, 59; Jn 15, 16; etc.

4     El judío C. G. Montefiore, gran erudito y abanderado del judaísmo reformado inglés, escribía, en 1930: «El discipu­lado, tal como Jesús lo exigió e inspiró -un seguimiento no para el estudio, sino para el servicio, para ayudar al maestro en su misión, para llevar a cabo sus instrucciones, etc.- constituyó, en todo caso, según parece, algo nuevo, algo que no cuadraba o no estaba en perfecta armonía con las habituales costumbres o fenómenos rabínicos» (C. G. Montefiore, Rabbinic Literature and Gospel Teachings, 1930, p. 218).

5     Romano Guardini, El Señor, Ediciones Librería Emmanuel, Buenos Aires, 1986, (edición en un solo tomo), p.648.

6     Cf LG 22; 37; CD 2; CDC, c 212, 1; etc.

7     San Agustín, Sermo 47, 12-14: «Imitatores nostri sint, si nos Christi; si autem nos non Christi, imitatores sint Christi» (CCL 41, 582-584).

8     San Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor, n. 156, en «Obras Completas», BAC, Madrid, 1982, 11ª ed., p. 54.

9     Juan Leal, S.I., Primera Carta a los Corintios: traducción y comentario, en «La Sagrada Escritura. Nuevo Testamento», BAC nº 211, Madrid, 1965, 2ª ed., p. 419.

10     «Me llamáis el Maestro y el Señor, y decís verdad, porque lo soy» (Jn 13, 13-14).

11     «Yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me ha enviado me ha ordenado lo que tengo que decir y enseñar… Por eso, lo que yo os digo, lo digo tal y como me lo ha dicho el Padre» (Jn 12, 49.50). «Las palabras que os digo no las digo por mi propia cuenta; el Padre que está en mí, es el que realiza sus propias obras… Mi doctrina no es mía, sino del Padre que me ha enviado » (Jn 14, 10.24). «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). «Les he comunicado las enseñanzas que tú me diste… Yo les he confiado tu doctrina» (Jn 17, 8.14).

12     San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, lib. 2, cap. 22, nn. 3-5: en «Obras Completas», BAC, Madrid, 1982, 11ª ed., p. 201.

13     Cf Mt 15, 16; Mc 9, 30; 16, 14; Lc 9, 45; 24, 25.37-48; Jn 13, 7; 16, 17-19; etc.

14     Hech 4, 13; cf Hech 5, 29-32.41-42; etc.

15     San Agustín, In Epistolam Joannis ad Parthos, tr. III, 13: PL 35, 2004-2005.

16     Id., ibíd., tr. IV, 1: PL 35, 2005.

17  Pablo VI, Discurso en la Clausura de la III Sesión del Concilio Vaticano II, proclamando a María Madre de la Iglesia, el 21 de noviembre de 1964.