La espiritualidad contemplativa y los enormes ideales de la misma se han de vivir en un marco diario delimitado y con un ritmo marcado por la liturgia de las horas, el trabajo, la comida, el estudio, el descanso… Así, para que lo sencillo y cotidiano no llegue a convertirse en rutina, es necesario celebrar, impregnar y envolver de trascendencia la sencillez y simplicidad de todos y cada uno de los momentos del día, las actividades, las conversaciones, los trabajos… Sin divisiones y sin rupturas entre las grandes aspiraciones espirituales y el minuto a minuto de cada día, ya que la verificación de nuestra oración se mide en la densidad y profundidad de lo aparentemente intranscendente, encontrando en lo pequeño las riquezas vitales y descubriendo un rayo de infinito en lo finito de un día y otro día. Transparentar en gestos y servicios lo celebrado y contemplado. Vigilantes al Espíritu y a cuanto bulle y sucede a nuestro alrededor para encontrar equilibrio y armonía entre la alabanza, la vida del coro y las reacciones, las palabras, la gratuidad, los gestos… hacia las personas con quienes vivimos, trabajamos o estudiamos.
Entonces la relación con Dios se hace relación con los hermanos y la oración atraviesa cuanto vivimos y hacemos. Contemplar es vivir… vivir intensamente lo que somos, vivir y alabar a Dios, que nos llega en las cosas y en las personas. Vivir contemplando y contemplar viviendo… Y llegar así, al final de la jornada con la experiencia de que «una mano misteriosa» ha tejido con amor sus horas, su oración y su alegría, su trabajo y su esperanza.